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Viernes, 5 de julio de 2013

MALAK HIFNI NASIF 1886-1918

La transformadora

 Por Marisa Avigliano

Una partera frunce el ceño y se siente culpable, acaba de nacer una nena. La sombra del Templo de Luxor mancha la orilla oriental del Nilo, el siglo XIX está terminando y nadie celebra en el Egipto colonial que una mujer haya llegado al mundo. El banquete está reservado para los varones. Malak Hifni Nasif, una señorita de la alta burguesía que estudió en una escuela francesa y después en una pública (fue la primera alumna en recibir un certificado), busca torcer el destino de la recién nacida. Amparada en sus privilegios sociales, se inscribe en el magisterio. Tres años después, los primeros tres del siglo XX, Malak –que festejaba sus diecisiete– recibió un diploma nuevo, impensado para su género: el de maestra. La hija de un hombre público respetado, mentor en la erudición de su heredera, la que cuidó a sus hermanos menores porque su madre vivía enferma, dejó su casa y salió a trabajar sin necesitarlo (sólo trabajaban las mujeres que no tenían dinero). Cuando terminaban las horas del aula, Malak recorría el barrio explicándoles a los padres que era imprescindible que las niñas fueran a la escuela. La maestra de estreno no buscaba cambiar cánones religiosos (era una musulmana ferviente que creía que la mujer tenía que ser madre y ama de casa), pero sí quería modificar la vida cotidiana. Un inicio, un primer paso. Cuando se casó dejó de trabajar y se fue a vivir con su beduino, siguiendo el color de la infinita arena en la luna del desierto, pero como no tuvo hijos, su marido (uno de los fundadores del Partido Popular Liberal Moderado) no sólo le confesó que tenía una hija sino que eligió tener una segunda esposa. Malak, que firmaba sus artículos periodísticos en contra de la poligamia con seudónimo (traducido como “Buscador en el desierto”), se hundió en una depresión melancólica que la mantuvo apartada y enferma hasta que decidió organizar en su casa un club de mujeres y más tarde una improvisada escuela de enfermería. Después del receso sentimental, la transformadora orgánica salió a la calle, recorrió zonas rurales y se convirtió en la conferencista preferida de las chicas. Nunca antes una mujer había hablado en público y menos para leer un alegato feminista. Sin embargo, su fanática voz patriótica no buscaba romper las estructuras por las que bregaba el derecho musulmán. Su lucha, adormecida en el légamo de su nido, se centraba en educar a las mujeres para que los hombres dejaran de abusar de ellas –blanco de ignorancia y repudio– en nombre de la religión. La esposa compañera (pedía además que se le concediera a la novia la posibilidad de conocer al novio antes del día de la boda) y no esclava, y la mujer instruida y no confinada en el tedio de un ocio forzado fueron sus batallas centrales, escasas para lograr una revolución cultural, pero indispensables para destrabar opresiones e iniciar derroteros –fue Huda Shaarawi quien continuó y perfeccionó la lucha con raíces políticas–. A la maestra normal le faltó el don fausto de áspides egipcíacas fundacionales que concibieron la historia en su patria, como si alguna termita de la familia de las que se comen los libros le hubiera dejado algunos capítulos hechos trizas y ella se hubiera conformado con las hilachas. ¿Ingenuidad? Murió en El Cairo un 17 de octubre, estaba trabajando en un libro sobre los derechos de las mujeres. Unos meses después, en diciembre, una ceremonia en su honor fue el primer funeral público destinado a una mujer. De todos modos, la impertinencia de la estirpe revolucionaria que no llegó a tener y que se le exige sólo busca acelerar los pasos para que no demore más el tiempo real en el que las mujeres ganen la batalla y no tengan que soportar en el siglo XXI el acoso sexual al que se las somete a diario.

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