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Miércoles, 12 de febrero de 2014

LITERATURA › OPINIóN

Una mano que da vuelta la hoja

 Por Esther Cross *

Para mí Cortázar fue el puente entre Borges, inalcanzable, y el deseo de escribir. Hay escritores que habilitan el pasaje del deseo a la escritura, así como otros pueden bloquearlo –quizá porque su obra los vuelve intimidantes–. En 1978, en el colegio, después de Borges leímos Final del juego. Fue como entrar en una casa nueva y reconocerla, todo a la vez. Ahí tenía un maestro, un genio, y podía leerlo de igual a igual, tuteándolo. Sentí esa cercanía, sentí eso. Pienso en Cortázar y salta enseguida la frase de Arlt, un cross a la mandíbula, porque ése fue el efecto de sus cuentos. El impacto persiste. En mi lista de cuentos fundacionales están “Casa tomada”, “La autopista del Sur”, “La señorita Cora” y “La noche de Mantequilla”, cuentos que, encima, sólo puedo definir como cortazarianos. Cortázar es un escritor que se explica a sí mismo, el padre joven de tantos pese a las diferencias generacionales.

En los cuentos de Cortázar había una fuerza diferente. El dominio del lenguaje se igualaba con una gran libertad. Era como si dijera: estoy en posesión, ahora hago lo que quiero. Es lo que hacen los grandes, pero qué bien le salía a él. Daban ganas de las dos cosas, de improvisar sobre la base y tener base, saber y mandarse. Tenía esa luz de lo nuevo que llega para quedarse, ya se sentía. Era un maestro y era moderno, como si hubiera hecho jazz en la escritura, por eso de música elaborada y suelta que tiene el jazz en simultáneo. No soy fan de Rayuela pero, aunque a destiempo por la edad, la leí con ganas, por mérito de Cortázar, que despertaba curiosidad y predisposición, tenía una visión de la vida y la participaba. Su Maga había invadido la vida cotidiana, como Holden Caulfield en el Estados Unidos de posguerra. Sé que es un dato ajeno a lo literario, pero lo señalo porque, como dijo Abelardo Castillo, “estos desplazamientos de la realidad son el triunfo de su literatura”.

Cuando entré a su taller, Grillo della Paolera, traductor excelente, nos hacía leer a Poe traducido por Cortázar. Esa fue otra gran revelación. También recuerdo que Grillo pescó un descuido de Cortázar al traducir el verso de Dylan Thomas en “El perseguidor”, pero lo comentaba con respeto: era un lapsus del escritor embalado con el ritmo de su historia. Grillo no le dedicaba su atención a cualquiera. Se había hecho amigo de Borges viajando en tren a Adrogué, hacía muchos años, cuando le comentó un error de cálculo en el inicio de “La biblioteca de Babel”. Una vez por año, Borges iba al taller. Los menos tímidos hacían preguntas sobre escribir. En la parte de los comentarios sobre otros escritores, se salvaban muy pocos. Pero cuando le preguntaron por Cortázar, Borges dijo: “He leído un solo cuento de él. Fue el primer cuento que publicó en Buenos Aires. Yo dirigía una revista”, se llamaba Los Anales de Buenos Aires. Vino a verme un muchacho y me dijo: ‘Le traigo un cuento, quisiera que me diga qué le parece’. Yo le dije: ‘Bueno, vuelva dentro de una semana; no, vuelva dentro de diez días, ya lo habré leído’. Pero él vino una semana después y me preguntó qué había pasado. Le contesté: ‘Bueno, tengo dos motivos para alegrarlo; su cuento está en prensa y mi hermana Norah va a ilustrarlo; me parece un excelente cuento’. Ese cuento se llamaba ‘Casa tomada’”.

Cortázar era muy joven cuando le llevó el cuento a Borges. Fue, golpeó la puerta y entró. Tuvo la gentileza de dejar la puerta abierta para los que seguían, con informalidad y nivel. De él puedo decir lo mismo que Bruno dice de Johnny Carter: pasó como una mano que da vuelta la hoja. Las cosas no hubieran sido iguales sin él.

* Escritora.

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