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Martes, 9 de agosto de 2005

Textual

Dostoievski era epiléptico y concebía la literatura (y la vida, que en él son la misma y exacta cosa) como si se tratara de un cuerpo arrasado por la epilepsia: la epilepsia es la respuesta a la belleza, es la descarga eléctrica de un cuerpo frente a las certezas y frente a lo inefable y frente a lo inabarcable. La escritura de Dostoievski es epiléptica. La calma es sólo el espacio entre dos crisis, y esa misma calma guarda dentro suyo el dolor de la crisis pasada y el peligro de la futura. La escritura de Dostoievski es una superficie áspera que se resiente frente al tacto y se repliega buscando el centro que está muchas veces ligado a la religión. Su religión era la de Cristo o la de la búsqueda de Cristo: en Cristo, Dostoievski encontró el signo de la verdad irrefutable. Nada había en Cristo que lo desviase de la verdad; pero para llegar a aquella certeza Dostoievski supo preguntarse casi todo acerca de la naturaleza de ese hombre devenido en emblema del sufrimiento. Dostoievski supo llegar a la esencia de ese Cristo que es –también– el Cristo de Tarkovski y aquel que plasmó Rubliov en sus iconos, el que atrapó a Tolstoi en sus últimos años y el que supieron negar –como buenos discípulos– Gorki y Meyerhold: aquel Cristo que Dostoievski descubrió en la tela de Holbein en un museo de Basilea, aquel mismo Cristo que lo llevó a escribir –sobre el exacto fin de su existencia– aquella parábola enorme y definitiva que es La leyenda del gran inquisidor. Aquella compañía, aquella obsesión atravesó su obra de comienzo a fin y sirvió para que sus detractores lo tildaran de reaccionario o eslavófilo (en los tiempos en donde aquellas peleas entre occidentalistas y eslavófilos llevaban a ciertos hombres a ser pasados por las armas: Dostoievski formó parte –siendo muy joven– de un grupo de occidentalistas y su destino fue un pelotón de fusilamiento del que lo supo arrancar, sobre el momento final, un edicto perverso del zar que condonaba aquella pena intercambiándola por cuatro años de trabajos forzados en Siberia. Pero lo cierto es que aquel camino que llevó a Dostoievski a pensar a Cristo (como lo expresa un inexorable libro de Joseph Beuys) fue el motor de sus grandes creaciones, el fluido invisible que atraviesa esos cuerpos heridos y atormentados que él entrevió entre ideas y cicatrices; Cristo es en Dostoievski la causa de la escritura y el fin último de todas sus preguntas. Sólo el dolor homologa al hombre con Cristo; todo lo demás pertenece al paraíso. Y el paraíso está –definitivamente– perdido.

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