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Jueves, 19 de octubre de 2006

CINE › “EL ILUSIONISTA”, CON EDWARD NORTON

Una magia para adultos capaz de vencer la incredulidad

 Por H. B.

7

EL ILUSIONISTA
(The Illusionist) EE.UU., 2006.

Dirección y guión: Neil Burger, basado en un cuento de Steven Millhauser.
Música: Philip Glass.
Intérpretes: Edward Norton, Paul Giamatti, Jessica Biel y Rufus Sewell.

El éxito de la magia para niños de Harry Potter parecería estar impulsando un nuevo auge de la magia cinematográfica para adultos. Así lo hace pensar El ilusionista que, como la inminente The Prestige (nuevo film de Christopher Nolan, director de Memento), transcurre en Europa a comienzos de siglo pasado, cuando al calor de ferias, parques de diversiones y teatros, la prestidigitación constituía una de las grandes atracciones. En verdad, el empuje de la magia-para-adultos parece provenir de la literatura antes que del cine: así como la nueva película de Nolan se basa en una novela del británico Christopher Priest, El ilusionista tiene como fuente un cuento del neoyorquino Steven Millhauser. Tratándose de un tema en el que la ilusión lo es todo, se diría que un arte tan material como el cine debería estar en desventaja a la hora de generar aquella suspensión de la incredulidad sin la cual no hay ficción que prospere.

Y sin embargo, El ilusionista se las arregla muy bien para tener al espectador preguntándose, durante toda la película, si lo que tiene ante él es un farsante o alguna clase de superdotado. Bueno, durante toda la película no. Hay un minuto, el último, en el que la ambigüedad se deshace en el aire y todo se vuelve demasiado explicado y unidimensional, demasiado terrenal y prosaico. La historia transcurre en la Viena del Imperio Austrohúngaro, a comienzos del siglo XX. Hasta allí llega un desconocido que se hace llamar Eisenheim (el reaparecido Edward Norton), capaz de hacer crecer un árbol de naranjas en escena con sólo tirar una semilla sobre una maceta. El conspirador príncipe Leopold (Rufus Sewell) recela la creciente popularidad del superchero, por lo cual pondrá a vigilarlo a Uhl, inspector de policía casi a su exclusivo servicio (Paul Giamatti, invistiendo al comisario de una pompa que lo hace parecer Christopher Plummer). La rivalidad entre uno y otro no hará más que crecer, porque sucede (¡oh, Divina Coincidencia!) que Sophie, bella prometida del príncipe (Jessica Biel), no es otra que el amor de infancia del mago.

El momento más bello de este cruce entre Sissi, Los 39 escalones y Los sospechosos de siempre es aquel en el que Eisenheim –más pariente de Méliès que de Eisenstein, a pesar de lo que el apellido pueda sugerir– hace desaparecer a Sophie sobre tablas, entre efluvios vaporosos. Allí y en algún otro momento visualmente inspirado, el director y guionista Neil Burger (ésta es su segunda película) logra insuflar, en el ultrarracionalista espectador contemporáneo, una sugestión semejante a la que auditorios de hace un siglo habrán experimentado, frente a apariciones y desapariciones en escena. Recurriendo a los viejos trucos de la sobreimpresión y la proyección inversa, Burger zafa de la hipervisibilidad impuesta por las Industrias Potter, trocando espectacularidad digital por lirismo fantasmal. No siempre sucede y de hecho hay escenas, como la de la iniciación del pequeño Aaron a manos de un mago de caminos, que están más cerca de la falsa magia digital que del cine de fantasmas.

En su linealidad de novela clásica, en su elección de una total sobriedad expositiva, en su renuncia a toda ironía o doble sentido (salvo al consagrar el triunfo de la maquinación, lo cual revela una sensibilidad netamente contemporánea), en su narración sin el menor sobresalto o manierismo, El ilusionista constituye una verdadera curiosidad. Una película tan anacrónica que parecería filmada apenas unos años después del momento en que la acción transcurre. ¿Está mal eso? Para nada, porque, en su distanciamiento ligeramente cool respecto de lo que narra, Burger da toda la sensación de haber elegido conscientemente el anacronismo, como quien selecciona una camisa del guardarropas. El resultado es una película que se sigue en estado de leve encantamiento. Así les habrá sucedido a quienes vieron a Houdini, en vivo, deshacerse de mil cadenas de hierro forjado como si nada.

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En su narración sin el menor sobresalto o manierismo, El ilusionista constituye una verdadera curiosidad.
 
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