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Jueves, 6 de junio de 2013

CINE › SAMURáI, DE GASPAR SCHEUER, CON NICOLáS NAKAYAMA Y ALEJANDRO AWADA

La primera contraofensiva fue japonesa

Cine argentino con diálogos en japonés, la ganadora del premio al mejor film nacional en el último Festival de Mar del Plata es una extraña –y no siempre lograda– cruza entre western gauchesco y película de samuráis, que sueñan con volver al poder.

 Por Horacio Bernades

¿Fue el gaucho matrero algo parecido a un samurái? ¿Un guerrero solitario y proscripto, atado a inquebrantables códigos de honor? Esa pregunta se habrá hecho, en su momento, Leonardo Favio, cuya primera opción de intérprete para Juan Moreira fue un inimaginable Toshiro Mifune. La misma cuestión subyace en Samurai, opus 2 de Gaspar Scheuer (1971), cuya El desierto negro participó, un lustro atrás, de la Competencia Internacional del Bafici. En la gacetilla de prensa, Scheuer comenta dos cosas: que vivió buena parte de su infancia en el campo y que le interesan los cruces entre historia y ficción. Ambos asuntos eran perceptibles en su primera película, suerte de western gauchesco, y vuelven a serlo en Samurái, que transcurre en el interior argentino a fines del siglo XIX. La curiosidad es que en este caso el protagonista, Takeo, es un muchacho japonés, que atraviesa los campos de San Luis con su quimono y su katana. Y obliga al uso de subtítulos, en las escenas en las que aparece en familia. Cine argentino con diálogos en japonés: Samurái, ganadora del premio a Mejor película argentina en el último Festival de Mar del Plata, no es una película típica.

Coautor del guión, Scheuer se basa en el mismo episodio que inspiró El último samurái (2003): la rebelión que en 1877 el guerrero Saigo Takasuma llevó adelante contra el emperador. Rebelión en la que samuráis armados con las espadas de la tradición pelearon contra un ejército que ya había incorporado las armas de fuego. Aquí, esa referencia histórica se detalla en los característicos carteles del comienzo, que dan contexto a un dato no tan real, aunque no necesariamente imposible: la migración de una familia japonesa, encabezada por el abuelo –ex samurái derrotado– a la remotísima Argentina. Al abuelo lo anima una leyenda, según la cual Saigo habría buscado refugio más allá de las pampas, tal vez con la secreta intención de preparar una contraofensiva restauradora.

Muerto el anciano, su nieto Takeo (Nicolás Nakayama) decide cumplir su sueño, yendo en busca del esquivo líder. Como en un western, Samurái sigue el periplo del protagonista, organizando el relato como escalonamiento de episodios. De éstos, el más consistente en términos dramáticos es el del conocimiento y amistad de Takeo y un tal Higinio Santos, a quien el gauchaje apoda Poncho Negro (Alejandro Awada). Suerte de residuo histórico, a Higinio lo reclutó el ejército mitrista para combatir en la guerra del Paraguay, volviendo del frente como un Cándido López al cuadrado: no con un brazo menos, sino con dos. Su lógico antimilitarismo se verá reactualizado por la presencia de un coronel aristocrático, europeizante y genocida, encarnación del proyecto liberal de los ’80. Ese militar-terrateniente prenuncia la ética que, un siglo exacto más tarde, llevaría a sus descendientes no sólo a exterminar al enemigo, sino a robarle sus pertenencias.

La otra notoria extrapolación histórica es ese “Saigo vuelve” que en algún momento alguien enuncia. ¿Tiene acaso esa cita alguna relación con la contraofensiva que el viejo samurái podría estar preparando? Daría la impresión de que esas asociaciones no tienen mayor relevancia que la ocurrencia más o menos lúdica. La sensación es que Samurái en su totalidad tiene algo de pista falsa, de promesa no del todo cumplida. Como si el guiso no hubiera salido tan sabroso como lo que sus ingredientes hacían paladear. Los datos históricos, si bien presentes, parecen circular en un universo paralelo, que no termina de encarnar, al tiempo que los elementos dramáticos no son explotados a fondo.

La condición de manco de Higinio en un mundo completamente manual, por ejemplo (un mundo de riendas, de armas, de azadas), hace de él un tipo sufriente, y Alejandro Awada sabe transmitir esa condición. Sin embargo, su Poncho Negro no llega a convertirse en un trágico o un cómico, dos posibilidades que estaban, con perdón por la expresión, al alcance de la mano. Algo semejante, pero más acusado, sucede con los personajes de Agustina Muñoz y Norma Argentina, que pasan sin dejar mayor huella. Es como si Samurái fuera una idea que se materializa más en términos paisajísticos y fotográficos (dos vicios que lastraban mucho más notoriamente la previa El desierto negro) que dramáticos, narrativos o sensoriales.

6-SAMURAI Argentina/Francia, 2012.

Dirección: Gaspar Scheuer.

Guión: Fernando Regueira y G. Scheuer.

Fotografía: Jorge Crespo.

Música: Ezequiel Menalled.

Intérpretes: Nicolás Nakayama, Alejandro Awada, Agustina Muñoz, Jorge Takashima, Gustavo Machado, Norma Argentina.

Se exhibe en cines Artemultiplex Belgrano y Malba.

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Higinio Santos, a quien el gauchaje apoda Poncho Negro (Alejandro Awada), y su compañero Takeo (Nicolás Nakayama).
 
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