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Viernes, 10 de mayo de 2013

VISTO Y LEíDO

El pacto

La última novela de Aurora Venturni, Los rieles, sella su pacto con la escritura y salva a la autora –y, por qué no, a los lectores– del paso apresurado y siempre ganador de la muerte.

 Por Marisa Avigliano

Escribir hasta que la muerte nos separe. No, así no, escribir aunque esté muerta. Es esta última oración la que sella en Los rieles el pacto entre Aurora Venturini y las palabras. Porque ni muerta Venturini deja de estilar su narciso psíquico, aunque en su convalecencia las malignas lagartijas de pesadilla celebren el diálogo con el diablo: “Me vio y se acercó: ‘Estás muerta’, espetó. Grité desesperada: ‘No estoy muerta’. Insistió: ‘Estás muerta hace tres horas’. Repliqué ‘¡No!’. Insistió: ‘Estás muerta hace dieciséis horas’”. En Los rieles, lo mejor que leí de Aurora desde Las primas, Venturini cuenta –cuando ya ha cumplido los noventa– en primera persona la caída (fue en su casa en abril de 2011) y el devenir quirúrgico de su esqueleto roto, al que intentaron volver a armar cuando quisieron subirlo a una camilla. Bajo los efectos de la escritura –tres primeras páginas rumbosas– respira una salud en riesgo que sólo se salva cuando el lector no la deja sola ni se convierte en familia. El derrame óseo moldea una novela con ciudades italianas –Italia manda en Venturini–, se escucha el chillido anecdótico de voces pasadas con algunos apellidos ilustres, se sospecha un erotismo acuático escondido en un bosque arcaico y se evocan museos eternos –por supuesto también el de la infancia desgraciada, cómo no iba a hacerlo...–, ofreciendo en la crueldad de sus espejos literarios aire para los pulmones roncos. Sobre la cama ortopédica o sobre la parrilla (no hay eufemismos cuando se trata del cuerpo propio), su cadáver vivo evoca y maldice lo que tenga que maldecir para que el miedo no le unte los huesos. Sus tres días en el infierno “ojalá lector atento jamás te acerques siquiera a la superficie del Averno” la muestran endeble, temerosa “ingenuo Dante Alighieri, aún exiliado en Ravena”, nunca romántica. Venturini jura y miente –si exagerar es mentir– y dice que a veces es cursi, “cursi puse el disco de pasta en el fonógrafo de colección que aún funciona. Roló El murciélago de Strauss y el viaje a Viena y sus calles inundadas de Danubio Azul”. En el andén de la desmesura las palabras se funden con los hierros –rieles de la memoria– para armar la carcasa que reclama el cuerpo trozado, hay que calmar el hambre de movimiento y juntarlo pronto en la piel, en los poros, en las uñas, en los recodos recónditos donde se junta lodo, en la poesía. Entonces, sin demora entre alucinaciones y dolores, nos lleva a su quinta de City Bell, muy cerca del Camino General Belgrano, a una noche de primavera setentista cuando fusilaban a los chicos de La Plata, el baldío se cubría de color plata y la noche pisaba una huella. En aquella tundra el olvido es indecente y la sombra de lo no dicho acompaña los días de recuperación. La bisabuela irreal aconseja a los jóvenes en las páginas finales: “Si la flecha insistiera, alzá un batracio de gran porte y ponételo adelante. La flecha herirá al batracio. Dejalo herido de amor primero y lo escucharás croar a la luna lunera de García Lorca y a la estrella matutina. Que se joda el sapo. Vos, seguí invicto”. Una vez más susto y risa, porque estar vivo no alcanza sin el conjuro del lenguaje venturiniano, de modo que ningún distraído crea que por estar desarmada por un rato, a merced de una enfermera-asistente traicionera y en manos de un kinesiólogo, Venturini dejará de ser aquella narradora rabiosa de El marido de mi madrastra, no, de ningún modo.

Los rieles estrena una rabia mensajera, como ese dibujo alado de un solo trazo que sobrecarga de significado fanatismos (y de paso algunas manías) y que contagia con su juicio el traslado en un vehículo perdurable de una diva tan empeñada en su arte que inmoló el cuerpo en la proeza de cumplirse.

Los rieles
Aurora Venturini
Mondadori

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