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Viernes, 25 de julio de 2003

“Ir siempre con la verdad”

Por Sonia santoro

Natalia tiene 14 años y, aun teléfono mediante, impresiona su voz de nena. Una voz por momentos ingenua, que se guarda para sí lo más tenebroso que le tocó vivir el 14 de diciembre de 2000. Tenía 11, cursaba sexto grado, y era, como ella trata de explicar, feliz. “No sé si es la palabra, pero ahora me enojo de nada o me largo a llorar por todo”.
Después de ese día, todo se transformó. La cambiaron de colegio, de uno estatal a uno privado, más cerca de su casa de El Talar. “En las materias me iba mal, recién a mitad de octavo empecé a levantar las notas. Es que estaba como deprimida, hasta que la psicóloga me hizo entender que no podía dejar de salir ni tampoco tener una actitud mala”, dice, después de dos años de tratamiento psicológico. Le costó tener novio: “Pensé que todos los hombres eran iguales e iban a querer hacer eso. Pero ahora me di cuenta que no”, dice. No quería salir a ningún lado. No quería hablar con nadie. “Mis papás y mis hermanos me preguntaban cosas y yo no decía nada. Ni siquiera a mi hermana melliza. Yo no quería contestar. Nadie sabía. Ni en la comisaría conté. La policía me preguntó si el hombre me quiso violar y dije que no. No sé por qué, puede ser que me daba vergüenza. Todavía no pude contar todo. Solamente en el juicio”, dice.
Ahora, Natalia está en noveno año y es, junto a su hermana melliza, la del medio entre cuatro hermanos. Desde entonces, su mamá, portera en una escuela, y su papá, albañil, no encontraron otro recurso más que consentirla. Pero nada alcanzó para aminorar su angustia. El alivio sobrevino recién dos años y medio después, cuando contó con detalles todo lo que había pasado. Fue durante el juicio, que se llevó a cabo en el Tribunal Nº 3 de San Isidro.
Ese 14 de diciembre de 2000, Natalia volvía del colegio caminando y al llegar a la esquina de su casa vio que un hombre estaba golpeando una puerta. Siguió caminando hasta que el hombre le puso algo en la espalda y la obligó a subir a un auto. “Pasamos por la cuadra de casa, cruzó la ruta, donde había una terminal del colectivo 365. Yo le gritaba y le decía que me baje y él decía que ya me iba a bajar. Se detuvo enfrente, en un campo. No había nadie. Me decía cosas feas y me golpeaba. Y me intentó violar. Yo pegaba piñas y patadas. Y no me pudo hacer nada porque dijo que le rompí el parabrisas y me hizo bajar.” Natalia agarró su mochila, bajó del auto y caminó por la calle hasta su casa. No podía contener el llanto y estaba muerta de miedo. Pero entre tanta desgracia tuvo la suerte de que entre sus cosas agarró una factura telefónica del violador, lo que sirvió para encontrar a Posadas.
Tiempo más tarde, cuando la citaron para hacer una rueda de reconocimiento, se enteró de que no había sido la única, que había más chicas como ella. “Ahora ya está”, dice Natalia, concentrada en salir con sus amigas y en ir a cada fiesta de 15 que se presente: “Trato de divertirme; como dijo mi mamá, las cosas malas se tienen que olvidar”. Ese olvido selectivo, le permite participar de la Asociación de Víctimas de Violación (Avivi) porque le hubiera gustado tener a alguien que haya pasado por lo mismo para poder hablar. “En la rueda de reconocimiento Ceferina me dio la mano y con la mirada me dijo ‘yo te entiendo’. En mi casa nadie me entendía, nadie me podía calmar, yo lloraba y lloraba.” Además de contar lo que le pasó, Natalia se anima a dar consejo a las chicas que pasen por lo mismo: “Tienen que ir siempre con la verdad, tienen que decir todo. Porque yo me sentí mal porque mentí y después me di cuenta que si decía la verdad se hubiera hecho todo más rápido”.

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