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Viernes, 25 de octubre de 2002

INTERNACIONALES

La seducción de Taturana

Hace casi treinta años, ya viuda, Marisa Casa conoció a Luisinho, también viudo, en el sindicato de los trabajadores
metalúrgicos. A él todos le decían Taturana, por su parecido con una especie de lagartos, pero luego le empezaron a decir Lula. Hoy, Marisa está lista para ser la primera dama brasileña.

 Por Marta Dillon

Acodado sobre un mostrador del sindicato de los metalúrgicos, en San Bernardo do Campo, Luisinho recibió a la mujer como si la hubiera estado esperando. Qué extraño, pensó Marisa, el certificado que iba a buscar al sindicato de los trabajadores metalúrgicos era un trámite de rutina. ¿Para qué querría verla el presidente del sindicato local? Demasiadas sonrisas para una rutina repetida tantas veces en los últimos tres años, desde que su marido fue asesinado cuando manejaba un taxi.
El hombre de los bigotes enhiestos la miró a los ojos más de la cuenta cuando le pidió su número de teléfono. No todos le decían Lula todavía, para algunos era Taturana, en honor a esos pelos que como espinas le enmarcaban los labios, igual que al lagarto que le prestaba el sobrenombre. “Apenas lo vi, sentí algo diferente, caí como una bobinha. Desde ese día en adelante, el teléfono no dejó nunca de sonar”, dice Marisa, desde una distancia de casi treinta años. Es que el más probable futuro presidente del Brasil, su marido, había planeado cuidadosamente ese encuentro, aunque no sabía con quién sería. Luiz Inácio Lula da Silva era un viudo de treinta años con deseos de reincidir en el matrimonio. ¿Qué mejor entonces que conocer a una viuda de su edad? ¿Y dónde están las viudas si no en el lugar donde se cobran las pensiones? Por eso había instruido al muchacho del mostrador de Acción social, Luisinho, para que en cuanto apareciera por allí una candidata, le avisaran. “La verdad es que yo no estaba interesada, ya me había casado una vez, tenía un niño, Marcos, y hasta un novio que Lula despachó sin más, diciéndole que tenía algo importante que hablar conmigo. Al final terminamos de novios, en la primera tarde conquistó a mi mamá porque era el sujeto más alegre que había conocido. Aunque yo no lo quisiera, ya no se iba a ir más de mi casa.” Marisa tuvo la primera prueba de la perseverancia de Lula ese verano de 1975, la misma que caracterizaría su insistencia a presentarse como candidato a presidente elección tras elección. Aunque la tercera parece ser la vencida. Y Marisa no se sorprende: “Cuando él quiere algo, lo consigue”.


Marisa Leticia Casa nunca soñó con convertirse en primera dama, como es casi seguro que sucederá el 1º de enero de 2003. Sus fantasías de niña la colocaban al frente de un aula repleta de niños, con su delantal blanco y una casa propia donde volver después del trabajo. Era una gran aspiración para quien desde los nueve años cuidaba bebés en casa ajena y estudiaba con un ojo en su cuaderno y otro en la cuna que debía vigilar. Todavía tiene guardada la autorización de su padre, que la habilitó a trabajar como embaladora de bombones en una fábrica de dulces apenas cumplidos los trece. Marisa no conoció el hambre como su marido desde hace 28 años. La mamá, Doña Regina, siempre cultivó su huerta, crió gallinas y puercos, a pesar de los quince hijos que parió. “Ella hacía aquella gallinada, con polenta o caldo de feijao, con arroz y legumbres”, dice, relamiéndose con el recuerdo porque esa comida fue su mayor abundancia. No le molestó trabajar desde tan joven, al contrario: “Era un sueño tener mi propio dinero, lo hacía con placer. Recién ahora me doy cuenta de que los niñosnecesitan su tiempo para jugar y para estudiar, sin tanta presión”. Ocho años fue empleada de la fábrica de dulces, salió de allí para casarse con un muchacho al que asesinaron al poco tiempo, mientras completaba su sueldo como conductor de camiones en un taxi. Vivió con sus suegros después de enviudar. El padre de su marido conocía a Lula, era chofer de taxi también y solía llevar al presidente del sindicato metalúrgico en su auto. Habían hablado más de una vez de esa nuera viuda y trabajadora que necesitaba a alguien que la cuide. “Pero fue coincidencia, él no sabía cuando nos conocimos que yo era aquella nuera.” Tuvieron tres hijos juntos y el mayor de Marisa fue adoptado por Lula. Ella apenas se dio cuenta del modo en que la vida de su marido fue haciéndose pública, al menos no en esos años en que su cocina era el lugar de tránsito de los compañeros del sindicato y de la Iglesia que apoyaron las históricas huelgas de 1980. Entonces, cuando el sindicato fue intervenido, fue ella la que dijo: “No hay problema, acomodamos el comedor y las oficinas funcionan aquí”.

Marisa se siente orgullosa de su marido, nunca cuestionó sus elecciones. Al contrario, ocupó su lugar de esposa como un lugar de lucha también. Cuando durante las huelgas de 1980 Lula da Silva fue detenido, igual que otros dirigentes, ella organizó la marcha de las mujeres y los niños. “Miedo, la gente siempre tiene un poquito. Pero la fuerza está en el día a día, recién después una se pregunta: ‘¿Era yo la que estaba entre todos esos policías, caminando con mis niños?’. Yo fui creciendo junto a mi marido, me tocó reivindicar la presencia de las mujeres en el sindicato. Y siempre lo hice convencida.” Tanto, que solía intervenir en las reuniones que en el último año de la dictadura empezaban a abrigar la idea de crear un partido político de los trabajadores, para que éstos tuvieran representación en los lugares de decisión. Para ella fue una manera de apoyar la idea de su marido tomar ese trozo de género rojo y convertirlo en bandera, con una estrella blanca, de cinco puntas, en el centro. Fue la primera insignia del PT, el mismo diseño que hoy flamea en cada acto del Partido de los Trabajadores. “Después empezamos, con otras mujeres, a hacer remeras y banderines con la estrellita. Las vendíamos para recaudar fondos, ésa fue la primera fuente de financiamiento.” Muy pocas veces Marisa dudó del camino que había elegido junto a ese hombre al que sus compañeros escuchaban en silencio. Una de ésas fue cuando conoció la capital de Brasil, en 1980, cuando la dictadura empezaba su tiempo de descuento. Lula tenía que presentarse ante el Superior Tribunal Militar para ser juzgado después de los 30 meses de detención. “Dimos un paseo con una guía turística. Nos llevaron en un bus por los barrios ricos. No podía creer lo que eran esas mansiones, toda esa ostentación. Cuando terminó, todo lo que pude decir fue: ‘Terminemos con todo esto del partido, Lula; esta gente nunca te va a dejar llegar al poder. No van a largar lo que tienen, van a hacer cualquier cosa con tal de no abandonar la vida que llevan’.”

“Unas pocas cosas han cambiado desde los primeros años”, asegura Marisa sin hacer hincapié en el aspecto de su esposo o en sus nuevas alianzas. “Siempre fue responsable y su liderazgo creció porque era tan leal con sus compañeros como serio en las negociaciones con los empresarios.” Pero reconoce que ahora lo extraña, que echa en falta las conversaciones nocturnas, las discusiones. Y hasta esa informalidad de las mesas largas en las que se confundían los Suplicy, Frei Betto, su familia, Geraldinho Siqueiro u Olivio Dutra. Ahora Marisa está obligada a poner algunas reglas para conservar algo de su intimidad, al menos para proteger a su marido. “Los fines de semana en que podemos reunirnos en Sao Bernardo do Campo prohíbo las conversaciones políticas y filtro las llamadas telefónicas. Las malas noticias de la noche tendrán que pasar para el día siguiente.” Para ella, cada cosa tiene su tiempo y su lugar; ése, dice, ha sido el secreto de su marido: tener la paciencia y la perseverancia necesaria parano forzar un cambio que ahora está llegando. “El cambio que soñamos ya comenzó, aunque todavía va a haber muchas resistencias, vamos a tener que seguir luchando para sostener el poder. Pero Lula lo va a conseguir, él va a conseguir mejorar este país”, dice la esposa emocionada, a punto de convertirse en primera dama.

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