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Viernes, 7 de octubre de 2011

VISTO Y LEíDO

Qué le hace al tigre

 Por Marisa Avigliano

Un velorio es un lugar ideal para entender la relación de una madre con su hijo, no necesariamente la madre tiene que ser la muerta (aunque en ese caso también funciona) alcanza con que los dos estén dando el pésame o recibiéndolo, con eso basta. Alicia Plante lo sabe y lo describe con sutil entusiasmo en las primeras páginas de Una mancha más. Allí está Raúl escoltando a su mamá en el velatorio de Ramona, la vecina gallega. Un acierto que no es otra cosa que una estrategia rigurosa de andamios por los que se podrá llegar a los secretos intensos que se esconden en una casa de Vicente López y que no son otra cosa que los secretos de un país mutilado por la dictadura. Una mancha más es una novela policial que camina con gracia bajo la lluvia con tacos muy finos para no dejar pasar –pisar– ningún detalle, todo es una pista, una señal, el llamador de una puerta semiabierta. El día del velorio barrial, Raúl Galván (un hombre contrariado, guionista de cine sin ilusión) se da cuenta de que su vecino Daniel, un prominente profesor de física, es hijo de desaparecidos –o digamos mejor que siempre lo supo y nunca le interesó pensar en eso–. “No podía haber sido el hijo de una sirvientita como ellos dijeron, toda esa historia ridícula, que la chica no podía criarlo y lo dio, mirá que una sirvientita va a tener a ese nene rubio, de ojos claros, y lo va a dar... En aquel momento yo quise denunciarlos, ya te conté, pero tu padre no quiso saber nada... él era así. En el fondo le parecía bien todo lo de los militares. Y después... no sé, pasó el momento.” No sólo en el pasado hubo cómplices, el presente tiene los suyos propios.

Algunos flashbacks –el recuerdo de ver por la ventana cómo el gallego franquista de enfrente bajaba de un taxi con un paquete que lloraba y los asados domingueros con militares– fueron suficientes para que aquel día el literato uniera escenas con masculleos de cocina y llegara a una conclusión irrefutable; sí, definitivamente Daniel había sido uno de los bebés robados durante la dictadura militar y entonces ahora él podía sacar ventaja de eso, una buena ventaja, sólo tenía que chantajear al gallego apropiador, desplumarlo y empezar a vivir de rentas.

A partir de ese plan oscuro la novela abre el juego hacia los resortes de la ingratitud, del desprecio, de la estafa y la ignominia y lo hace siempre con el lector como amuleto de la vigilia, porque los crímenes se llevan a cabo frente a sus ojos. El lector de Una mancha más siempre estará escuchando, mirando –igual que la suegra de Mitre, el dueño del almacén que está en una de las islas del Tigre en la que aparecen los dos primeros muertos– y estará obligado a dilucidar el camino del enigma por el que transitan testigos devotos, henchidos de curiosidad y de justicia y otros que con un apetito rapaz tan desarrollado lo intoxican todo rápidamente .

En Una mancha más, cada uno de los personajes deja –gracias a Plante– muy claro qué quieren y quiénes son. Raúl, por ejemplo, es de los que se toman la última cerveza y no les importa dejar al otro –a su mujer en este caso– con la boca seca, y Mario Heriberto Cecchi, el jefe de un centro de detención, es uno de esos militares con una foja de servicios intachable que sólo calzan patines de lana cuando van a pisar el living de su casa.

Así como el glosario simbolista se ha encargado de revelar que las manchas encarnan figuras ilusorias y el paso del tiempo que siempre alude al devenir y a la muerte, las manchas de esta historia buscan laboriosas advertir que las decoloraciones son las únicas capaces de mostrar el escondite tenebroso de la culpa y habrá que ir despellejando mancha sobre mancha hasta llegar al color definitivo de la memoria.

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Una mancha más . Alicia Plante. Adriana Hidalgo
 
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