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Viernes, 26 de septiembre de 2003

SOCIEDAD

Romper el silencio

El tráfico y la explotación sexual, especialmente de mujeres, niños y niñas, es una práctica que lejos de menguar ha crecido sin detenerse desde hace siglos. Amparada por la globalización que borró fronteras y empobreció aún más a los países vulnerables, este negocio deja entre cinco y siete billones de dólares por año, cobijado por el silencio –el miedo– de las víctimas y la complicidad de funcionarios de Estado a los que también compra el dinero.

Por Marta Dillon

Fue en su garganta donde la muerte cerró su cerco. Ahí donde quedan las palabras no dichas, donde se acumulan cuando el mandato de silencio es la condición para seguir andando. Y sin embargo ella había hablado. Cinco años antes de que se firmara en el Hospital Argerich su certificado de defunción, ella había corrido hasta la comisaría séptima de Buenos Aires para contar su historia. Dijo, cuando faltaban minutos para el brindis que recibiría el año 1930, que hacía demasiado tiempo que vivía sometida por la red de proxenetas más organizada de la que se tenga memoria en la Argentina: la Zwi Migdal. Pero ni siquiera entonces, amparada por el jolgorio de fuegos artificiales y disparos al aire que cubrieron su huida del burdel donde había vivido esclavizada, pudo decirlo todo. Inventó, para ser “la denunciante” a una mujer que era como muchas, pero no ella. Una mujer soltera, nacida en Polonia, llegada al país en 1918 y engañada por un proxeneta que por once años la había obligado a ejercer la prostitución, a llevar como un estigma un carnet en el que se anotaban las revisaciones médicas, la expropiación de su cuerpo. Calló la historia de amor que la había traído a Buenos Aires desde Lotz, silenció a su marido muerto de tuberculosis apenas ella bajó del barco, omitió en las denuncias a sus dos hijos, dos varones que enterraron a su madre en un cementerio de Avellaneda, hasta hoy el “cementerio rufián” para la colectividad judía, cuando apenas empezaban a gozar de la vida en familia, con “mamita”, como le escribían en las cartas que de alguna manera llegaron a filtrarse en el encierro del prostíbulo. De algún modo tenía que defenderse después de haberse atrevido a denunciar y a ratificar su denuncia como ninguna antes lo había hecho. Nombrar a sus hijos hubiera sido como delatarlos, ofrecer un blanco para la organización herida de muerte después de su atrevimiento. Y así pasó a la historia, con su vida familiar recortada, nombrada en los diarios de la época como “una mujer de vida airada”. Como alguien “que había llegado a los 18 años a Buenos Aires para ejercer su profesión en un prostíbulo de Valentín Gómez 2888”, según el diario Clarín en una edición del año 2000. Y así hubiera quedado su otra vida, silenciada, si Myrtha Schalom, autora de La Polaca (Grupo Editorial Norma, 2003), no hubiera sostenido su obsesión por darles encarnadura a esas pocas líneas que entonces les dedicó la prensa. Pero Schalom inició su investigación en 1986, escribió una miniserie para televisión pocos años después y apareció fugazmente contando la historia en el programa “Siglo XX, Cambalache” en 1992. Entonces otra Raquel, heredera del nombre que le dieron a Ruchla en aquel prostíbulo de principios de siglo, reconoció a su abuela. Esa mujer que aparecía en las fotos familiares guardadas celosamente junto a unas pocas cartas y otros tantos certificados era la misma mítica heroína que había hablado en público, pero había callado en la intimidad. “Si mi abuela es la que usted describió en el programa –le dijo Raquel Ferber a Schalom–, estoy muy orgullosa de ella.” Es curioso, pero la misma estrategia que usó Ruchla o Raquel Liberman para conservar su libertad después de denunciar a quienes la sometían es una herramienta común para muchas mujeres que se ganan la vida en cabarets o burdeles encubiertos en casas de masajes. Sara Torres, referente argentina en la coalición contra el tráfico de mujeres y niños –organización que tiene categoría II estatus consultivo ante el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas–, lo detectó a mediados de los ochenta cuando trabajaba en un (desaparecido) organismo de la seguridad social. “En cabarets, locales de baile clase A, es decir con ‘alternadoras’ o en supuestas casas de masajes, las mujeres renunciaban a cobrar el salario familiar. Estaban sindicalizadas como artistas de variedades o, en el caso de las casas de masajes, incluidas en la convención del Sindicato de Sanidad. Pero las leyes laborales no se cumplían. Casi todas tenían hijos y lo que yo les ofrecía era presentar la documentación para cobrar el retroactivo por los salarios familiares adeudados, no entendía por qué no querían hacer el trámite hasta que una de ellas, en un aparte, me dijo: ‘Escuchame, nena, ¿vos estás loca? ¿Cómo se te ocurre que vamos a dar la partida de nacimiento y el domicilio de nuestros hijos? Si lo hacemos no nos vamos más de acá’. Exponer a sus hijos era ofrecer a sus ‘empleadores’ una herramienta para esclavizarlas”, cuenta Torres. Porque además esas empresas “empleadoras” tenían una llamativa composición: “Pudimos verificar que en las sociedades comerciales de este rubro de ‘entretenimientos’, se contaba al menos con un representante de las fuerzas de seguridad, un jubilado del Poder Judicial y también algún funcionario municipal”, agrega. Cuando la Zwi Migdal hacía pingües negocios en Argentina a principios de siglo, sus mejores aliados eran jueces y policías, los mismos que registraban las actividades de las “pupilas”, las sometían a controles médicos y registros denigrantes que las dejaban al margen de todo orden social fuera del prostíbulo. Después de la denuncia de Raquel Liberman, el 31 de enero de 1929, 108 de los más de 400 proxenetas registrados en aquella sociedad que se declaraba de socorros mutuos fueron detenidos y procesados. Pero el poder del dinero que generaban los burdeles era fuerte. Menos de un año después, cuando ya se había instalado la primera dictadura militar en el país, la Cámara de Apelaciones liberó a 105 de los procesados. ¿Cómo habrá vivido desde entonces “la denunciante” a que hacen referencia los documentos de la época? ¿Cómo esperaba el juez de instrucción Manuel Rodríguez Ocampo que otras mujeres llegaran a su despacho para contar su historia con la amenaza de la revancha de esos hombres que las mantenían en cautiverio quitándoles sus documentos y hasta el dinero que ganaban? ¿Sabrían esas mujeres que, como cuenta Albert Londres en su libro El camino de Buenos Aires, la misma Policía Federal se empezó a formar en 1891 reclutando delincuentes y traficantes europeos que venían “con la única finalidad de ingresar a la policía local para ejercer mejor su oficio de agentes de la prostitución”? El miedo de aquellas “polaquitas” que eran traídas de una Europa devastada, con promesas de casorio o trabajo, que hablaban idish o polaco y eran encerradas bajo la custodia de rufianes de distintas escalas y madamas de cuerpos mancillados por años de explotación sexual no debe haber sido muy distinto del que sintieron otras mujeres, traídas de Paraguay, casi un siglo después. En el año 2001 la denuncia sobre la esclavitud a que eran sometidas jóvenes paraguayas de distintas edades en prostíbulos encubiertos de San Miguel, en la provincia de Buenos Aires, pareció haber puesto al descubierto la red de impunidad que el proxeneta Vicente Serio había tejido con la policía y funcionarios de la municipalidad que regía entonces el carapintada Aldo Rico. El mismo Serio dijo pagar 18 mil dólares por mes para silenciar a distintas autoridades, mientras que compraba mujeres –en la mayoría de los casos sólo hablaban guaraní– en Paraguay por módicos 300 pagados a guardiacárceles –muchas estaban presas cuando fueron traficadas– o parientes. Sin embargo el único condenado fue Serio. Ni la policía quemiraba para otro lado, ni la municipalidad que habilitaba esos túneles sin salida fueron acusados judicialmente como cómplices necesarios. Es que esta historia, la del tráfico y la explotación de mujeres, niños y niñas, es una historia de silencios. Una historia de impunidad.


A Myrtha Schalom se le heló la sangre cuando escuchó la noticia en la radio. La Polaca, su libro, ya había sido publicado; ella había cumplido con eso que sintió como una misión: unir a Ruchla, la de las fotos familiares, con la Raquel que se animó a hablar. “Pero en el momento en que conocí la historia de esa muchacha argentina que había sido esclavizada en España tuve la sensación de que lo que había escrito era una crónica diaria, actual”. Fue en agosto cuando esa mujer pudo zafar de el encierro al que se había entregado por creer en una oferta de trabajo en un bar español. Lo consiguió gracias a un mail que en un descuido pudo enviar a un familiar. Schalom no pudo evitar recordar a una antecesora de Raquel, Perla Pezelorska, quien en 1926 arrojó con las mismas esperanzas que un náufrago una botella al mar un papelito escrito en idish en el que pedía ayuda para que la liberaran de su cautiverio en un burdel del barrio de Once. Perla fue liberada. En el diario Mundo Israelita, el 9 de octubre de 1926, se da cuenta de su historia y exige a las autoridades que hagan algo para terminar con el proxenetismo. “Pero la fuerza policial estaba sumergida en la corrupción –dice Schalom– y los únicos que perseguían o al menos marginaban a los integrantes de la Zwi Migdal estaban dentro de la comunidad judía que los había expulsado de las asociaciones mutuales, de crédito, les prohibían la entrada a los teatros y hasta al mismo campo santo. Pero los rufianes generaron su propia organización y tuvieron su cementerio cuatro años antes que el resto de la colectividad”. Es ese cementerio rufián, ahora abandonado y cerrado, en el que fue enterrada Raquel Liberman en 1935. Y aun así, aun habiendo soportado la vergüenza de tener que enterrar a su madre en ese lugar non sancto, en la memoria de su familia no quedó nada de esa otra que ella que fue mientras estuvo esclavizada. A pesar de que su nieta lleve su nombre de fantasía. Es que el silencio tampoco sería tan gravoso si no fuera obligado además por la condena social, por la misma estigmatización que hoy siguen sufriendo las mujeres que se ven obligadas a rentar su cuerpo por dinero. “A ninguna mujer le gusta pararse en una esquina –dice Jorgelina Sosa, secretaria general de Ammar Capital–, pero a veces no queda otra. Por eso nos organizamos y por eso queremos ser reconocidas como trabajadoras. Nosotras no decimos nos vamos a prostituir cuando salimos a la calle, decimos que vamos a trabajar. Pero también buscamos otra calidad de vida, tratamos de generar emprendimientos, autoconciencia, autoestima para poder resistir. Es un trabajo que queremos dejar, pero no nos gusta la palabra prostitución, es chocante”. Sin embargo, cuando Jorgelina Sosa admite que hay mujeres esclavizadas dentro de “prostíbulos”, que las traen engañadas “de otros países diciéndoles que van a tener trabajo en el servicio doméstico y después las dejan encerradas”. Ahí la organización Ammar no puede llegar; los proxenetas les prohíben la entrada o se paran detrás de ellas cuando ofrecen instrucción sobre la prevención de enfermedades de transmisión sexual para controlar que se hable de eso y de ninguna otra cosa. Llamarse a sí mismas trabajadoras sexuales es una estrategia, así pueden organizarse, encontrar pares, correr su cuerpo de esa carga que tiene el mote de prostituta y que tanto se usa cuando ellas son protagonistas de alguna noticia. Incluso en aquellas en las que aparecen como víctimas: asesinadas, desaparecidas –como en Mar del Plata–, vendidas al exterior y hasta liberadas, como en el caso de un burdel de Tandil y otro en Necochea en donde a fines de los 90 se encontró a un centenar de mujeres extranjeras y sin documentos en situación de esclavitud.
Tenebrosos, ésa era la palabra con que las crónicas y los documentos de la época designaban a los proxenetas. Una palabra que dejó de usarse y que designaba sólo a esos que se dedicaban a explotar mujeres, a apropiárselas como si fueran objetos. Un vocablo gráfico que podría haber salido de la boca de una de sus sometidas que antes y ahora se convierten en víctimas después de un primer gesto de confianza. Leonor Núñez relata en su ponencia “Salud, trabajo y prostitución”, presentada el año pasado en el Foro Internacional de Mujeres contra la Corrupción, que días antes del “último Mundial de Fútbol me interpeló una joven universitaria cuestionando la eficacia de las actividades preventivas y la falta de difusión sobre los riesgos a que se exponen en algunos casos quienes, por ejemplo, buscan trabajo como actrices. Había participado en un casting para un film de cortometraje en una institución gremial que le parecía confiable. Sin embargo, al culminar las entrevistas de admisión le propusieron que ni bien llegara a Japón –ellos pagarían el pasaje– trabajara en un bar hasta que esté todo listo para la filmación. En relación con el idioma no debía preocuparse porque le garantizaban que ‘allá la esperaban un argentino y un mexicano’”. La historia de esta joven, que finalmente no viajó, podría ser la de Irina, una ucraniana que logró escapar de su encierro en Israel en el año 2000 a donde había llegado por un aviso en un diario de su país y acompañada por un compatriota para trabajar como bailarina. En Israel las mujeres de Europa del este son las más preciadas, dicen los funcionarios policiales y las ONG que trabajan para proteger a las mujeres del mismo modo que en 1895 llegaron al país las Ezras Noschim, agrupaciones judías de protección a las mujeres y las niñas, que ocupaban el lugar que el Estado dejaba vacante. Igual que ahora, cuando los prostíbulos se anuncian en el diario y cada vez que hay redadas policiales “las detenidas son nuestras compañeras o el tipo que atiende el mostrador, porque los verdaderos dueños que nosotras sabemos que son jueces, legisladores y policías no aparecen ni caen nunca”. Es curioso, porque la ley argentina no pena a las mujeres en situación de prostitución si no a los que las explotan. Fue Alfredo Palacios quien presentó y logró la aprobación de la primera ley abolicionista del continente en 1913, en su honor el 23 de septiembre -día en que la presentó al Congreso– fue declarado el Día contra el tráfico de personas, especialmente de mujeres y niños. A pesar de que en 1951 Argentina firmó el Convenio para la represión de la trata de personas y la explotación ajena, todavía se discute cómo reprimir la oferta de sexo en la calle en lugar de eliminar los burdeles donde las mujeres son esclavizadas. Está tan instalada la idea de que lo que está penado es la situación de prostitución que cuando pocas semanas atrás se derogaron en Entre Ríos los edictos policiales que permitían detener a las mujeres en esa situación, la noticia en casi todos los medios fue que en esa provincia se legalizó la prostitución. Aunque resulte obvio hay una pregunta que es necesario formular: ¿por qué será que son los edictos promulgados por las autoridades policiales los que ponen más énfasis en reprimir la oferta de sexo en la calle? ¿Quiénes les cobran a las mujeres el precio de su libertad?
La historia no se repite; la historia continúa. Porque ésta, la del tráfico de mujeres para explotarlas sexualmente, ha seguido un continuo que lejos de detenerse se ha agravado con las fronteras lábiles de la globalización. Hoy, según las cifras que se manejan en Naciones Unidas, condicionadas por el silencio y las redes de impunidad que encubren esta actividad, se calcula que 400 millones de personas –especialmente mujeres, niños y niñas– son traficadas y sometidas a la servidumbre. En la década del ‘90, por poner un ejemplo, más de cinco mil mujeres dominicanas fueron traídas a Buenos Aires con promesas falsas de trabajos redituables. Ellas pagaban para venir pasajes, pasaportes, comisiones para los traficantes. Sólo se necesitaba que ellas tomaran conciencia de que nohabría ningún trabajo que les permitiera enviar dinero a sus familias para explotarlas sexualmente. El método es el mismo que hace más de un siglo, buscar mujeres o niños y niñas en situación de vulnerabilidad, agravar esa situación y después ofrecerles como panacea convertirse en objetos de uso. Según las Naciones Unidas el negocio del tráfico y la explotación sexual deja, por año, entre cinco y siete billones de dólares. Al parecer es dinero suficiente para comprar impunidad y silencio. Aunque todo el tiempo emerjan de ese abismo las voces de quienes resisten y denuncian, como lo hizo Ruchla Liberman en 1930, a costa de desdoblarse en dos. A costa de una memoria recortada que hoy su familia ha podido reconstruir con orgullo.


Foto de tapa: Raquel Liberman junto a dos compañeras,1928.

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Arriba: RUCHLA LAJA LIBERMAN EN 1918 (archivo familiar)
Abajo: Dominicanas en Buenos Aires, más de cinco mil fueron traídas a fines del los 90.
 
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