libros

Sábado, 20 de julio de 2002

El extranjero

THE FINAL
COUNTRY


James Crumley

Mysterious Press

Nueva York, 2002

320 págs.

 Por Rodrigo Fresán

Por un lado está la serie negra y por el otro está James Crumley. Me explico: lo que le hace a la novela policial dura este gigantesco texano nacido en 1939 es, en cierta forma, algo tan revolucionario como lo que le hizo Hammett a la novela inglesa con Lord o Lady envenenados en la biblioteca de la casa de campo. Crumley la hace volar por los aires y se sienta a escribirla. A Crumley –como a James Ellroy– no le interesan ni el cadáver frío, ni la mujer caliente, ni el cliente tibio. A Crumley le interesa el detective febril, el policía alucinado. Y Crumley –autor también de una legendaria novela picaresca “de Vietnam”, One to Count Cadence, y de un volumen de textos breves y miscelánicos, The Muddy Fork– tiene dos detectives inolvidables: C.W. Shugrue (protagonista de la insuperable The Last Good Kiss, a la altura de El largo adiós de Chandler, y de la demencial The Mexican Tree Duck) y Milo Milodragovitch (The Wrong Case y Dancing Bear). Para los fans de Crumley, la cuestión es un poco Boca-River y yo soy hincha de Shugrue. En cualquier caso, en 1996, Crumley nos hizo un gran regalo a todos: juntó a Milo y a C.W. en Bordersnakes para narrar, en capítulos alternativos y con la primera persona de rigor, una especie de eufórico apocalipsis que podría escucharse como una pesadilla de Warren Zevon.
En The Final Country –con Milo al frente– volvemos a encontrarnos con un Crumley bien añejado y con el mismo sabor de siempre. Insisto: lo que importa no es la intriga policial, sino la formidable calidad entre vencida y epifánica del lenguaje, la descripción de los paisajes como vibrantes naturalezas muertas, los diálogos afilados, ciertas sonrisas de ciertas mujeres, y ese tono entre cínico e infantil con el que Milo comienza confesando su aburrimiento luego de cinco años de inactividad al frente de una taberna para lavar dinero narco, para enseguidita –luego de que le matan a un dealer en su propia barra– sacar un revólver, mezclar tequila con cocaína, y a ver qué pasa. Otra vez, todo ocurre rápido y lento y con esa cierta falta de lógica narrativa que nos aleja del orden del thriller y no acerca al caos de la realidad. En The Final Country ocurren –como es costumbre en Crumley– muchas, demasiadas cosas: traiciones, sexo, asuntos territoriales, peleas (pocos escriben y describen tan bien como Crumpley el sonido de huesos rompiéndose), violación, tortura, mutilaciones varias, incesto, corrupción en la clase alta, esas cosas. Y por encima de todo y todos, Milo y la felicidad de que el poco prolífico Crumley haya vuelto a hacer de las suyas y de las nuestras. Y otra vez a esperar y, si hay suerte, la próxima es de Shugrue.
Mientras tanto, para los que todavía no lo conocen, están todos estos libros y estos dos detectives escritos por alguien que, dice, escribió su primer policial a los doce años y que empezaba así: “Volví a mi oficina y ahí estaba mi secretaria. Desnuda. Alguien había clavado una nota en su pecho donde se leía: ‘Aléjate del Caso Brown’. ‘¿Qué Caso Brown?’, pensé yo”. Alguien que, después, ahora, tanto tiempo más tarde, comenta: “Creo que toda mi carrera literaria está resumida en ese comienzo”.

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