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Viernes, 10 de abril de 2009

CINE › NUNCA ES TARDE PARA AMAR, TRAGEDIA EROTICA DE ANDREAS DRESEN

Cuando el destino va tejiendo su tela

 Por Horacio Bernades

7

NUNCA ES TARDE PARA AMAR

Wolke 9, Alemania, 2008.

Dirección: Andreas Dresen.br> Guión: A. Dresen, Jörg Hauschild, Laila Stieler y Conny Ziesche.
Intérpretes: Ursula Werner, Horst Rehberg, Horst Westphal y Steffi Kühnert.
Estreno en formato de DVD proyectado, en los cines Arteplex (Centro, Belgrano y Caballito).

Estrenada en Argentina en proyección DVD y con título de bolero, de poster o libro de autoayuda, Wolke 9 (“Nube 9”, una expresión equivalente a “estar en la gloria”) produce una triple o cuádruple transgresión, tanto en relación con saberes adquiridos como con lo que la doxa social y el buen gusto prescriben. La película dirigida por Andreas Dresen (uno de los más estimables realizadores de la ex Alemania Oriental) no sólo gira alrededor del sexo en la tercera edad, sino que además lo muestra en abundancia. Pero además se trata de sexo extraconyugal. ¡Y encima ella, que tiene sesenta y pico, no se busca como amante a uno de veinte –lo que a esta altura podría llegar a ser tolerado, aunque más no sea por frecuencia de uso– sino uno que le lleva como diez años! Sin embargo, es posible que la mayor transgresión de Nunca es tarde para amar sea que nada de esto esté mostrado como transgresión, sino como algo natural.

Casi con la urgencia de un film porno, o de una comedia erótica adolescente, Dresen tira toda esa carne al asador ya en la primera escena, como para que el espectador tenga bien claro de qué va la cosa. Si los tiempos se corresponden con los del porno, no sucede lo mismo con el espíritu ni la mecánica de la escena, en la que el deseo y el cariño van atados. Modista “para afuera”, Inge (Ursula Werner, capaz de mostrarse pícara, tímida, frágil y resuelta, todo a la vez) visita a su cliente Werner (Horst Rehberg, setentón lleno de vitalidad) y, con la excusa de medirle un pantalón, lo fuerza a bajarse el que tiene puesto. Sobreviene una de las más auténticas, creíbles, plenas y encantadoras escenas de sexo del cine reciente, en la que Dresen no apunta a producir ningún rechazo, sino, por el contrario, a mostrar que el disfrute sexual es cuestión de disposición, antes que de edad.

Tampoco coincide demasiado con las expectativas la reacción de la hija de Inge, que en lugar de retar a la mamá, la festeja y estimula. Pero la mujer no puede con su genio: es demasiado franca y no sabe de subterfugios, de modo que terminará confesándole a su marido Karl (Horts Westphal, de sorprendente parecido al filósofo Gianni Vattimo) la relación con su cliente. A partir de allí, Dresen resigna originalidad, encaminando las cosas hacia el drama romántico en regla, con mujer infiel y culpable, marido celoso e intolerante y amante que espera. También en este punto importan menos las edades que los sentimientos. El problema es que se trata de sentimientos más trillados por el cine. Tanto, que el triángulo se dirige, como en un novelón del siglo XIX, a la tragedia.

Podrá achacársele a Dresen dejarse atrapar por convenciones de género, pero no da la impresión de que sea el moralismo el que organice la resolución. Si la cosa no termina bien, no parece producto de una voluntad de castigo a los amantes, sino de una doble imposibilidad por parte de la protagonista. La imposibilidad de engañar al ser querido, de mentirle, y la de dejar de quererlo. Lo cual la lleva a intentar una relación a dos puntas que no puede prosperar. Como en la anterior Verano en Berlín (exhibida aquí en alguno de los ciclos de cine alemán que suelen hacerse en el complejo Village Recoleta), Dresen se relaciona con sus criaturas de modo tan franco y directo como el que a ellas les sobra. Apuntando a que también el espectador se vincule de igual a igual, la puesta en escena borra sus propias marcas, de modo de tornarse invisible. Con alguna excepción, como ese plano en el que, en casa de Inge, la cámara sigue a la protagonista de una a otra habitación, desde una posición fija y sacándole el jugo al fuera de campo. Un fuera de campo que, tal como la tradición del melodrama aconseja, prenuncia la tragedia, sugiriendo que el destino ya teje su tela.

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