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Viernes, 25 de julio de 2003

SOCIEDAD

La historia de Candela

Es una de las 25 mujeres que Javier Posadas, el hombre condenado a 28 años de prisión, confesó haber violado entre 1998 y 2001. Todavía necesita dormir con la luz prendida para auyentar las pesadillas que quedaron como una cicatriz después del ataque. Pero se animó a hablar y junto con otras chicas ha formado una asociación para apoyar a otras mujeres que como ella han sobrevivido a una violación.

Por Marta Dillon

El viento embolsa la cortina, la hace bailar, y deja sobre la mesa charcos de luz intermitentes en los que Candela acomoda un pañuelo de papel empapado. Así fue durante las dos horas que la joven de pelo cortísimo habló y se secó la cara, miró de frente y se dejó acariciar la nuca por las ráfagas de viento y luz que la cortina descubría. Y sin embargo, ella ni siquiera sabía que había sol más allá de las cuatro paredes de su casa. Fue una sorpresa pisar la calle y encandilarse con ese mediodía celeste que provoca volver la cara al cielo, los ojos cerrados, sentir el calor que llega del cénit en pleno invierno. “¡Ah! ¡Había sol!”, dice Candela, como si acabara de emerger del túnel en el que la encierran sus recuerdos. “Mi jefe les dijo a mis compañeros de trabajo, antes de que yo volviera, que se había apagado un solcito. Porque yo era así, un cascabel, siempre riéndome entre las cajas del supermercado. Y eso se apagó, eso ya no será”, dice ella haciéndose cargo de una resignación difícil de digerir. No volverá a ser la misma, insiste. Peor, ni siquiera desea ser la misma. Por algo se encerró un día del último enero en el baño de su casa y amputó con una tijera de costura ese pelo largo, hasta la cola, que bailaba en su espalda cuando caminaba. Si hubiera podido, en estos últimos dos años, se hubiera arrancado la piel a jirones, como se quita la pintura de una puerta de madera, como abandonan las chicharras su caparazón en verano. ¿Acaso no podía ser otra? ¿Acaso tenía que vivir con esa sensación de tener otra vez a ese tipo encima de ella, insultándola, diciéndole puta, perra, golpeándola hasta que su cara perdió la forma? “Me costó mucho, mucho entender que yo había sido víctima de una violación, él me decía esas cosas y no sé, de alguna manera me habían quedado. Por eso me quería arrancar la carne. Me bañaba mil veces por día, quedaba roja de tanto refregarme porque yo seguía sintiendo. Hasta me di cuenta de que no tenía sentido. No tenía nada que sacarme porque en mi piel no había nada.” Todavía tiene algunas crisis, dice usando siempre esa palabra: crisis. Momentos en los que quiere correr de sí misma y entonces corre sin dirección, en su casa o en el trabajo, se golpea, corta los cables del teléfono para desconectarse del mundo. Pero pasan. Ahora “ya lo asumí -dice–, la cicatriz me va a quedar, como queda cuando te caés y te raspás en el asfalto y cada vez que la ves sabés que te caíste. Pero el dolor se me tiene que pasar porque ahora hay que ayudar a otras chicas. ¡Si desde que dimos el teléfono de mi casa para que se comuniquen otras víctimas de violación en 24 horas recibimos 349 llamados! Para mí no hay resarcimiento posible, nadie me va a devolver mi virginidad, nadie me va a sacar las pesadillas ni voy a dormir otra vez con la luz apagada. Pero lo que sí sé es que cuando vuelva a estudiar derecho mi fallo va a estar en la jurisprudencia y otros van a poder usarlo para pedir condenas ejemplares”. Porque el hombre que violó a Candela y al menos a otras 25 mujeres fue sentenciado a 28 años de prisión más accesorias y costas. Y eso es con loque ella se queda, por ahora. Hasta que el sol deje de sorprenderla después de haber atravesado el túnel de su memoria.


¡María Soledad, ayudame por favor!, fue la invocación de Candela cuando Javier Posadas la tiró sobre el asiento de un auto que ella no olvidará jamás, encapuchada con su propia campera, ofreciendo cualquier cosa para que él la dejara con vida. “Le dije que se llevara los libros de la facultad, que son caros, le quise dar mi mensual del tren, las monedas que tenía, hasta los apuntes de la facultad. Le prometí que iba a trabajar un mes entero para darle la plata, yo no sabía qué darle para que me dejara ir.” Ella le ofrecía sus tesoros y él se enfurecía, le hablaba rápido, una palabra detrás de cada insulto, un imperativo antes y después de cada golpe. Era lo que hacía habitualmente, lo confesó cuando lo detuvieron, el 23 de abril de 2001. Pero diez días antes, cuando escuchó que su víctima invocaba a esa otra adolescente, violada y asesinada, se ensañó todavía más. Candela lo cuenta como si todo alrededor se desvaneciera, como si no estuvieran en la misma cocina y en la misma mesa, su padre, su hermano, su tío, la mamá, un fotógrafo y una cronista. No se detuvo cuando se le dijo que no era necesario, que tal vez quisiera alguna intimidad para seguir hablando. No, la voz seguía su propio sol al final del relato. Hablar es lo que pudo hacer desde no hace tanto y de esa manera se defiende, así el violador es quién es y ella es la víctima, una condición que elige porque la limpió mejor que ningún baño. Nunca había tenido relaciones sexuales cuando Posadas le destrozó la vagina al punto de que tuvieron que reconstruirle la uretra. A los 21 no había tenido novio, ni besos, ni salidas a bailar. Candela era la feliz y convencida poseedora de una única ilusión: ser abogada. “Era así, con mi amiga Ana teníamos el sueño de poner un estudio jurídico juntas, ella iba a hacer civil y yo penal. Desde la primaria nos sentamos juntas e hicimos planes. Cuando me pasó esta desgracia estaba en segundo año y nos la pasábamos hablando de la facultad, buscando jurisprudencia para las materias. Por eso cuando empezó esto yo le dije a mi mamá que buscara, que buscara jurisprudencia. Y la encontraron en el fallo Manfredi, que era distinto porque había un homicidio, pero al final se usó igual.” Ese 10 de abril de 2001 habían salido antes de la facultad, por eso no encontró a su papá en la estación de Virreyes donde la esperaba cada noche para llevarla a casa. Salió de la estación, buscó monedas para preguntarle por teléfono si lo esperaba o se tomaba un remís. Y ahí, de pie frente al teléfono público, Posadas la encapuchó y empezó a golpearla. “Todavía no pude volver a estudiar, porque es el mismo viaje, el mismo camino de vuelta y no puedo hacerlo. Si ni siquiera me puedo tomar un remís sola, salvo que maneje una mujer. Mi cable a tierra es ese teléfono. La llamo a mi mamá todo el tiempo, cuando salgo de trabajar, cuando estoy en la calle. Le digo ‘mamá, tengo miedo’. Y ella me habla, me dice que respire, me cuenta de las milanesas que me está haciendo. Y cuando viene el colectivo, corto.”


No sabe cuánto duró el ataque. Dice, como si fuera necesario, que se debatió todo el tiempo “no es que yo me dejé”. Sabe que nunca se va a olvidar del olor de ese auto azul, que a veces la asalta cuando está dormida y entonces se despierta cuando ya está corriendo hacia la cama de su mamá. En algún momento Posadas, relacionista público de Pizza Banana de Pilar, la tiró del vehículo sin detenerse y le aseguró que si se levantaba iba a ser peor porque “me iba a cortar toda y a prender fuego”. Se arrastró por una calle que recuerda larguísima y oscura, tocó timbre en una casa, cruzó, tocó timbre enfrente. Así, haciendo zig zag consiguió que alguien abriera una mirilla. “Mi violaron”, dijo ella y en el relato el matiz de su voz suena idéntico a la desesperación que es fácil imaginar. “Yo estaba shockeada, me quería bañar, el hombre me abrió y empecé a correr por toda su casa, abría las puertas, no paraba de correr. No me acordaba el teléfono, estaba desnuda y nadie se había dado cuenta porquetenía pegotes de tierra y sangre. El hombre buscó un teléfono en mi mochila y fue a lo de un vecino a llamar a casa. Creía que me habían abandonado porque el tiempo era eterno.” Cuando llegaron a buscarla ya no podía levantarse, había pasado menos de una hora desde la medianoche cuando la llevaron, así, a la departamental de Tigre. La pusieron en una camilla con las piernas y los brazos abiertos, tenía que esperar una ginécologa del cuerpo forense que pudiera hacer pericias sobre su cuerpo. “Así como un chanchito me la tenían –dice María Elena, la mamá–, no había ni una mujer para interrogarla y entonces era todo personal masculino que le decían si no había sido el novio, si no lo había provocado, si lo conocía, dónde se lo había levantado. Fuimos manoseados como quisieron.”
–¿Pero te acabó o no te acabó, nena? –se acuerda Candela, con pudor.
El milico insistía, otros se asomaban sin disimular la mueca de espanto que provocaba como una arcada el cuerpo lastimado de Candela.
–Dale, nena, te tenés que acordar, hacé memoria.
Entonces el papá tomó al policía del brazo y lo sacó de la oficina, había sido suficiente, ¿no se daban cuenta de que ella ni siquiera entendía cómo podía saber eso? “Fue una noche interminable –se acuerda Candy–, la médica llegó a las tres y media de la mañana y de ahí nos dijeron que había que ir al hospital de Tigre para otro hisopado, y recién después ratificar la denuncia. Cuando lo hice me subieron a un patrullero y me llevaron para ver si reconocía los lugares donde había estado. Yo lo único que decía era mamá, mamá, porque ya no entendía nada.” Y, sin embargo, la familia de Candela siguió hasta el final. Querían hacer la denuncia, querían que agarren a ese hombre. Candy llegó a una clínica para que la atendieran siete horas después del ataque. Después pasó tres días con los ojos clavados al techo.


Candy se cortó el pelo, igual que Marisol. Claudia ya no se viste, se cubre con ropa tan grande que no es posible saber quién la lleva. Mariela engordó 35 kilos desde que la violaron. Candy sueña que él todavía la persigue, pero para Mariela es peor: sueña que el tipo la ata a una silla y la obliga a ver la película de su propia violación. Nati (ver recuadro), dejó de crecer. “En serio –dice Candela–, tiene una hermana melliza que siguió adelante, tiene su cuerpo, sus amigos, sus salidas. Pero Nati no, no quiere ser grande.” Alguien más elige prendas que parecen compradas en tiendas de bebé. Candela muestra una foto suya antes del ataque y es difícil reconocerla. Tenía la cara angulosa y unos rasgos finos que no va a recuperar. “Por los golpes los huesos largan unos líquidos que te hinchan”, explica. “Pero ninguna de las chicas está igual. Para todas fue un antes y un después.” Se conocieron en la rueda de reconocimiento, cuando tuvieron que señalar a uno entre un montón de hombres. A uno que podrían haber reconocido con los ojos cerrados porque todas recordaban el mismo olor a perfume dentro del Palio azul donde las violaron. María Elena, la madre de Candela, fue la que empezó a tender lazos entre unas y otras. Su hija todavía no podía hablar como lo hace ahora, hasta se había enfurecido cuando su mamá convocó la primera marcha pidiendo justicia, desde la puerta de la casa hasta la estación Virreyes. “Fue el 1 de mayo, lo habían detenido el 23 de abril y no nos querían decir, aunque nosotros, toda la familia, iba dos y tres veces por día a la comisaría”. Para María Elena fue la gracia de la televisión la que hizo que le dieran la información sobre el detenido y los detalles de la causa. Cuando llegó la rueda de reconocimiento sentía que tenía que juntarse con otras mamás para poder seguir adelante. “Es que yo estudié de mamá nada más, los crié a mis cuatro hijos pensando que estaba en todos los detalles, que nunca les iba a pasar nada. Y mirá todo lo que aprendí. Ahora sé lo que es una UFI, se lo que es la pastilla del día después que te dan para que no queden embarazadas después de una violación, sé cosas que no quisiera haber aprendido.” La Asociación de ayuda a Víctimas de Violación se creó por elimpulso de esta mujer que un día cerró la puerta de su negocio de comidas y nunca lo volvió a abrir. Que en cada relato se hace llamar mamá por cualquiera que la nombre. El dolor de su hija, y el propio, se organizó entre almuerzos, cenas y reuniones con otras familias después de la condena y en unos cuantos saberes de los que no quiere dudar porque su seguridad es lo que tiene. “Acá no sirven los psicólogos, no sirve nada. En esta familia todo lo hablamos entre nosotros porque el mal trago hay que pasarlo rápido, si se queda en la boca haciendo buches es peor.” Es de las que creen que hay que ser fuerte, que las lágrimas tienen que servir para algo más que para desahogarse. Cuando recibe un llamado en su casa de “alguien en crisis”, le dice que guarde sus “mocos para después pegar afiches con la cara del violador”. Dice que nadie la ayudó más que los medios de comunicación, y que está cansada de que haya víctimas de primera y víctimas de segunda según el apellido que lleven. “Lo que yo te puedo decir –afirma pitando fuerte su cigarrillo– es que me convertí en la pesadilla del fiscal, de la policía, de todos. Y no tenemos miedo aunque nos balearon la casa dos veces, una en el aniversario de la violación de Candy y otra en el aniversario de la detención de Posadas.” Ahí tiene las vainas servidas como prueba y los agujeros en las paredes de una casa de trabajadores en Virreyes. “Yo me encontré una noche en la villa Corea buscando armas robadas para salir a matar a este tipo, no nos quisieron vender porque no nos conocían. Pero salimos cada noche hasta que lo detuvieron con pedazos de fierro, o cadenas. Si hasta mi marido siente que perdió la hombría después de lo que pasó.” Pero ahí está, a su lado, dejando que los ojos se le empañen cuando escucha, una vez más, la voz de Candela atravesando su propio túnel.


En su documento, Candy es Ceferina Gónzalez aunque nadie la conoce por ese nombre, fruto de una promesa de su mamá cuando ella pesaba poco más de un kilo y luchaba en la incubadora para sobrevivir. Volvió a trabajar antes que a estudiar, sencillamente porque es otro camino el que tiene que hacer desde su casa y porque a sus compañeros les prohibieron hacerle preguntas. “A mí eso no me importa, lo que no quiero es que hablen por detrás.” Si tiene nostalgia por el cascabel que fue, no lo admite. ¿Para qué? No hace mucho que pudo correrse del lugar en el que la pusieron desde el violador hasta los que la interrogaron en esa noche que ella llama “mi pesadilla”. ¿Qué hizo que pudiera asumirse como víctima? “Haber conocido a Nati, el día que llegué a la rueda de reconocimiento la vi jugando con su muñeca en una silla y no podía creer que a ella también le había pasado. Y yo tan grandota y sin querer salir de mi casa. Apenas nos conocimos fue gracioso, porque nos decíamos que nos queríamos mucho sin conocernos. Y es que nos queremos, con las otras chicas también. Primero hablamos por teléfono y cuando nos encontramos los abrazos no se terminaban nunca. Por eso yo quiero seguir ayudando, porque nadie te entiende como alguien que pasó por eso. Y sí, voy a volver a estudiar, a lo mejor en una universidad privada, voy a ser la primera en mi familia con un título. Y voy a ser abogada. Y lo más gracioso es que en algún momento, seguramente, voy a estudiar mi caso.”

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