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Domingo, 14 de agosto de 2011

LITERATURA › EDUARDO SACHERI HABLA SOBRE PAPELES EN EL VIENTO

“El fútbol es el último refugio de la inocencia”

En su flamante novela, el autor de La pregunta de sus ojos narra las peripecias de unos amigos que intentan vender a un futbolista, otrora promesa, en una historia atravesada por la idea de “salvarse” a través del fútbol.

 Por Silvina Friera

Un bicho raro. Eduardo Sacheri arquea sus cejas. Su mirada rebasa el margen de los ojos. El dolor perfora los umbrales de la percepción. Y de los malditos tiempos verbales. Nunca fue ni será un pretérito. La muerte de su padre, cuando tenía 10 años, es la herida de un latigazo en presente. Como la muerte del Mono, uno de los protagonistas de Papeles en el viento (Alfaguara), la muerte de su padre es esto que está sucediendo mientras el escritor habla. “Te miran como un bicho raro y odiás que te miren así. Todos tienen padre menos yo”, dice con ese tono sereno y afectuoso quebrado por un residuo emocional que no logra domesticar. La retina del adulto atesora las sensaciones del niño que se crió en Castelar. “La muerte de mi viejo fue una frontera de mi inocencia; me dotó de una inseguridad y una provisoriedad que puso todo entre paréntesis. Sentí que viví una vida diferente al resto de mis amigos. ¿Por qué carajo me tuvo que pasar a mí? Recuerdo la sensación de rebeldía, de rabia y de injusticia. Yo creía que mi viejo no se podía morir. Todas las muertes remiten a la muerte de mi viejo. Y escribir es un modo de acomodar esa muerte.”

Su última novela transcurre por sus pagos vitales, en Castelar. Los protagonistas son hinchas de Independiente. Como Sacheri. “En mis cuentos futboleros me cuidaba mucho de poner demasiado a Independiente por respeto a los demás y por no ser autorreferencial. Pero Independiente anda lo suficientemente mal como para poder hablar sin ofender a nadie.” El escritor esboza un postulado homologable tanto para el fútbol como para la vida: “Cuando a uno le va bien, no hay que jactarse. Cuando te va mal, hablá”, plantea a Página/12. Papeles en el viento empieza en el cementerio. Después de enterrar a Alejandro, alias El Mono, su hermano Fernando y sus amigos, Mauricio y El Ruso, descubren que no dejó ni una chirola en su cuenta bancaria. Todo el dinero que tenía –300 mil dólares– lo invirtió en la compra de Mario Juan Bautista Pittilanga, un pibe que llegó a jugar en la selección Sub-17. El delantero promesa ahora está a préstamo en Presidente Mitre, un club de Santiago del Estero. Para colmo de males, el Pittilanga en cuestión no hace goles. Esa runfla entrañable de amigos intentará vender a la promesa como sea para garantizar el futuro de Guadalupe, la hija del Mono. A pesar de un compendio de torpezas para alquilar balcones, a los muchachos les sobra ingenio. Después de una seguidilla de fracasos antológicos –unos empresarios ucranianos huyen espantados–, conseguirán el batacazo a partir de una base de datos trucha, “Marca Pegajosa”, donde Pittilanga, milagros de la estadística inventada mediante, figura con 42 goles convertidos.

–La novela está atravesada por la idea de la “salvación” por el fútbol, desde el padre del jugador hasta El Mono, que cree que comprando a Pittilanga también se salva. ¿Esta idea es más de estos tiempos o ya estaba en los años ’40 o ’50?

–No, seguro que no estaba en esos años porque antes los dueños de los jugadores eran los clubes. En estos últimos tiempos de farandulización del fútbol, los jugadores se convirtieron en otra de las tantas mercancías que andan dando vueltas. Y es un mundo tan bochornoso, tan bizarro y al mismo tiempo tan real que me formulaba hipótesis que consideraba descabelladas para la novela. Y después, preguntando, descubría que era posible. Al final no lo usé, pero los jugadores son vendidos sucesivamente hasta más allá del ciento por ciento de su valor, cosa que sería imposible. Es como si te dijera que vos sos dueña del 40 por ciento, yo del 30, otro tipo del 40 y otro del 20. Uno de los pocos mundos donde el ciento por ciento no da cien es en el mundo del fútbol (risas).

–¿Por qué cree que es tan fuerte este concepto de “salvarse” por el fútbol?

–Todos los años hay miles de pibes de 20 años que juegan en Cuarta y se quedan afuera. Son pibes que desde muy chicos patean una pelota y las expectativas familiares están puestas ahí. Más que una salvación económica, en el caso del Mono es una salvación personal: volver al mundo del fútbol –donde estuvo cuando jugó en Vélez y Excursionistas– por el costado de comprar un jugador. Pero en el padre de Pittilanga aparece lo más bochornoso y desagradable: “Este pibe nos tiene que salvar” falta que le demos de comer un poco mejor que a los otros para ver si acá está el futuro. Pittilanga cuenta que cuando lo convocaron para jugar en la selección lo hicieron sentarse a la cabecera de la mesa familiar. Esto me lo contó Marcelo Roffé, que fue psicólogo de los planteles juveniles de Pekerman. Yo me ponía en la cabeza de ese pibe al cual le tiran semejante responsabilidad: “Salvanos”, “Paganos los sacrificios que estamos invirtiendo en vos”. Y eso que en la novela no me meto con el mundo dirigente, sino con el mundo floreciente de los intermediarios. El plan del Mono de comprar en 300 mil dólares y vender en 10 millones a veces sucede. Claro, hay tipos que se salvan para toda la vida. Me gusta contraponer el espíritu amateur de los personajes de mi novela con ese mundo corrompido por donde lo mires. Me gusta esa contraposición y esa decepción que necesariamente los rodea, pero no los vence. Quizá por el monto de inocencia con el que los futboleros vamos al mundo del fútbol.

–Se percibe claramente la inocencia de los personajes, pero también cierto saber de esos hinchas que hablan desde un “pedestal”, en el sentido de que en todo hincha hay un estratega en potencia. Quizás esa inocencia con ese saber sean un tanto incompatibles.

–Pero eso es parte de la inocencia; creo que moverte con certezas en el mundo habla de tu inocencia. Los hinchas son los únicos que no le ven los hilos al teatro de títeres cuando todos los demás saben que el fútbol es un negocio. Me corrijo: lo peor es que lo sabemos, pero seguimos actuando como si no lo supiéramos. Cuando rueda la pelotita, mi vida si Independiente gana es una y si Independiente pierde es otra. Los hinchas sabemos la mugre que hay en el fútbol, pero terminamos haciendo como que no sabemos porque hay algo que nos importa más. No sé si está bien o mal, pero así funciona; es una inocencia que en otros ámbitos no nos permitimos. Hay un punto donde nuestro espíritu crítico se detiene y no va más allá. Tal vez otras adhesiones –políticas, ideológicas, religiosas– otrora también eran iguales de blindadas, pero hoy en día no lo son. Y está bien que no lo sean, que te preguntes, que te interrogues, que tomes distancia. El fútbol es el último refugio de la inocencia.

–En muchos de los diálogos aparece la cuestión de ser hincha como una herencia que se transmite de padres a hijos, pero también está explícito el miedo a que esa cadena se corte y que no haya más hinchas de Independiente. ¿Cómo explica este temor?

–Más allá de lo que está pasando ahora con River, en las últimas dos décadas se fue fomentando un modelo de fútbol que buscó profundizar la brecha entre River y Boca de un lado y todos los demás del otro. Cuando existía Fútbol de Primera, que no sólo monopolizaba los goles, de las dos horas que duraba el programa, 80 minutos eran para River y Boca. No creo que esto que digo sea muy distinto a lo que pueden vivir muchos hinchas de Racing o de San Lorenzo, por buscar una primera fila de “segundones” que nos sentimos condenados a ser actores de reparto en un mundo para dos grandes poderosos. Los protagonistas de mi novela fueron chicos en una época gloriosa de Independiente que yo viví. Pero a mi hijo no le puedo dar los títulos que mi papá me daba simbólicamente cuando yo era chico. Ahí está el legado y la “mentira” (risas).

–En un momento los personajes se ponen a enumerar los cuadros con camisetas verdes, Ituzaingó, Deportivo Merlo, también Excursionistas aunque no lo incluyan en ese listado provisorio. Aunque son hinchas de Independiente, parecería que para ser “auténticos” futboleros tienen que saber mucho también del mundo del ascenso. ¿Es así?

–A mí me gusta el mundo del fútbol y ahí entra todo. Salvo dos o tres canchas, mi hijo conoce casi todas las canchas de Primera, pero no de ver a Independiente. Vamos a ver otros partidos también. Nos falta la cancha de San Lorenzo y la de Boca, por una cuestión de que en Boca es complicado sacar entradas si no sos socio. Pero hemos visto a Tigre, Vélez, Argentinos, Gimnasia, Quilmes, River, Newell’s. Conocer un mundo es construir imágenes múltiples de ese mundo. A mí no me gusta el fanatismo en ningún ámbito y en el fútbol tampoco. Y ojo que cuando pierde Independiente sufro como una madre, en ese sentido se me podría definir como un fanático. Pero nunca voy a escupir a un tipo porque es de otro cuadro. Ir a ver otros equipos te permite descubrir lo que tienen en común con vos. Una de las mejores vacunas contra la intolerancia es observar lo parecidos que somos los hinchas.

–¿Grita barbaridades que sólo dice en la cancha?

–Hay ciertas cosas que no digo. No justifico el racismo y la xenofobia en una cancha ni en ningún lado. En ésa no entro. Tampoco me gusta el cantito hiriente al pedo del tipo “te vas a la B”, porque a mí me jode mucho cuando me lo cantan. Pero la puteada individual al árbitro, al contrario, al tuyo que es una bestia, sí. Me refiero al insulto al tipo que no sabe parar la pelota con los pies. Me saco cuando hacen tiempo, cuando fingen, cuando un árbitro tiene un tufillo corrupto y puedo decir barbaridades sin ningún control.

–En otra instancia de la novela se menciona el texto “El pibe de oro”, un claro homenaje a Osvaldo Soriano. ¿Se considera un continuador de Soriano?

–Ojalá... me encantaría que alguna vez alguien lea alguno de mis libros y diga que le hace acordar lejanamente a lo que escribía Soriano. El tipo era un maestro. Me acuerdo de estar en San Bernardo, en la playa, leyendo esa crónica, “El pibe de oro”. Soriano es uno de los mejores escritores de las últimas décadas. Lo más admirable es el modo de construir personajes con lo que dice; en lugar de contarte cómo son, Soriano pone a los personajes a hablar, a decirse a sí mismos. A Cuarteles de invierno la leo y la vuelvo a leer y digo “¡Qué hijo de puta!”, que es el mejor elogio literario (risas).

–Retomando ese postulado de hablar cuando se está mal, se podría conjeturar, por lo que cuenta en la novela o lo que ocurre con los hinchas de Independiente o de River ahora, que hay algo “épico” en la derrota, muy aglutinador y movilizante, más que en la victoria. ¿Está de acuerdo?

–Sí, la derrota es un lugar más enérgico y productivo, un lugar que te enseña más. Cuando ganás disfrutás y está bueno, pero aprendés poco y nada. En general, en el ámbito que sea, uno aprende en la mala. El arte encuentra terreno fértil en la derrota. Una vez que ganaste, ¿qué vas a contar? Aparte de ponerte del lado del más débil, pensándolo literariamente hay más por hacer. El arte está en lo que falta. Cuando las cosas funcionan y llegaste, se acabó lo que podés narrar. Quedará simplemente un número homenaje en un diario o en una revista con las fotos del éxito.

–A propósito de la foto, ¿tiene una foto con Bochini como la que se sacan los protagonistas de su novela?

–Ojalá. Soy muy tímido, pero al único tipo que por el medio de la calle Uruguay, cerca de la esquina de Corrientes, le grité “¡ídolo, grande Bocha!” fue a Bochini, cuando me lo crucé hace tres o cuatro años. Lo vi de lejos, pero no me animé a hablar con el Bocha.

–¿En serio?

–Sí, ¿qué le hubiera dicho? Lo mismo me pasó en una Feria del Libro cuando escuché que Fontanarrosa estaba en el stand de Ediciones de la Flor. Yo sabía que él conocía algunos de mis cuentos, me lo había dicho Alejandro Apo. Hice la cola para firmar, me limité a darle el libro que compré de raje, El mundo ha vivido equivocado, le dije mi nombre y me hizo un dibujo. Podría haberle dicho quién era, pero no lo hice. Con la gente que admiro la timidez se potencia.

–La escritura le permite hacer en la ficción cosas que usted no haría, ¿no?

–Para mí, escribir es eso: hacer y decir lo que en mi vida cotidiana no podría. El desafío grande de esta novela que tiene mucha muerte fue construirle vida. Lo que me interesa es cómo la vida se vuelve a poner en movimiento después de una muerte muy traumática. Por algo la novela arranca en el cementerio, un momento fúnebre que continúa porque no muere sólo El Mono. El vínculo entre esos amigos también se hace mierda. Me gusta buscar caminos de reparación a través de la ficción.

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