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Viernes, 26 de junio de 2015

La casta cama de la Razón

 Por Diana Maffía *

Hace algo más de 10 años, el entonces rector de la Universidad de Harvard, Lawrence Summers, atribuyó la poca cantidad de mujeres en ciencias y la superioridad de varones en matemáticas a razones biológicas. Lo hizo en un foro destinado a debatir la escasa representación de las mujeres en las áreas universitarias de matemáticas, ingeniería y ciencias físicas. Explicó la subrepresentación en puestos jerárquicos en el área de las ciencias y la ingeniería, por la negativa de las mujeres a trabajar muchas horas por día por tener que ocuparse del cuidado de sus hijos.

Summers, un economista de carrera que se desempeñó como secretario del Tesoro durante la presidencia de Bill Clinton, afirmaba que las investigaciones sobre la mente, el cerebro y los comportamientos pueden resultar relevantes para analizar las disparidades de género en las ciencias, y para ejemplificarlo dio un ejemplo del determinismo genético que por error se atribuye a la socialización: si le daba dos camiones a su hija, los iba a tratar como muñecas y a uno lo iba a llamar mamá y al otro, papá.

Estas afirmaciones se respaldan en la objetividad del conocimiento racional, que preserva a la ciencia de todo sesgo pasional. Sería interesante saber qué fue 10 años después de la hija de Summers. A él su provocación le costó cara: debió renunciar al rectorado y por primera vez en su historia Harvard eligió una mujer para reemplazarlo. Claro que la ciencia sigue dando respaldo a la misoginia. Y si puede, al determinismo biológico que aleja a las mujeres de los requisitos indispensables para construir conocimiento fiable en comunidades epistémicas valiosas. Otro profesor de Harvard, Harvey Mansfield, en su libro Manliness, afirma que las mujeres son menos competitivas, no les gustan los riesgos ni la abstracción y son demasiado emocionales.

No vamos a decir que varones y mujeres no tenemos diferencias, porque las tenemos y son visibles y medibles. Hay cosas que sólo nos pasan a las mujeres: menstruar, gestar, parir, lactar, abortar. Eso es un hecho. La interpretación y valoración de ese hecho, sin embargo, corre por cuenta de la biología, la medicina, el derecho, la teología, entre otras actividades de la cultura humana en cuyo diseño y desarrollo las mujeres casi no hemos participado desde sus inicios en la modernidad hasta la segunda mitad del siglo XX.

Cuando hace pocos días el prestigioso Premio Nobel en medicina Tim Hunt opinó sobre la inconveniencia de la presencia de mujeres en los laboratorios (precisamente por los riesgos que implica su excesiva emocionalidad), su misoginia le costó renunciar al cargo de profesor en el University College de Londres. Curiosamente, esa universidad fue la primera en Inglaterra en incorporar estudiantes mujeres en paridad con los varones. Parece que sus profesores han sido poco instruidos en las razones institucionales que condujeron a adoptar esa paridad. ¿Cuánto influye un prejuicio en nuestra percepción del mundo, incluso en la formulada bajo los parámetros presuntamente neutrales de la ciencia?

El ideal de sujeto de la ciencia (racional, objetivo, capaz de abstracción y de pensamiento universal, neutral a toda valoración, literal en el uso del lenguaje) fue la característica compartida en los orígenes de la ciencia por los investigadores europeos que triunfaron en la institucionalización normativa de sus condiciones. Bajo el amparo de ese ideal construyeron argumentos que negaban esas características a las mujeres y a otros sujetos ausentes de la construcción del conocimiento científico. Y usaron esos argumentos como razones para la expulsión.

Recordemos que la científica más célebre, Marie Curie, doctorada cum laude en la Universidad de París, que ganó el Premio Nobel de Física en 1903 y el de Química en 1911 (con lo excepcional que resulta ganar esa distinción dos veces y en dos disciplinas diferentes) jamás fue aceptada por la Academia de Ciencias de París. Le dijeron que “era obvio” que no podían ingresar mujeres. Y ante su reclamo decidieron incluir una cláusula que explícitamente impidiera la inclusión de mujeres en la Academia.

Finalmente lo logramos, tenemos representación en todas las áreas de la ciencia (las más desafiantes son las ingenierías), pero no hemos logrado todavía diluir el pánico moral que genera nuestra presencia en los laboratorios. Las científicas reaccionaron con humor, sacándose fotos con sus uniformes que están lejos del paradigma glamoroso y sensible que describió Hunt (“ellas se enamoran de nosotros, nosotros nos enamoramos de ellas, y cuando las criticamos lloran”).

Porque no son sólo nuestras presencias físicas lo que atemoriza, son también nuestras características mentales, emocionales y lingüísticas. Recordemos que ya en 1666 el filósofo Samuel Parker, en Censura libre e imparcial de la filosofía platónica, advertía: “Todas aquellas teorías filosóficas que son expresadas sólo en términos metafóricos no son verdades reales sino meros productos de la imaginación, vestidos con unas pocas palabras huecas llenas de lentejuelas. Cuando sus disfraces extravagantes y lujuriosos entran en la cama de la razón, la profanan con abrazos impúdicos e ilegítimos”.

Es en la casta cama de la razón donde nuestra presencia inquieta...

* Dra en Filosofía. Investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires y de la Red Argentina de Género Ciencia y Tecnología.

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