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Sábado, 11 de diciembre de 2010

CINE › LA DOLCE VITA, CON LA EDICIóN DE MAñANA DE PáGINA/12. Y EL 9 DE ENERO, 8 Y ½

Roma, la noche, el ruido, la soledad

A medio siglo de su estreno en el Festival de Cannes, donde se consagró con la Palma de Oro, la mítica película de Federico Fellini, protagonizada por el gran Marcello Mastroianni, sigue impresionando por su retrato de un hombre perdido en sí mismo.

 Por Luciano Monteagudo

“Sos la primera mujer del primer día de la creación; la madre, la hermana, la amante, la amiga, el ángel, el demonio, la tierra, la casa. Eso sos: la casa.” La noche es larga, Marcello está un poco borracho, de alcohol y de lujuria, y abraza como puede a esa sueca enorme que le desborda los brazos. La música es errática, tanto como el ambiente, ese foro romano travestido de salón de fiestas de lujo, con unas antorchas que iluminan un espectáculo que se quiere alegre y resulta apenas triste. Pero en ese estado que parece arrancado de la frontera entre la vigilia y el sueño, Marcello habla con la verdad: todo lo que busca a lo largo de las casi tres horas de La dolce vita, en ese largo recorrido que va de la rumorosa Via Veneto al tenue amanecer en una playa de Ostia, es eso: una casa, un lugar de pertenencia, un refugio donde guarecerse de la frivolidad y el hastío.

Es curioso, pero La dolce vita debe ser uno de los clásicos del cine más citados y, al mismo tiempo, paradójicamente, menos frecuentados, quizá porque se la da siempre por sabida, aunque más no sea por el recuerdo del gran Mastroianni rescatando de la Fontana di Trevi a la inmensa Anita Ekberg, una escena icónica como pocas en la cultura del siglo XX. Vista hoy, a medio siglo de su estreno en el Festival de Cannes, donde se consagró con la Palma de Oro, la película por supuesto impresiona menos por aquello que en su época causó escándalo que por lo que sigue teniendo de moderno, de actual, de eterno. Las orgías que tanto escandalizaron al Vaticano y a la Democracia Cristiana, que en su momento intentó censurarlas, lucen hoy no sólo fechadas, sino también ingenuas, simpáticas, incluso tiernas. Quizá nunca fueron otra cosa, sabiendo que, en el fondo, Federico Fellini nunca tuvo nada de perverso, nunca dejó de ser un niño deslumbrado y a la vez afligido por el circo. En cambio, la soledad del personaje de Marcello –ese periodista que preferiría vivir él mismo una primicia antes que tener que dar cuenta de las de los demás– crece, asciende, se agiganta. Permanentemente rodeado de gente, envuelto en una nube de fotógrafos –los famosos papara-zzi que inventó la película–, acosado por un enjambre de mujeres que reclaman su compañía, está siempre, esencial, irremediablemente solo.

Y no se soporta sí mismo. Como le dice la fiel Emma, que lo quiere y lo asfixia como una madre (la espléndida –aún doblada al italiano– Yvonne Furneaux, una actriz que luego desapareció del mapa del cine): “Siempre estás ansioso, insatisfecho. ¿De qué tenés miedo?”. Y Marcello, que en la película se apellida Rubini, pero todos sabemos que es también, en primer lugar, Mastroianni, y además, en segundo término, también Fellini, no sabe qué responderle. Apenas si atina a arrancar furiosamente su pequeño sport convertible y a perderse en la inmensidad de la noche.

La noche es un motivo recurrente en La dolce vita, no sólo como reflejo de la vida rumbosa de su protagonista, sino también como arcano, enigma, misterio. La noche siempre surcada por unos reflectores que parecen querer competir con las estrellas y que hacen de Roma un gran estudio de cine, un evidente decorado, surgido de esa colosal carpa de circo que Fellini encontró en Cinecittà, para jugar a su antojo. De noche tienen lugar las escenas más oníricas de La dolce vita: la Ekberg, como una encarnación de la loba romana, aullándole a la luna y despertando de su sueño a toda una jauría; o la elegante Anouk Aimée llegando con su cochazo descapotable a una barriada miserable, que en la cruda iluminación de Otello Martelli luce como un cuadro surrealista de Giorgio de Chirico. Y de noche alcanza su clímax un episodio injustamente olvidado y que quizá sea el mejor de toda la película, el más virtuoso en términos de puesta en escena: cuando Marcello va a cubrir un supuesto milagro y de pronto una tormenta feroz dispersa a la multitud de creyentes y curiosos reunida alrededor del predio donde se habría aparecido la Virgen y hace explotar los focos de la televisión, que venía armando su show obsceno con el caso.

En esa escena queda también atrás, de una vez y para siempre, el neorrealismo a la manera de De Sica y Zavattini. Con su artificiosidad, con sus desbordes, con sus excesos, La dolce vita corta deliberadamente el cordón umbilical que todavía unía a Fellini (cada vez más débilmente, es cierto) con sus predecesores. A un cine esencialmente diurno, Fellini le opone la noche, a la vigilia el sueño, a la realidad la fantasía. “¿El neorrealismo está vivo o muerto?”, le preguntan los periodistas a la diva sueca, que llega a Roma para protagonizar uno de esos peplums tan comunes en aquella época. Y el traductor, le sopla, por las dudas: “Diga que está vivo”. Para Fellini, claro, el neorrealismo está muerto. Pero ésa es quizá también parte de la angustia que expresa La dolce vita: Fellini –que fue guionista de Roma, ciudad abierta y de Paisá, de Rossellini– también se siente ansioso e insatisfecho, como su protagonista. Habiendo dejado atrás el paese del neorrealismo, él también, como Marcello, se siente solo y desamparado. Y busca un refugio, una casa. Junto a su inseparable Mastroianni, la encontrará en su película siguiente, la confesional 8 y ½ (1963). Y será, de una vez y para siempre, Cinecittà, con sus luces y sus sombras. Pero ésa ya es otra historia.

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Federico Fellini nunca dejó de ser un niño deslumbrado y a la vez afligido por el circo.
 
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