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Viernes, 26 de agosto de 2011

TEATRO

El lobo del hombre

Cuerpos atravesados por la política y la religión son el caldo de cultivo de El cordero de ojos azules, la última puesta de Luciano Cáceres.

 Por Alejandra Varela

La peste siempre fue un recurso iluminador para el teatro. Antonin Artaud buscaba que ella despertara el costado más salvaje de los sujetos, esa ruptura con el comportamiento burgués que liberaba las fuerzas de lo desconocido.

La fiebre amarilla inunda la escena de El cordero de ojos azules como un humo blanco que no sólo contagia y agita la locura en el cuerpo de El Pintor, sino que hace posible el despliegue de las formas más brutales en el armado de los personajes.

Pero en el Buenos Aires de 1871 no hacía falta la peste para alejarse de la mesura. Las mujeres sabían leer la sangre de los corderos y los hombres destrozaban a cuchillazos a otros hombres. La Canonesa suspira por el regreso del Restaurador y toma la palabra casi sin respiro. Los largos parlamentos con los que Gonzalo Demaría construye su dramaturgia buscan contenerlo todo. El afuera está en la voz de los personajes que parecen cobrar volumen en el encierro protegido de una catedral que los agobia con sus cruces gigantescas y ese olor a incienso que flota como una aparición.

El Pintor tiene el mandato de retratar a Santa Lucía, pero el pincel sobre el lienzo sólo sirve para dar testimonio. Demaría instala una tensión entre esos caudillos dibujados como reyes, donde el reflejo de lo real no es más que la corrección engarzada en un modelo ideal, y la revelación de una figura transvertida que, a los ojos de La Canonesa, no es sino la manifestación de lo monstruoso.

El cuerpo es el gran protagonista de ese matadero en el que se ha convertido Buenos Aires. Todo cuerpo deberá ser destruido. El Joven atrapado por El Pintor entre los peces muertos exhibe su carne fresca como el único bien que posee. Su belleza lo convierte en el enemigo. Los personajes leen la realidad como una batalla extrema y en ese juego la más poderosa es La Canonesa por su capacidad para ser la más despiadada. Es la víctima esclavizada, violada por los indios que entiende la lógica del victimario y la reproduce sin contradicciones, alimentándose en la afirmación de su propio dolor.

Leonor Manso y Carlos Belloso despliegan actuaciones sumamente teatrales, expresionistas que proyectan el relato al formato de la tragedia. Sus personajes hablan desde una instancia final, saben que deben decirlo todo. La impostura carece de sentido porque la sociedad se ha convertido en un fantasma. Entre los muertos, entre los que han huido, entre los que agonizan, sólo queda el temor al castigo.

Existe una sacralidad que no se expresa sólo en lo anecdótico sino que sugiere una opinión sobre el teatro. La religión contiene una gran puesta en escena y allí el momento de éxtasis se encuentra en el sacrificio, al igual que en la tragedia griega donde el héroe, vencido una vez más por los dioses, le otorga sentido a la historia.

En El cordero de ojos azules, el idioma en el que los personajes comprenden la realidad está signado por las imágenes de un cristianismo de cuerpos marcados, de ojos arrancados, de bellezas lampiñas que no sienten el vapor del agua hirviendo. Se percibe un esfuerzo operístico que permite evitar el realismo. Los personajes sostienen largos monólogos en situaciones imposibles, como en esos cuentos borgeanos donde los criollos se enfrentan a la pregunta crucial de ¿cuánto puede un cuerpo? Aquí los protagonistas parecen estar acostumbrados a soportarlo todo.

Algo estalla. La desmesura se desliza en una palabra que no tiene nada para guardarse y en ese territorio los mártires serán los jóvenes. Negados al extremo, impedidos de hablar, son el fruto de una unión vergonzosa, de un secreto y si son bellos enloquecen a quien los mire.

El Pintor lo sabe. Se ha enamorado de otro hombre. De un hombre más hermoso que cualquier mujer. Pero allí está La Canonesa para instaurar el odio como el mayor corrector de la historia. Las pasiones que desparrama la peste no siempre son las que dilapidan la monótona represión de las vidas convencionales, a veces son las que desatan el alma carroñera de los sujetos, su excitación predadora por devorar ese cuerpo que ha sucumbido a su furia. ¤

El cordero de ojos azules, de Gonzalo Demaría, con dirección de Luciano Cáceres y las actuaciones de Leonor Manso y Carlos Belloso, se presenta en el Teatro Regio, de jueves a sábados a las 21 y los domingos a las 20.

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