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Sábado, 29 de abril de 2006

LITERATURA › ENTREVISTA CON LA ESCRITORA SIRI HUSTVEDT, QUE PRESENTA HOY EN LA RURAL SU NOVELA “TODO CUANTO AME”

“El gran placer de la creación es poder ser otros”

En su libro asume la voz de un protagonista masculino, el historiador Leo Hetzberg, uno de los temas que tocará hoy en la Feria. Pero la esposa de Paul Auster estuvo también en la puesta que Gabriela Izcovich hizo de La venda y se prestó a una charla en la que analiza a sus criaturas, el rol del arte, el mesianismo guerrero y la vejez como tema.

Podría ser Miss Universo con sus chispeantes ojos azules, piernas largas y esbeltas. Es que Siri Hustvedt es bellísima, y más simpática aún. Extiende la mano, saluda con la elegancia de una auténtica reina nórdica, sonríe y pide disculpas porque no habla en español. Se acomoda en el sofá del lobby del hotel donde se hospeda, se repliega un poco –son varios los que agradecen íntimamente que no siga ostentando su altura excepcional– y aclara: “Aprendí alemán y francés en la universidad, también hablo noruego, pero estoy en deuda con ustedes”. Aunque conoce Buenos Aires porque acompañó hace cuatro años a su marido, el escritor Paul Auster, esta visita representa para ella un paso más en la consolidación de su reputación internacional como escritora. Invitada por el Malba, su llegada coincide con la publicación de Todo cuanto amé (Anagrama), “novela de la madurez”, según sus propias palabras –elogiada por Salman Rushdie y Don DeLillo– en la que por primera vez adoptó la voz de un hombre, la del historiador de arte con problemas de visión, el entrañable Leo Hetzberg, que perdió a su familia en Auschwitz. A partir del aprecio por un cuadro de un artista, Leo entablará una amistad con ese creador que incluirá a las mujeres e hijos. Pero una muerte trágica modificará los vínculos entre los personajes. “Mi madre padeció la ocupación nazi en Noruega, y quizá ésta sea la razón principal de que sienta una sensibilidad muy peculiar respecto del Holocausto”, admite la escritora en la entrevista con Página/12.

Hustvedt participará hoy a las 17, en la Feria del Libro, de un diálogo abierto con la actriz Gabriela Izcovich, que acaba de estrenar La venda, versión teatral de la novela de la escritora estadounidense que tiene numerosos guiños autobiográficos. La protagonista se llama Iris (Siri al revés), es descendiente de escandinavos y estudió en la Universidad de Columbia. El fin de semana pasado vio la puesta, junto con su colega Hanif Kureishi, y quedó asombrada con esas criaturas que ella imaginó y plasmó en su novela. “Me gustó la intimidad que se generaba, la atmósfera tan teatral y simple al mismo tiempo”, comenta. “Pero lo que más me sorprendió fue la intensidad que adquirían los personajes, y aunque Izcovich me había enviado el libro con su versión, realmente es una experiencia maravillosa para un autor ver a los personajes en cuerpo y alma.”

–En Todo cuanto amé se percibe que hay una narradora que no puede ocultar sus comienzos en la poesía.

–Siempre quise escribir prosa, pero no me salía. En mi adolescencia, en un pueblo chico de Minnesota, decía que iba a ser escritora. ¡Qué pretenciosa, ¿no?! (Risas.) Recuerdo que lo anuncié públicamente en una entrevista que me hicieron en el periódico del pueblo. A pesar de esa intención, durante el secundario me la pasaba escribiendo poemas y llegué a publicar varios en distintas revistas. Pero sufrí una crisis, me parecía que todo lo que hacía era mediocre en comparación con los grandes poetas que leía. Y así llegó la prosa. Un profesor de la Universidad de Columbia, David Shapira, me contó que practicaba la escritura automática, como los surrealistas, cuando estaba bloqueado. Hice lo mismo y funcionó, al punto de que no volví a escribir más poesía. Entonces me animé a una escritura más sintética y breve, y eso me reconfortó mucho porque estaba más cerca de la musicalidad del lenguaje que buscaba. Quizá en esta novela haya un residuo poético importante en la prosa, es cierto.

–Casi todos los personajes están vinculados con las artes visuales. Pero el más polémico y significativo es el joven Teddy Giles, uno de los artistas más celebrados del momento por sus polémicas performances en el SoHo. ¿Cuál es su posición sobre el arte de vanguardia?

–En el libro hay una variedad de puntos de vista, pero no coincido con la idiosincrasia de ese personaje, porque me parece que en definitiva es mucho más conservador de lo que aparenta o cree. Aunque hay posturas muy radicales, Giles es lo que se llamaría un “artista del vacío”, que está más cerca de la locura que del arte, y que está profundamente aburrido con la vida que lleva. Quizá por eso expone su cuerpo como materialidad y genera escándalos. Pero quise demostrar que este personaje no es un artista radical. Tengo una sensación extraña ante cierto tipo de vanguardias, me pregunto si lo que hacen es arte. No estoy convencida de que siempre lo sea. Lo interesante es que al haber una multiplicidad de perspectivas en la novela no impera una verdad unívoca e irrefutable en torno de los debates que entablan los personajes. Pero reconozco que hay artistas que elaboran obras muy interesantes e innovadoras que cruzan el arte con la locura.

–Usted confesó que escribió cuatro veces la novela. ¿Pensó en algún momento que estaba rozando la locura?

–(Se ríe.) Me la pasaba haciendo bocetos, escribiendo y profundizando en cuestiones que me podían angustiar mucho, y debo admitir que fue uno de los libros más difíciles que escribí. Pero es una buena sensación trabajar con lo que te espanta; cuanto más llegás al fondo de tus propios temores, al límite de tus emociones, el resultado, a la larga, es mejor. Me tomé mi tiempo para tratar de entender qué es lo que estaba buscando con este libro. Investigué mucho porque el personaje principal viene de una familia judía que nació en Berlín, entre los años ’20 y ’30, y forma parte de ese aluvión inmigratorio de judíos en Nueva York, como sé que sucedió algo similar también en la Argentina de esos años. Además busqué libros sobre historia de la histeria, porque Violet, otro de los personajes, escribe ensayos sobre el tema, pero también de enfermedades como la bulimia, la anorexia y todas las cuestiones vinculadas con los trastornos en la alimentación.

–¿Cómo fue plantando a los personajes?

–No tengo idea (risas). El disparador fue una imagen, porque mi imaginación es esencialmente visual: alguien abre una puerta de una habitación y se encuentra con una mujer muy gorda. En algún punto hay imágenes especulares de la vida de dos parejas. Me gustaba explorar la idea de los dobles del ser, pero no era consciente de todo esto cuando estaba escribiendo. Sólo sabía que quería un narrador maduro, que estuviera viviendo como en una suerte de exilio.

–¿Se parecen el lector y el espectador de arte? Al menos en buena parte del libro hay un tratamiento que tendería a asimilarlos.

–Siempre pensé mucho en esta cuestión. Hay una dialéctica entre el arte y la obra y el espectador o el lector. En ambos casos, tanto el lector como el espectador generan una cantidad de asociaciones con las imágenes o con las palabras, pero sabemos que no funcionan de igual modo porque el texto es definitivamente más abstracto que la imagen. Nosotros somos capaces de identificar imágenes porque tenemos el lenguaje, que crea las categorías para la aprehensión y para la percepción. En todas las artes prevalece una interacción sensorial básica, pero el arte, a diferencia de lo que señalan muchos críticos, no es el objeto artístico, el libro, la partitura sino la relación que se establece entre el objeto y el sujeto que lo percibe, y para mí es muy importante la subjetividad del espectador y la respuesta que da. En este sentido se parecen mucho.

–Podría interpretarse que uno de los planteos de la trama es la imposibilidad que tienen las personas que se aman de estar juntas, de convivir.

–¿Lo sintió con Leo y Erica o con todos?

–Más con ellos, pero un poco con todos, como si esa imposibilidad se fuera contagiando...

–Pero están juntos, claro que a su manera. Lo que sucede con Leo y Erica es que querrían recuperar lo que fueron, anhelan tener la vida que se les escurrió de las manos. Esto nos pasa a todos los seres humanos, y es lo que levanta un muro de distancia entre las parejas. El narrador ya no es una persona joven y a medida que envejece siente que pierde a las personas que ama. Este sentimiento de pérdida, que forma parte de la vida, es muy interesante de abordar en la literatura porque también forma parte de ella.

–¿Por qué le interesa la vejez como tema literario?

–De alguna manera vivir es también morir, sé que es un cliché, pero me gusta pensar en estas emociones primarias y reflexionar sobre las reacciones de las personas que se van acercando a la vejez. Hacer arte siempre es poder meterte en la cabeza del otro. El gran placer de la creación literaria es poder ser otros.

–Quizá lo que llama la atención es que la vejez suele preocuparles a los escritores que envejecen. Usted todavía es muy joven.

–Pero mi edad mental es aproximadamente de 80 años (risas), y la de mi marido de 30. Es una broma que solemos hacer con Paul sobre algunas de nuestras obsesiones literarias. El trabajo del escritor es muy solitario, pero la clave de la pareja está en no aburrirse, y como los dos somos escritores necesitamos distendernos de la rutina de la escritura. Valoro otras instancias de felicidad con Paul que exceden la literatura, como disfrutar de una buena copa de vino.

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