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Martes, 6 de octubre de 2009

PLASTICA › OPINIóN

Veinticinco años de una usina cultural

 Por Fabián Lebenglik

El Rojas, desde su nacimiento, ha sido un espacio de circulación, experimentación y producción de lo nuevo. Entre la alta cultura y el barrio, sin olvidar su pertenencia universitaria un tanto a contrapelo, por el Rojas ha venido pasando todo un universo de prácticas e ideas que exceden a la universidad. En principio porque la “naturaleza” del Centro Cultural Rojas –parida caóticamente, a fuerza de originalidad y creatividad– está más cerca de las prácticas artísticas que de las académicas, más cerca de la experimentación, de la prueba y el error –o el acierto–, que de la certeza y el encuadramiento curricular.

Durante el menemato, mientras la medida de todas las cosas era la lógica del mercado y del dinero –que, gracias a un pertinaz debilitamiento del Estado y de una demoledora corrupción, impuso un “disciplinamiento” despiadado–, el espacio que el Rojas había logrado abrir ganó la partida, a pesar de los continuos embates que fueron desfinanciando a la universidad pública. Creado en el marco de la Extensión Universitaria –un concepto tan noble como difuso, según el cual los redactores del Estatuto Universitario buscaron que la universidad pública extendiera los saberes del claustro hacia el resto de la sociedad–, el Rojas cumple, en realidad, con una extensión de ida y vuelta. En la raíz del funcionamiento universitario –no en sus prácticas políticas, generalmente mezquinas– está el pensamiento libre y desprejuiciado que anima la existencia de este centro cultural. Y ésa podría ser la doble afirmación programática de la institución: libertad y desprejuicio.

El Centro Rojas, sin dudas, ha hecho historia en la trama cultural argentina y viene funcionando como un semillero artístico. Tanto desde sus cursos, seminarios y talleres –con la oferta de enseñanza artística, no formal, “extensionista” y de divulgación, más rica y variada de la Argentina– como desde sus mismas prácticas artísticas –teatro, danza, artes visuales, literatura, poesía, música, cine, video...–, esa trama viene creciendo sin pausa y de manera continua.

La imagen muchas veces caótica del Rojas, de laboratorio cultural, se debe a su riqueza inclasificable. El crecimiento resulta evidente porque el Rojas es un multiplicador de públicos y de saberes, y esto es lo que lo renueva permanentemente. La interacción dinámica entre la sociedad y el centro cultural de la universidad genera una institución expansiva, que tiende al desborde y la ebullición.

Como resultado de que el Rojas es un espacio cultural vivo muy original y en continua renovación, dio lugar a una gran cantidad de módicas imitaciones que con mayor o menor fortuna repiten algunos aspectos del modo de gestión, toman como modelo los cursos que se dictan en el centro; programan a posteriori los mismos ciclos, seminarios, talleres, eventos y artistas... Esta permanente emulación es un punto a favor del centro, una presión muy positiva que obliga a estar siempre afilados para mejorar, innovar, producir nuevas propuestas y nuevos públicos.

La impronta universitaria se logra, en principio, con una lógica afín: reflexionar sobre las cosas que se producen, presentan, discuten y circulan en el centro cultural. No hay una pura práctica sino una combinación entre acción y reflexión, una búsqueda de sentido. Es decir, no sólo se muestran cosas sino que se piensa sobre lo que se muestra y cómo se muestra, fuera de cualquier gesto compulsivo.

Toda esta energía creativa conforma una suerte de “maquinaria” cultural y creativa, única en el panorama local, donde se conectan sociedad y universidad, universidad y sociedad, para poner en marcha la usina del Rojas.

* Ex director del Centro Cultural Rojas entre 2002 y 2006. Fragmento del texto incluido en el libro homenaje por los 25 años del Rojas.

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