futuro

Sábado, 11 de septiembre de 2004

HISTORIA DE LA MEDICINA NUCLEAR

Enrique Garabetyan

Pocas veces ocurre en medicina que determinada especialidad logre ostentar una fecha de nacimiento cierta. E incluso más arduo todavía es poder atribuir con razonable convicción su paternidad. Pues bien, exactamente eso es lo que ocurre con la medicina nuclear: su fecha de natalicio puede ser rastreada hasta el 26 de febrero de 1896 y don Antoine Henri Becquerel es el mejor candidato a progenitor. ¿Por qué? Pues porque este físico francés comprobó, gracias a una herencia y al oscuro invierno parisino, que ciertos materiales emitían una radiación desconocida. Años más tarde, su discípula Marie Curie denominaría al fenómeno “radioactividad”.
Ahora bien, ¿qué engloba exactamente esta particular cruza entre física y medicina? El consenso elige definirla como la rama que emplea isótopos radiactivos, radiaciones nucleares, las variaciones electromagnéticas de los componentes del átomo y otras técnicas biofísicas, tanto en prevención como en diagnóstico y, por supuesto, la terapéutica. Su “fuerte” es la detección de alteraciones celulares mucho antes de que la enfermedad muestre sus síntomas.
Pero volviendo a su corta, aunque copiosa, historia, el descubrimiento de Becquerel sólo fue posible gracias a un hecho ocurrido un puñado de meses antes. A fines de 1895, Wilhelm Röntgen se había topado con los Rayos X. El fenómeno se convirtió de inmediato en el tema “hot” de la física del momento y Becquerel, que había trabajado sobre fluorescencia, se preguntó si no habría alguna conexión entre los flamantes rayos de Röntgen y su viejo tema. En su gabinete guardaba sales de uranio, heredadas de su padre, también físico. Estas, expuestas a luz intensa, resplandecían, por lo que las puso en acción experimental. Pero en la invernal tarde del 26 de febrero, a falta de buenos rayos solares capaces de excitar al material, Becquerel decidió guardar en un cajón sus muestras junto a las placas. El final es conocido: días más tarde, descubrió que el uranio emitía naturalmente un tipo de radiación muy diferente de los jóvenes Rayos X.
En los meses siguientes, Becquerel publicó siete “papers” sobre su radiación. Pero, como suele ocurrir, el mundo científico no le dio demasiada importancia y durante dos años apenas si aparecieron un par de trabajos. De hecho, el fenómeno recién sería bautizado “radiactividad” en 1898, gracias a los esposos Curie.
Sin embargo, estaba escrito que la paternidad de la medicina nuclear debía recaer en Becquerel. En un informe publicado en 1901, escribió que luego de llevar durante días en el bolsillo del chaleco una muestra del recién descubierto “radio” la piel del pecho se le enrojeció y ulceró. En poco tiempo, los dermatólogos franceses Alexandre Danlos y Eugene Bloch ensayaban los efectos terapéuticos de colocar radio sobres las lesiones cutáneas causadas por la tuberculosis. Y en 1903, mientras Becquerel y los Curie compartían su Nobel, el conocido inventor telefónico Alexander Graham Bell sugirió colocar finos tubos de vidrio conteniendo radio sobre una masa tumoral, idea atrevida pero no particularmente original.
A partir de entonces, los experimentos con radiactividad comenzaron a proliferar y en 1913 Frederick Proescher escribió sobre el uso intravenoso del radio en varias afecciones. Lo cierto es que la radiación parecía benéfica. Y era inevitable asociarle efectos saludables. Eso ayuda a entender que por esa época un tal C. Davis escribiera en el American Journal of Clinical Medicine que “la radioactividad previene las enfermedades, aumenta las emociones nobles, retrasa el envejecimiento y genera una espléndida y juvenil vida”. Y también explica la existencia, en diversas localidades de Europa, de lujosos Spa que ofrecían baños de aguas “levemente radioactivas” y tratamiento varios respirando “el saludable aire con elevados índices de radón” en galerías subterráneas. Lo curioso es que estos sitios no sólo fueron un éxito durante la Belle Epoque, sino que aún hoy ofrecen sus servicios curativos para decenas de afecciones, como puede comprobarse con una somera búsqueda en Internet. Con estos antecedentes presuntamente saludables, era lógico que en Estados Unidos el entrepreneur William Bailey diera el siguiente paso. Que fue en falso.

EL CURALOTODO EMBOTELLADO
A fines de marzo de 1932, The New York Times titulaba “Byers muere por envenenamiento de radio”. Eben Byers, rico magnate, saludable playboy y reconocido deportista, padecía un síndrome misterioso y falleció pesando apenas 40 kilos, con sus huesos destruidos. Su declinación física había comenzado en 1927, cuando una lesión menor le generó un dolor persistente en el brazo. Un médico le sugirió que probara Radithor, un preparado acuoso que contenía radio diluido al que su fabricante, William Bailey, dueño del laboratorio homónimo, le endilgaba ser útil para tratar la dispepsia, la hipertensión, la impotencia y otras 150 enfermedades endocrinológicas.
Buscando una cura, Byers empezó a beber varios frascos de Radhitor diarios. Y no era algo demasiado raro, ya que en farmacias y tiendas de todo el país se vendían dentífricos, jarabes, cremas, pulseras y hasta supositorios de radio y torio. La conclusión fue fácil de prever: hacia 1930, Bailey era un hombre rico y Byers estaba muy enfermo. Tras la muerte del playboy y otros episodios similares de intoxicaciones con compuestos radiactivos, las sociedades médicas protestaron contra la venta de fármacos de fórmulas secretas. De todos modos, el ingenioso Bailey nunca fue procesado y falleció de cáncer de vejiga mientras proclamaba que la radiación, en pequeñas dosis, no era asunto peligroso.

HISTORIAS DE FAMILIARES
Mientras tanto, la medicina nuclear avanzaba a paso firme. El primero en usar un marcador radiactivo fue Charles de Hevesy (premio Nobel de Química 1943), que sospechaba que su casera le “reciclaba” la comida sobrante con demasiada frecuencia, cosa que ella negaba con indignación. Un domingo, de Hevesy espolvoreó el pastel de carne con un puñado de “indicador isotópico”. El miércoles siguiente, cuando un dudoso soufflé apareció sobre la mesa, Charles de Hevesy blandió su electroscopio y demostró que la carne estaba marcada. Sin embargo, fue Hermann Blumgart el primero en usar los marcadores radioactivos en seres humanos. Actuando como su propio conejillo de Indias, en 1926, se inyectó Bismuto 214 y logró automonitorearse la velocidad de su flujo sanguíneo.
En esta breve historia médica nuclear, algunos nombres y tradiciones familiares parecen repetirse ya que en 1934 Irene Curie (obviamente hija de Marie) y Frederic Joliot-Curie apuntaron su fuente de partículas alfa contra un blanco de aluminio y descubrieron que, aun después de interrumpir el bombardeo, la placa metálica seguía emitiendo radiación. Encontraron entonces que era posible generar radiactividad artificial, partiendo de elementos estables. Y recibieron el Nobel de Química en 1935 por ello. Claramente los Joliot-Curies merecen ser reconocidos como los padres de los radionucleidos artificiales.
Los siguientes protagonistas en avanzar esta rama fueron los hermanos Lawrence. En 1931, Ernest Lawrence diseñó el primer ciclotrón operativo, un ingenioso equipo capaz de impulsar partículas a altísimas velocidades. Las partículas aceleradas, al chocar con diferentes blancos, generaban isótopos radioactivos y esto posibilitó producir cantidades considerables de radionucleidos artificiales. Apenas cinco años más tarde, su hermano John, médico, fue el responsable del primer uso terapéutico de éstos, al emplear Fósforo-32 para atacar una leucemia. Por alguna razón 1938 fue un año particularmente productivo en el hallazgo de nuevos isótopos, ya que se anotaron el Cobalto 60, el Yodo 131 y el Tecnecio 99, tres protagonistas de muchas técnicas de la medicina nuclear actual. Claro que durante los siguientes años la especialidad se aceleró tanto que en muchos casos se desmadró.

EXPERIMENTOS
Durante la década del ‘50 y ‘60 diversos estamentos del gobierno federal de los Estados Unidos auspiciaron la realización de experimentos que hoy serían absolutamente condenados. Sin consentimiento previo, se utilizaron varios miles de personas, incluidos mujeres, chicos y enfermos, para ensayar y medir respuestas fisiológicas a diversos agentes infecciosos y radioactivos. Entre 1945 y 1947 ocurrieron episodios terribles. Por ejemplo, se inyectó plutonio en 18 sujetos para estudiar su metabolización. Y en los años siguientes hubo otros casos similares. Entre 1963 y 1971 se irradió a 131 presos “voluntarios” para determinar la exacta dosis a la que se dañaban las células del sistema reproductivo.
Pero esos tiempos también fueron testigos de frutos positivos. En 1957 un habilidoso ingeniero electrónico le dio vida a la cámara gamma, capaz de tomar una imagen completa de la distribución de los radiosótopos en el cuerpo.
Este invento y diversas derivaciones fueron mejorados a lo largo de los años y hoy forman la base de la familia de instrumentos de diagnóstico y tratamiento de cualquier centro de medicina nuclear que se precie.
Actualmente los médicos que trabajan con la física tienen una panoplia de casi de 100 tipos de exploraciones que permiten el diagnóstico precoz en patología ósea, cardiología, oncología, endocrinología y también en neurología, nefrología, urología, neumología, hematología, aparato digestivo, infecciosas, sistema vascular periférico y pediatría. Y la lista promete seguir ampliándose.

MADE IN ARGENTINA
Los primeros ensayos radiobiológicos de Argentina se hicieron en el Instituto de Medicina Experimental (actualmente el Hospital Roffo), en 1926. En 1949, un equipo de Harvard, junto al doctor Héctor Perinetti y colaboradores del Hospital Central, hicieron los primeros estudios médicos con radioisótopos, usando Yodo 131 para determinar las causas del bocio endémico en Mendoza. Este trabajo fue el primero en el mundo en usar un radioisótopo para estudios epidemiológicos. En 1958 se formó en el Hospital de Clínicas el Laboratorio de Medicina Nuclear que en el ‘62 devendría en Centro de Medicina Nuclear, mantenido desde el ‘66 en conjunto por la UBA y la CNEA. En 1991, la Comisión armó con la Universidad de Cuyo y la provincia de Mendoza, la “Fundación Escuela de Medicina Nuclear”.

LO QUE HAY Y LO QUE VIENE
Hoy por hoy, las siglas “PET”, “SPECT” y “cámara gamma” son algunas de las palabras más comunes que se escuchan en los centros de medicina nuclear. El PET –o Tomógrafo de Positrones– sirve para hacer diagnósticos en oncología, cardiología y neurología, entre otros. El SPECT (Single Photon Emission Computerized Tomography) usa las técnicas nucleares para la reconstrucción tomográfica. La cámara gamma ayuda a visualizar la distribución de los radionucleidos dentro del cuerpo.
Entre las promesas que vienen, según los expertos, habrá que anotar el perfeccionamiento de equipos y la introducción de nuevos radiofármacos. Seguramente, el perfeccionamiento de las cámaras gamma convencionales hará posible la realización de los estudios de centellografías con mayor rapidez y resolución anatómica.
Para José María Freire Macías, presidente de la Sociedad Española de Medicina Nuclear, el otro espacio prometedor es el de terapia, donde quedatodavía un largo recorrido por explorar. Y eso ayudaría a cerrar el círculo ya que el primer uso de estas técnicas fue –precisamente– el tratamiento de enfermedades.

 

 

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