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Viernes, 17 de julio de 2009

CONTRAVALORES

El amor infinito

Un relato breve sobre las formas de morir, y de seguir viviendo.

Doña Sonia, dueña de la joyería más importante de la ciudad, enviudó pasados sus cincuenta años, con cuatro hijos varones que estudiaron y llegaron, los cuatro, al doctorado en Derecho. Se casaron y doña Sonia adquirió cuatro nueras. Pasando torrencialmente las aguas bajo los puentes, doña Sonia veía que la familia iba en aumento, cosechando ella nietos y nietas. La joyería, que ya dije era la más importante de la ciudad, también creció en prestigio y bonanza.

Deseo expresar que la viuda, madre, abuela, significaba una mujer rica, envidiablemente poderosa. Federico fue su nieto preferido.

A pesar de contar ya sesenta y tantos años, no los representaba. Cuando salía con Federiquito aún la piropeaban: “Qué linda mamita”, aunque en realidad debían opinar “Qué linda abuelita”, pero la elegancia y frescura de Sonia no delataban esa incipiente ancianidad.

Los hijos, y sobre todo las nueras, sin decirlo, pensarían frunciendo el ceño que les delataba una reflexión egoísta de “cómo dura esta vieja”.

Con Federiquito se adoraban.

El pequeño de cuatro años nació para dar alegría al gastado sentimiento de Sonia, viuda, madre, abuela, suegra. La joyera más poderosa de la ciudad.

Cuando compró un automóvil último modelo, consiguiendo permiso de conductora, fue con el fin de invertir un capital, que, no disminuía en nada, absolutamente, sus ahorros, ni los brillos de oro, plata, diamantes y brillantes del negocio. Usó en varias ocasiones el automóvil último modelo. La nuera mayor opinó: “Sonia, cómo se atreve, con su edad”. Ella respondió que entre morirse detrás del mostrador de su negocio, y morirse en un accidente, prefería lo segundo, expuesto con cierta ironía y algo de tristeza. Esa tarde, doña Sonia se metió con auto último modelo, vestida elegantemente, bajo un enorme camión. Falleció de accidente, mejor que hacerlo detrás del mostrador. Vinieron los hijos, las nueras, los nietos, menos Federiquito, que se quedó en la casa de un pariente sin vínculo sanguíneo. Entonces, esos que vinieron, abrieron los placares y los roperos, los cajones y los cajoncitos, subieron al ático y descendieron al sótano, acudieron a los bancos, acudieron a los negocios asociados con la difunta y su firma. Enterraron a la madre, suegra, abuela.

Federiquito preguntó por la abuela Sonia. Le informaron que estaba de viaje en un crucero por mares y océanos, por ríos, países, llanuras y montañas, y que tardaría en regresar. Federiquito lloró un llantito infantil y doloroso que cortó cuando uno de sus tíos le dijo: “Basta de lágrimas, los hombres no lloran”.

Varió sus travesuras por un quietismo otoñal de hojita seca. Pasó una semana y la única actividad que movía al pequeño luego de comer era sentarse en la sillita, regalo de la abuela. Aquella tarde resultó ser la tarde inolvidable del amor que no muere. Sentado en la sillita regalo de la abuela Sonia, el niño de cuatro años observaba la puerta de ingreso a su pieza jardinera infantil. Esa puerta, delicadamente, se abría. ¿Quién abría la puerta que celaba la soledad del nieto?

Federico, ya hombre y doctorado en Derecho, me contó: Vi la mano de abuela Sonia, después la vi entera y sonriente, no me asusté. Me quedé sentado en la sillita. No me acongojé. Ella cerró suavemente la puerta. Nunca volví a verla.

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