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Miércoles, 24 de enero de 2007

LITERATURA › A 40 AÑOS DE LA MUERTE DE OLIVERIO GIRONDO, UNO DE LOS MAS GRANDES POETAS ARGENTINOS

La realidad poética, sacada de sus moldes

El autor de En la masmédula subvirtió con violencia las convenciones del lenguaje. Vanguardista y provocador, Girondo descreía hasta de sus propias innovaciones. Desde su etapa “martinfierrista” hasta sus últimos días, siempre plasmó su voluntad de interpelar al mundo.

 Por Silvina Friera

Si “un poema –y sobre todo un libro de poemas– debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen”, en palabras de Oliverio Girondo, un poeta debe justificarse por la naturaleza de su obra, sin aniversarios que lo pontifiquen y lo reduzcan a una estampita inocua del canon de la literatura argentina. Claro que el asunto no es sencillo y se complica aún más porque la obra en cuestión desmanteló todas las categorías convencionales, se construyó a contrapelo de los moldes de la realidad y de sus gestos más previsibles, escapándose del lugar común y negándose a ser “sangre de estatua”. Hace 40 años moría el autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías, Espantapájaros y En la masmédula, entre otros.

Borges proporciona una de las claves por donde pasaría la vigencia del credo poético girondiano: la violencia de la subversión del lenguaje. “Es innegable que la eficacia de Girondo asusta –escribió en El tamaño de mi esperanza–. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre estaban conmigo. Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego, las estruja, las guarda”.

Del melodrama a la vanguardia

Girondo, el menor de cinco hermanos de una familia adinerada, nació en Buenos Aires el 17 de agosto de 1891. En 1900 viajó a París con sus padres y cursó estudios primarios en diversos centros europeos. Ya a los 15 años frecuentaba las principales tertulias literarias de Buenos Aires, como la del Hotel París, donde se reunían los colaboradores de la revista Caras y caretas, en la que conoció al poeta Baldomero Fernández Moreno. Escribió dos obras de teatro, una con René Zapata Quesada, La madrastra, “un melodrama infesto y maeterlinckiano”, según lo calificaba el poeta, que se estrenó en el teatro Apolo de Buenos Aires en 1915 (recientemente Simurg la incluyó en La diligencia). La otra, La comedia de todos los días, no se llegó a estrenar porque el actor se negó a decir, tras la palabra “estúpidos”, “como todos ustedes”, dirigiéndose al público.

Los dos primeros poemarios que publicó, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925), fueron, en un sentido literal, libros de viaje. El poeta “patea” el mundo, toca y retuerce el nervio de los lugares que recorre, devora y anota vivencias, como en el poema Apunte callejero: “Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda”. Girondo, como muchos que por origen y pertenencia social debían cumplir con el mandato de la carrera universitaria, le concedió a su familia el título de abogado a cambio de que le permitieran viajar. Y en esta primera etapa –entre los años ’20 y ’30– visitó varias ciudades europeas –Edimburgo, Brujas, Milán–, recorrió España y Egipto. De este viaje quedaron tres cuadernos de notas con poemas inéditos y una película donde se lo ve remontando el Nilo.

Enrique Molina afirmaba que los primeros poemas de Girondo son, en cierto sentido, realistas, “pero hay en ellos una manera particular de sacar a la realidad de sus moldes, de sorprenderla en gestos imprevistos, a tal punto que lo cotidiano adquiere una sorprendente novedad, una exaltación”. Basta tan solo con recordar un puñado de versos que dan cuenta de esta exaltación: “Los edificios saltan unos arriba de otros”, hay góndolas “con ritmo de cadera” o el sol “apergamina la epidermis de las camisas”. Sus primeros poemas, acompañados de bellas ilustraciones realizadas por el propio poeta, posicionaron a Girondo entre lo más avanzado de la vanguardia artística del idioma. Este gesto vanguardista se inició con la fundación de la editorial Proa, anterior a la revista del mismo nombre, y la revista Martín Fierro. El poeta redactó el célebre Manifiesto de Martín Fierro en donde señalaba la “necesidad imprescindible de definirse y de llamar a cuantos sean capaces de percibir que nos hallamos en presencia de una Nueva sensibilidad y de una Nueva comprensión, que, al ponernos de acuerdo con nosotros mismos, nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión”.

Humor negro y tremendismo

“Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido. Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.” Así comienza el poema en prosa número once de Espantapájaros, “una gran obra de poesía en prosa que desdeña el verso y se sostiene sólo por su propia naturaleza poética”, como la definió Molina en el prólogo del libro. “En este libro admirable –-ha dicho Ramón Gómez de la Serna– del que no ha hablado un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor del argentino. En Espantapájaros todas son invenciones de porvenir, y lo inventado en este libro aún no tiene nombre. ¿Quién ha podido superar esas imágenes? ¡Nadie! Es uno de los pocos libros que no recomendaré para los colegios, pero que ayuda a vivir”.

Ante la mediocridad de la realidad circundante, frente a la evidencia de la catástrofe, el poeta encuentra una válvula de escape en el humor, en la risa. “Todavía cuando llovizna, me duele la pierna izquierda que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el Museo de la Facultad de Medicina. Soy políglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa.” O esta condensación genial de humor y tremendismo: “Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro”. En 1932, cuando presentó este libro tan celebrado por Gómez de la Serna, el poeta organizó la propaganda en un coche fúnebre tirado por seis caballos, presidido por una réplica en papel maché del “académico” que el pintor José Bonomi dibujó en la portada del libro, publicado por la editorial Proa.

Lava volcánica de la masmédula

La versión definitiva de En la masmédula fue publicada por Losada en 1956. Los poemas penetran y ahondan el vértigo del espacio interior. Las palabras mismas dejan de separarse individualmente para fundirse en grupos, en otras unidades más complejas, en asociaciones fonéticas, que se transforman en “una lava volcánica, en una masa ígnea, fundidas a una alta temperatura, y cuya separación obedece ahora al ritmo, al impulso de la necesidad expresiva que las aglutina, en vez de estar determinada por su propia autonomía de sentido”, como advirtió Molina. En la sintaxis de uno de los poemas, Mi lumía, se puede encontrar el antecedente del gíglico de Cortázar. Este libro torbellino, en donde se jugó “una de las aventuras más audaces de la poesía moderna”, dejó estupefactos a sus propios amigos y aún hoy continúa asombrando. Sería el último que publicaría en vida. Junto con Molina tradujo Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, leyó los poemas de En la masmédula para el long-play que grabaron Arturo Cuadrado y Carlos A. Mazzanti y se sumergió en ese infierno doméstico de las secuelas que le dejó el accidente de tránsito que sufrió en 1961.

En Carta abierta a La Púa aparece condensado en un puñado de palabras y de imágenes el legado girondiano: “¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1071% veces más de lo que debieran publicar...? Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar”.

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Girondo murió en 1967, a los 75 años.
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