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Lunes, 3 de marzo de 2003

Juan Gálvez vive

Se cumplen hoy cuatro décadas de la muerte del más grande piloto que dio el folklórico Turismo Carretera, una leyenda que nació con las rutas del país y que cayó para siempre en una curva cercana a Olavarría.

Por Guillermo Blanco

Solía afirmar Atahualpa Yupanqui que “lo que entra a la cabeza, de la cabeza se va//lo que dentra al corazón, se queda y no se va más”. Por eso este recuerdo hacia Juan Gálvez no se frena sólo ante la curva que hace cuarenta años lo despidió del Ford 5 aquel mediodía del domingo 3 de marzo del ‘63, mientras apretaba la suela del pie derecho para descontar la ventaja motriz de los gringos Emiliozzi. Esta evocación que pretende superar lo estadístico, para transformarse en un sentido y necesario testimonio, compartido con quienes se abalanzaban hacia los alambrados levantando los brazos para verlo pasar, casi siempre adelante, prolijo y serio, taciturno y preciso, con ese bigote fino que le remarcaba más esa sonrisa tenue que solía mostrar, luciendo ese “1” orgulloso en las ancas de su legendario Ford.
El “ha muerto Juan Gálvez” que finalmente se filtró por las Spicas provocando tanto llanto, terminó con la vida del más grande ganador del automovilismo telúrico. Nueve campeonatos, como nueve lunas que alumbraron durante dos décadas, sólo interrumpidas por cinco títulos de su ilustre hermano Oscar, y otra por Rolo de Alzaga, aunque todos bajo el paraguas del óvalo. Ambos conformaron la pareja de hermanos más grandes que haya dado el automovilismo argentino, sembraron su apellido por todos los rincones de un país que los quería y respetaba, y hoy andan diseminados por toda la geografía argentinos llamados Oscar o Juan, precisamente en homenaje a ellos.
Desde aquella primera vez en que se subió como acompañante de Oscar en el ‘38 –con 20 años cumplidos el 14 de febrero de ese año– fue cimentando su propia historia de la mano de su hermano mayor primero, hasta que tomó vuelo propio y cuando el cruel pace-car de la Segunda Guerra Mundial se hizo a un lado y se reanudó la vida, su presencia fue imprescindible para escribir una época de gloria del automovilismo argentino.
Autodidacta del fierro, solía tener reflexiones de este tenor: “No necesito radio. Cuando estoy primero en la ruta y la gente se sorprende al aparecer mi máquina, sé que nadie me esperaba aún y que, por consiguiente, llevo mucha ventaja al segundo. Si, en cambio, voy corriendo desde atrás, observo el comportamiento del público, su vitoreo o su indiferencia, para formarme una idea concreta de cómo estoy colocado. Observo las huellas o las polvaredas que pueden estar levantando mis rivales y me oriento perfectamente bien...”.
Juancito había aprendido al lado del Aguilucho, como mecánico del taller de San Martín y Galicia y como acompañante desde el ‘38. Hasta que luego de la piña que se dieron en Lima durante el GP del Sur del ‘40 se emancipó, tomó su propio volante en las Mil Millas del ‘41, donde resultó segundo acompañado por Augusto López y, siempre fiel a la marca, fue modelando su grandeza en duelos que tuvieron como adversario principal a un balcarceño de apellido Fangio, sin olvidar a otros como el juninense Eusebio Marcilla, el venadense Marcos Ciani y el uruguayo Supicci Sedes, entre tantos grandes de la época de oro. Nobleza obliga, por el valor que tenían por entonces, es justicia nombrar además de López, a los otros cinco acompañantes de Juan en los 23 años de actividad: José Basanta (‘47), su hermano Roberto (en el ‘47 y del ‘49 al ‘52), Desiderio Avila (en el ‘48), Juan Carlos Perna (del ‘52 a ‘58) y Raúl Cottet (del ‘58 al ‘63).
No es intención abrumar con estadísticas, aunque sea necesario recordar en qué años fueron logrados los nueve títulos: del ‘49 al ‘52, del ‘55 al ‘58 y en el ‘60, además de los cinco grandes premios: ‘49, ‘50, ‘51, ‘58 y ‘59 (año en que se le escapó por un suspiro el título que quedó en manos de Rolo de Alzaga). Corrió 144 veces, ganó 59. Tanto él como Oscar eran imbatibles y, por qué no, envidiados. La minuciosidad de uno y lainventiva del otro superaban a un compacto lote de otros pilotos que también tenían sus virtudes, pero que quedaban superados por tanta eficacia a la hora de preparar los autos, estudiar la estrategia y coronarlo todo con una conducción impecable. Entre ambos se repartieron 14 títulos, la idolatría de una gran mayoría de tuercas y la reverencia de sus adversarios de ley. Además ofrendaron lo mejor de sí a una marca que los tuvo como referencia mayor a la hora de afirmarse en estas por entonces prósperas tierras de la América del Sur y triturar las expectativas de Chevrolet.
Juan era un porteño esquivo a la hora de derrochar simpatía, y más aún comparándolo con su verborrágico hermano Oscar (quien más allá de algunos cimbronazos, lo ayudó en momentos difíciles como cuando resignó su triunfo en la mítica Buenos Aires-Caracas tras ayudarlo). Su sobriedad era otra de sus características. Pero una vez soltó el indio y se fue a recorrer el país en el auto de carrera en compañía de su hermano menor, Roberto. Ocurrió cuando Evita le pidió que le diera una mano para la reelección de Perón en el ‘52, y así fue como Juan anduvo de pago en pago en un viaje singular que le sirvió además para comprobar el creciente afecto de la gente del interior hacia él.
Aquel de Lima en el ‘40 no iba a ser el único accidente feo. Ya como piloto, se comió una curva tras quedarse sin luz y viendo apenas a través de las del “Sapito” de Marcos Ciani durante 100 kilómetros. Fue en el GP del ‘60, por Pinzón, cerca de Pergamino, y ese accidente fue el inicio de un tiempo distinto, ya que durante la temporada siguiente apenas si se presentó en una carrera despidiéndose del “1” para siempre, y en el ‘62 de nueve apenas ganó una carrera, la Vuelta de Laboulaye.
Hasta que llegó Olavarría, adonde Oscar le había aconsejado no ir. Con el resultado puesto la leyenda se agranda, pero lo cierto es que el Aguilucho intuía algo. Eran tiempos difíciles en que Dante y Torcuato Emiliozzi les habían encontrado la vuelta a los motores y la exigencia humana para compensar diferencias se condecía con el barro provocado por lluvia sabatina. Qué mejor que la tierra mojada para achicar la desventaja antes de subir al asfalto, habrá pensado Juan, quien saludó a Fortabat, posó para la impecable cámara de Melchor Vilanova junto a la trompa del auto azul y rojo, y vio cómo aquel querido fotógrafo con el pañuelito al cuello llamado Ricardo Alfieri lo enfocó saltando un charco tras dirigirse hacia la largada tras firmar unos autógrafos.
Cottet, el fiel acompañante magullado, quiso quedarse cuidando al Ford número 5 azul con techo rojo aún agitado por el vuelco producido a las 12.38, mientras un avión Cessna 182 en el que se encontraba el periodista Julio Ricardo descendía y se llevaba al ídolo al hospital local, desde donde enseguida llegaría la noticia letal. Don Isidro González Longhi, quien también había bajado desde el móvil aéreo de “Carburando”, comentó luego que el impacto había sido tan seco que el desenlace era fácil de prever. Muchos recordaron que Oscar también solía pedirle que no dejara de usar el cinturón de seguridad, algo que desistió de hacer desde que vio quemarse a un colega. Cinco tumbos después de no poder poner la segunda por un bronce del sincronizado de la caja modificada que se rompió y el auto que se desvaneció en tercera hasta despedirlos.
Y ahí está Juan, en el corazón de aquellos que ya han pasado la neutralización de los cincuenta, en la elogiable tarea de los devotos de los Gálvez que siguen llevando flores a la Chacarita cada 3 de marzo, y que en la víspera estuvieron allí adelantando el 40 aniversario, fieles como siempre, en ese sitial privilegiado donde ambos descansan junto a Raúl Riganti, Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Luis Sandrini, Adolfo Pedernera, Julio y Francisco De Caro, Alfonsina Storni, Agustín Magaldi, José Amalfitani y otros hacedores de la historia argentina que también sería bueno recordar. Díaz, Crosetti, el mercedino Hassan, Malverti, Delrío, los hijos Ricardo y Juancito, otros tantos anónimos empecinados en ganarle por una vuelta al olvido y un retazo de un país silencioso recordarán también a Juan Gálvez, como cuando lo saludaban con los brazos en alto detrás de los alambrados, delante de la muerte.

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La fina estampa, el bigotito, el Ford azul y rojo.
 
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