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Jueves, 14 de mayo de 2009

CINE › LA SANGRE BROTA, DIRIGIDA POR PABLO FENDRIK

Esferas de una violencia reprimida

En el segundo largometraje del cineasta, todas las relaciones, no sólo las familiares, parecen estar bajo el efecto de una o varias formas de infección. Por detrás se adivina un país del subempleo, la reparación y el reciclado permanente.

 Por Horacio Bernades

¿Pablo Fendrik, cineasta de la violencia, la inquietud, lo que no encaja? Premiada en abril de 2007 en el Bafici, presentada al mes siguiente en la Semana de la Crítica de Cannes y estrenada en Buenos Aires unas semanas atrás, la ópera prima de Fendrik, El asaltante, tiene por protagonista a un representante de la civilidad por excelencia, un director de escuela, a quien la desesperación o la ambición ponen del lado de la ilegalidad. Ahora, en La sangre brota –presentada también en la Semana de la Crítica, en mayo del año pasado– el espectro se amplía, pasando de la esfera individual a la familiar y social. La violencia reprimida se extiende como mancha de aceite, dando por resultado una entropía generalizada, que si no estalla por un lado lo hará por otro. Indefectiblemente.

Como entes separados: así circulan a lo largo de toda la película los miembros de la familia protagónica, como si supieran que es mejor evitarse. Parco, como embotado, de hablar tan formal que se vuelve irritante, Arturo (Arturo Goetz, protagonista de El asaltante) parece estar contando siempre hasta diez. Su manera de hacerlo es escuchar un casete con técnicas de autorrelajación, que pone en la casetera del taxi cada vez que sale a buscar clientes. El caserón en el que vive indica que, como su par de El asaltante, el hombre debe haber vivido tiempos mejores. Su mujer, la muy tensa Irene (Stella Galazzi), es jugadora profesional de bridge y se apresta a competir en un torneo sudamericano. Con su campera de cuero, el pelo llovido y gesto desdeñoso, Leandro, hijo de ambos (Nahuel Pérez Biscayart), parecería posar de salvaje. Si en algún punto convergen Arturo, Irene y Leandro es en la caja fuerte, que los padres guardan en un cajón de la cómoda y a la que el hijo le tiene ganas. Su contenido le permitiría llegar a Estados Unidos, donde vive su hermano. Leandro no sabe que el hermano se quiere volver.

Todas las relaciones de La sangre brota, no sólo las familiares, parecen estar bajo el efecto de una o varias formas de infección. Ramiro, el hermano ausente, le pide al padre dos mil dólares para volver, pero la madre no quiere saber nada. Un tal McEnroe, jugador compulsivo (el siempre magnífico Guillermo Arengo), le encarga a Arturo que retire para él unos sospechosos paquetitos, guardados bajo llave en lockers del hipódromo. “¿Nunca oíste hablar de Ciudad del Este?”, se extraña la novia de McEnroe, que va y viene de allí. Vanesa, quinceañera a la que Leandro se quiere levantar (Ailín Salas, de poderosa presencia), se prostituye con un vecino, casi como en un juego infantil, “para ayudar” a una mujer con un bebé a cuestas. Celosa de la relación de Leandro con Vanesa, su novia primero intenta envenenar a la competidora, y después se echa un furioso polvo con su mejor amigo. En un incidente colateral, un taxista muele a palos a un pasajero de Arturo, dejándolo ensangrentado sobre la calle. Es sólo una prefiguración de lo que sobre el final sucederá entre familiares.

Por detrás se adivina un país del subempleo, la reparación y el reciclado, representado por el taxi de Arturo, las roídas paredes de su casa, el taller de compostura de zapatos en el que trabaja el amigo de Leandro o el negocio de arreglo de celulares donde lo hace el vecino y “cliente” de Vanesa. Con saludable heterodoxia, Fendrik (Buenos Aires, 1973) no se aferra el sistema de planos secuencia, seguimientos y cámara en mano al que le había sacado todo el jugo en El asaltante, y que aquí reserva sólo para un par de escenas. Trocando a un notable director de fotografía por otro (allí, Cobi Migliora; aquí, Julián Apezteguía), en La sangre brota Fendrik prefiere el corte, la discontinuidad, el brusco salto de raccord, instalando el desajuste en la propia puesta en escena. En algunos encuadres el sol golpea de frente, pero el choque no se limita a lo visual. En la banda de sonido, un tema new age es interrumpido por un riff de guitarras sucias, y éste por el silencio.

En ocasiones la violencia se gesta de modo larvado, consecuencia de una larga represión. En otras es la irracionalidad absoluta, el estallido extemporáneo. Como cuando una chica trueca un beso por un mordisco sangriento, dando la sensación de que ni ella misma sabe por qué lo hizo. Entre la represión y la sinrazón, entre la decadencia y la pauperización, entre el choque y el desajuste, entre la new age y el guitarrazo, tal vez el país en el que transcurre La sangre brota tenga nombre y se llame Argentina.

8-LA SANGRE BROTA

Argentina/Francia/Alemania, 2008.

Dirección y guión: Pablo Fendrik.

Fotografía: Julián Apezteguía.

Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Arturo Goetz, Guillermo Arengo, Stella Galazzi, Ailín Salas, Guadalupe Docampo y Verónica Hassan.

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El film transcurre entre la represión y la sinrazón, entre la decadencia y la pauperización.
 
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