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Viernes, 13 de agosto de 2004

SOCIEDAD

La célula mutante

Aun cuando la familia tipo sigue siendo un modelo que intenta ordenar las relaciones sociales –cristalizadas en leyes que se resisten al cambio, a pesar de excepciones–, la foto familiar resulta mucho más compleja que la que se ofrece en publicidades y programas de televisión. Monoparentales, ensambladas, unidas por fuera de la ley, con parejas del mismo sexo, eso que en algún momento se llamó en los libros de texto como la célula básica de la sociedad se ha transformado. ¿De qué se habla, entonces, cuando se habla de familia?

 Por Soledad Vallejos

Sugieren las estadísticas que en la última década empezaron a acelerarse los cambios. Pero, curiosamente, mientras el número de parejas que pasa por el Registro Civil para convertirse en matrimonios legalmente constituidos cae con constancia (disminuyó un 11 por ciento en la última década) y el de uniones de hecho parece crecer (se estima que son el 30 por ciento del total de parejas que comparten casa sin preocuparse por los papeles), quiere la televisión que el programa más visto en horario central trate –básicamente– del enfrentamiento entre dos familias, a cual más estereotipada y previsible (más allá de lo que pueda pasar entre sus integrantes), y que dos programas habitados por herederos directos de los Campanelli ocupen el momento familiero por excelencia de la semana, el mediodía de los domingos. Aunque históricamente (y por definición) está atenta a las tendencias y corrientes más o menos novedosas que puedan palparse en la sociedad, la publicidad ha permanecido admirablemente impermeable frente a las posibilidades que abre, por ejemplo, la sanción –en la ciudad de Buenos Aires– de la ley de Unión Civil para las parejas del mismo sexo, o al hecho de que la mitad de los hogares del país estén liderados por mujeres o por hombres sin pareja. A la potente imaginería que modeló familias a lo largo del siglo XX, por lo visto, se le escapan posibilidades impensadas para quienes diseñaron las instituciones de la Argentina moderna: familias extendidas, ensambladas, unipersonales, no conyugales. Es que, de acuerdo con datos recientes (y no tanto), la familia tipo, esa bella estampita de mamá (dedicada a los suyos), papá (proveedor y fuerte, pura energía fuera del hogar) y dos niños (nena y nene, buenos aprendices de sus mayores), no sólo parece estar perdiendo efectividad como modelo rector, sino que además está fuertemente desactualizada. Empezando el siglo XXI, la familia tipo ya no es lo que era –si es que alguna vez fue, efectivamente, algo más que una expresión de deseos con fuerza de ley y efectos modelizantes–, y eso no hace más que volver a lanzar la pregunta: ¿de qué se habla, ahora, cuando se habla de familia? Y en todo caso, ¿quién –y por qué– lo dice?

Decreta el Diccionario de la Real Academia que una familia es "un grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas", o bien un "conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje". Se trataría, ante todo, de una suerte de reunión (fundamentalmente física) en torno de un destino biológico en común, del reconocimiento de una herencia orgánica lo suficientemente poderosa como para ejercer un embrujo (simbólico, pero también concreto) hipnótico y amuchador. Y sin embargo nada es tan privado ni tan natural, porque –hay que reconocerlo– sería una inocentada asumir que un simple mandato biológico sea responsable del modelo patriarcal heterosexual, que –como escribió Derrida– funda en la diferencia sexual una oposición binaria y establece –a partir de ella– un modelo biparental. Dicho sea en criollo, no porque la reproducción de los cuerpos sea orgánica puede deducirse que un orden natural domina la escena, aun cuando la teología ultraconservadora vaticana haya vuelto a proclamar hace un par de semanas que si hay una sociedad es gracias al acatamiento de un orden natural de las cosas. La familia, decía Juan Bautista Alberdi –con los ojos obviamente puestos en el Emilio con que Rousseau inventó al niño y a la madre de la modernidad, aunque tamizándolo con el aire liberal que se respiraba en la gestación de la Argentina moderna– en los debates previos a la sanción de la Ley de Matrimonio Civil en 1888, "es a la vida privada lo que la organización institucional formal al Estado: establece un ejercicio de poderes, una serie de roles, una dinámica que necesariamente debe complementarse –de manera positiva y no por oposición– con la política de la cosa pública, por lo que "la ley que organiza la familia es la ley que realmente protege la educación de la democracia". Con esa lucidez propia de la elite que se sabe legítima y poderosa, Alberdi era apenas uno de tantos encargados de darle letra a la ideología de la familia nuclear moderna, esa que como observan Ana Amado y Nora Domínguez en la introducción de Lazos de familia –Ed. Paidós– aparece en el discurso como autonomizada del Estado sólo para que esa separación le señalara "un espacio (el del hogar) y un ordenamiento económico (dado por la idea de la propiedad privada y su secuela, la unidad doméstica)". Si en sus orígenes la familia moderna es inescindible de un modelo de país apegado a un modelo de desarrollo económico, una suerte de disciplinamiento individual y social del grupo a cuyo interior comienzan a desarrollarse los sujetos, es lógico que esas formas se delimiten mutuamente: la medida del espacio público (y de los roles a los que da lugar) da la medida de las relaciones privadas, sus dinámicas y lugares. Es, en primer lugar, una regulación de una dimensión material (lo productivo de la sociedad), pero encuentra sus alcances más extensos en lo simbólico. La familia, entonces, levanta las banderas del territorio de lo legítimo. En el ateneo "El sostén de los hogares. Trabajo, participación social y relaciones de género", que la Dirección General de la Mujer de la ciudad de Buenos Aires llevó adelante el año pasado, la socióloga Beatriz Giri señaló que la definición de familia es, en realidad, la definición de "el grupo, o red de vínculos y relaciones que tiene en cada sociedad el monopolio de la sexualidad legítima, por un lado, y por otro, con la forma que se dan las distintas sociedades humanas para organizar la procreación y la socialización de las nuevas generaciones". En ese sentido, resulta más que lógico sospechar que, habida cuenta de la agudización de los modelos económicos (y sociales) neoliberales y la caída en desgracia –hasta el momento, definitiva– de estados más cercanos al intervencionismo, la familia que reclamen las instituciones sea una más y más volcada hacia sí misma, encerrada en sus individualidades de grupo cerrado, privado y netamente asocial. A la vez, los mercados laborales flexibilizados y precarizados reclaman su libra de carne: a mayor desocupación e inestabilidad de los empleos, mayor feminización de la mano de obra, es decir, más mujeres trabajando a cambio de salarios cada vez más inferiores (por la tendencia histórica a pagar a las mujeres sueldos claramente menores a los pagados a los hombres). Y esa inflexión, claro, marca una contradicción de lo más aguda entre lo concreto y el imaginario tradicional patriarcal. Más que hablar de crisis, Diana Maffia, doctora en Filosofía, ex adjunta de la Defensoría del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y actual directora académica del Instituto Hannah Arendt, prefiere situarse en la observación de los efectos a largo plazo que puede tener ese modelo tradicional que, aunque hipotéticamente devaluado, continúa resultando pertinente.
–Hay todavía un imaginario sostenido por grupos conservadores que ponen como en deuda, hacen generar una deuda interior a las personas, en especial a las mujeres que no cumplen con el estereotipo. El último documento de la Iglesia, la carta a los obispos sobre la colaboración entre hombres y mujeres, por ejemplo, no ayuda, en especial porque carga las tintas respecto a que la destrucción de la familia tiene que ver con el discurso feminista. Porque cuando la Iglesia habla de familia, habla de la familia patriarcal, y entonces criticarla es querer eliminarla, lo mismo que criticar la misoginia de la Iglesia es estar contra la Iglesia. Por estos modelos tradicionales, en el caso de las mujeres hay un conflicto, tenemos un conflicto entre los ideales de la profesión y los ideales de la familia. Como las profesiones están hechas a medida de los varones, prescinden de toda consideración de las relaciones familiares: tenemos un ideal profesional que cuenta con una esposa que cuida hijos, y un ideal familiar que cuenta que seamos nosotras las que cuidan hijos. Esos ideales son contradictorios, no solamente porque son como una doble carga de trabajo, sino también porque requieren de nosotras habilidades diferentes. Entonces, hay un diseño del espacio público que requiere individualismo, competencia, jerarquía, y un ideal de familia donde no se reconoce el trabajo doméstico, donde las relaciones de poder están recubiertas de aspectos amorosos.


Podría sospecharse que la familia como institución primera, como núcleo fundamental sobre el que interviene el Estado para delimitar los cuerpos y la disciplina de los individuos que conforman la sociedad de acuerdo con ciertos parámetros, es cuestionada cuanto menor cantidad de mujeres y hombres se aprestan a acomodarse a ella, de la manera que se espera. Sostiene Susana Torrado en la impecable y exhaustiva Historia de la familia en la Argentina moderna (1870-2000) –ed. De la Flor– que puede datarse el inicio de la modificación de "las representaciones simbólicas de los individuos respecto a la institución familiar" a partir de los años '60: "Se debilita el control institucional y emerge una moral de la autonomía individual que rechaza la injerencia pública en el ámbito privado". Y, sin embargo, esa transformación de la relación entre los lazos privados y los sociales –que necesariamente adviene de la mano de un replanteo de modelos económicos– no alcanza a definir los contornos de un nuevo modelo: "La relación individuo/sociedad gira alrededor de una cuestión todavía irresuelta: cómo articular la autonomía y el derecho individual en sociedades que perdieron aquellas formas de dominación sin haber desarrollado nuevos sustitutos". De la mano de esas transformaciones lentas, se fue llegando al panorama que la consultora Equis elaboró utilizando datos del Censo 2001 y de la Encuesta Permanente de Hogares que el Indec hizo durante el primer trimestre de este año: respecto del 2001, las uniones consensuales (esto es, las determinadas por la convivencia por fuera de todo trámite legal) crecieron en un 50 por ciento en todo el país, y tienen cada vez más presencia en los sectores de menor nivel adquisitivo. Sin embargo, que alguien no se someta a esa regulación no implica necesariamente que allí pueda leerse una rebeldía. Si someterse a una ley implica, por un lado, la cesión (más o menos) voluntaria de una voluntad soberana, también implica, por el otro, la entrada a otro universo: el de la legalidad y la inclusión social, habida cuenta de que es aceptando una ley que se accede, a cambio, a un beneficio. En Argentina, cuyo ordenamiento jurídico se conformó a partir de la sanción de leyes a las cuales las conductas debían apegarse (y no a partir de leyes que dieran un marco institucional a conductas previamente registradas), el desfasaje, a veces, puede ser más que peligroso.
En la ciudad de Buenos Aires, la ley 114, de Protección integral de los derechos de niños, niñas y adolescentes, reza que "la familia, la sociedad y el Gobierno de la Ciudad tienen el deber de asegurar a niñas, niños y adolescentes con absoluta prioridad", y es precisamente en virtud de esa guarda legalmente tutelada del derecho a la familia que los artículos 25 y 26 dan prioridad al derecho a la convivencia familiar y a la preservación del grupo familiar, por lo cual "la carencia o insuficiencia de recursos materiales del padre, madre o responsable no constituyen causa para la separación". Es decir, de acuerdo con el texto, la pobreza no debería implicar una desintegración familiar, como subraya otro artículo referido a la "judicialización de la pobreza" (art. 43). Otro artículo de la misma ley (el 42) se refiere a "formas alternativas de convivencia" como aquellas que "cuando medie inexistencia o privación del grupo familiar de pertenencia" pueden entregar a niños, niñas y adolescentes a una guarda provisoria otorgada judicialmente, siempre y cuando existan "líneas de parentesco por consanguinidad o por afinidad" o se trate de "otros miembros de la familia ampliada".
–El artículo que intenta evitar la judicialización de la pobreza intenta evitar la desintegración familiar en casos de mamás muy humildes, que no han cometido acciones de violencia contra los chicos, pero a las que en algunos juzgados les imputan una supuesta negligencia que tiene origen en la situación de carencia material –explica María Elena Naddeo, titular del Consejo de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad–. Para evitar esa desintegración, en algunos casos la ciudad otorga un subsidio, del Programa Nuestras Familias, que otorga hasta 1200 pesos en total, de los cuales se pagan 200 o 300 por mes, y son prorrogables hasta 8 meses o un año. Ese dinero es para el sostenimiento de un grupo familiar, y en general se trata de familias con sostén femenino y papás ausentes, aunque también hay una cantidad importante de hogares en las que el papá está aunque es desocupado.
En este momento, el presupuesto total del programa es de $ 3.934.572. Y aunque legalmente la pobreza no debería constituir impedimento para la consideración y la conformación de un grupo familiar, son cientos los casos como los de Gabriela Estrada, Laura Richard y Emilse (cuyo nombre real no se publica por motivos judiciales), relevados por este suplemento en su edición del 19 de marzo de este año: a ellas, un juzgado no les reconoció el derecho a conservar a sus hijos, precisamente, por motivos de pobreza.


Todavía hoy, cuando la ley argentina refiere a la familia, lo hace en términos del modelo consagrado por la sociabilidad (y la institucionalidad) burguesa: heterosexual, preferiblemente de clase media y, fundamentalmente, conformada por dos personas que acatan prolijamente una sociedad patriarcal. El matrimonio propiamente dicho sólo puede ser celebrado entre mujer y varón, y las licencias por nacimiento o adopción de un niño sólo son concedidas a las mujeres. Fue en medio de ese panorama que, el año pasado, en la Legislatura de Buenos Aires se debatió (y aprobó) la ley 1004, de unión civil, más popularizada como aquella que abrió el camino para la conformación legal de hogares de gays y lesbianas.
–El concepto que intentó ser regulado por esa ley de unión de civil fue el de familias homoparentales –explica Flavio Rapisardi, coordinador del Area de Estudios Queer de la UBA–. Sin embargo, lo que veíamos era que en ese debate, por partir de ese concepto, se dejaba afuera de la noción de familia a la diversidad sexual. No se trataba, por ejemplo, las familias constituidas por un o una transexual y su pareja, o por dos travestis, o por una travesti y un varón, etc. Eso no aparecía regulado por esa ley, sino que se limitaba a lesbianas y gays. De alguna manera, en el debate quedaba claro que no alcanzaba: las diversidades no estaban representadas porque la idea de familia y pareja sigue muy atada al modelo y el imaginario heterosexual. Entonces, queda fuera un montón de modos de relaciones que son familiares en tanto unidades económicas y afectivas.
En el ateneo El sostén de los hogares, Rapisardi rescataba ciertas peculiaridades nada nimias del debate: el encarnizamiento de los representantes de la derecha a la hora de tratar los conceptos de cónyuge y familia. "Cuando vieron que no podían atacar el proyecto con argumentos sobre naturaleza y perversión, propusieron eliminar directamente la referencia a la unión civil como familia, y en un rapto de liberalismo a destiempo propusieron que las 'uniones civiles' se celebraran sin requisitos por dos o más personas. En esta intención de borrar el concepto 'familia' se articuló un tipo de política: el tipo de política pública y participación social necesarias para repensar el sostén de los hogares desde relaciones de género no concebidas a partir de identidades, sino de las distribuciones inequitativas del ejercicio del poder."

Herido, el ideal monolítico de la familia heterosexual y biparental continúa teniendo cierto poder disciplinador, aun frente al cuestionamiento creciente que los parámetros económicos, las libertades (sobre cuerpos y derechos) ganadas centímetro a centímetro por el movimiento de mujeres y los reconocimientos exigidos por activistas de la diversidad. Sin embargo, Argentina es el país en el que la familia y las relaciones familiares –como señala la recopilación realizada por Ana Amado y Nora Domínguez– supieron ganar una proyección política por fuera de la institucionalización que parecía limitarla a un terreno de obediencia y reproducción (allí están las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, los Hijos y también las constelaciones de lazos extendidos). Quizá por eso Diana Maffia dice:
–Mi posición respecto a las estructuras familiares es la del filósofo y economista hindú Amartya Sen –ganador del Nobel hace unos años–, que sostiene que la familia es una unidad cooperativa. Es decir, es un conjunto de personas que no solamente tienen necesidades individuales, sino que tienen afecto y atienden necesidades en común, sobre todo un lugar en el que, ante el nacimiento de un hijo, alguien lo espera con cuidado y afecto, y con deseo, cosas que no siempre ocurren en las familias que desde afuera parecen bien compuestas. Donde hay algo en común que proteger, además de la individualidad, es un buen modelo de familia. Es secundario que sean heterosexuales, homosexuales, que sean mamá, papá, abuela... Por otro lado, como dicen las Católicas por el Derecho a Decidir, Jesús llamó familia a sus discípulos, y también a Lázaro y a sus hermanas, de modo que él también tenía un concepto amplio de familia.

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