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Domingo, 2 de abril de 2006

NOTA DE TAPA

Fox Populi

Paula Fox es una escritora que de tiempo en tiempo es olvidada para poder ser recordada mejor. Así sucede con la última generación de escritores norteamericanos, unánimes admiradores de su obra y en especial de Personajes desesperados, que acaba de publicarse en castellano (El Aleph). Jonathan Franzen escribió una vibrante introducción a esta novela, que arranca cuando un gato muerde a una plácida esposa neoyorquina y le revela que el mundo tiembla bajo los pies.

 Por Jonathan Franzen

En una primera lectura, Personajes desesperados es una novela de suspense. Sophie Bentwood, una mujer de cuarenta años que vive en Brooklyn, es mordida por un gato callejero al que ha dado leche y, durante los próximos tres días, se pregunta qué va a acarrearle el mordisco: ¿morir de rabia?, ¿inyecciones en la tripa?, ¿nada en absoluto? El motor del libro es el horror contenido de Sophie. Al igual que en las novelas de suspense más convencionales, están en juego la vida y la muerte y, tal vez, el destino del Mundo Libre. Sophie y su esposo, Otto, pertenecen a la incipiente alta burguesía urbana de finales de los años sesenta, un período en el que la civilización de Nueva York, la principal ciudad del Mundo Libre, parece estar desmoronándose bajo una cortina de basura, vómitos y excrementos, vandalismo, fraudes y odio social. El mejor amigo de Otto, y su socio, Charlie Russel, deja el bufete de abogados y ataca violentamente a Otto por su convencionalismo. Otto se lamenta de que la descuidada cocina de una familia rural “le está diciendo una sola cosa” –dice “muérete”– y, sin duda, ése parece ser el mensaje que recibe de prácticamente todo en su mundo cambiante. Sophie, por su parte, fluctúa entre el horror y un extraño deseo de resultar perjudicada. Le aterra el dolor que no está segura de que sea inmerecido. Se aferra a un mundo de privilegios, aun cuando ese mundo la está asfixiando.

Por el camino, página a página, se hallan los placeres de la prosa de Paula Fox. Sus frases son pequeños milagros de compresión y especificidad, diminutas novelas en sí mismas. Este es el momento en que el gato muerde a Sophie:

Sophie sonrió, preguntándose con cuánta frecuencia, o si habría habido alguna vez en que hubiera sentido el calor humano, y aún sonreía cuando el gato se levantó sobre las patas traseras, incluso cuando la atacó con las garras extendidas, hasta el mismo instante en que le clavó los dientes en el dorso de la mano izquierda y tiró hasta casi hacerla caer hacia adelante, atónita y horrorizada y, sin embargo, lo bastante consciente de la presencia de Otto para contener el grito que se le quedó ahogado en la garganta mientras intentaba librar su mano de aquel círculo de alambre de espino.

Imaginando un momento dramático como una serie de gestos físicos –prestándole mucha atención–, Fox deja espacio aquí para todas las facetas de la complejidad de Sophie: su generosidad, su autoengaño, su vulnerabilidad y, por encima de todo, su conciencia de persona casada. Personajes desesperados es de las pocas novelas que hacen justicia a las dos caras del matrimonio, al amor y al odio, a ella y a él. Otto es un hombre que ama a su esposa. Sophie es una mujer que se bebe de un trago una copa de whisky a las seis de la madrugada de un lunes y abre el grifo del fregadero “expresando su repugnancia en voz alta como si fuera una niña...”. Otto es lo bastante mezquino para decir: “Mucha suerte, tío” cuando Charlie deja el bufete; Sophie es lo bastante mezquina para preguntarle, más adelante, por qué lo ha dicho; Otto se avergüenza cuando ella lo hace; Sophie se avergüenza de haberlo avergonzado.

La primera vez que leí Personajes desesperados, en 1991, me enamoré de la novela. Me pareció claramente superior a cualquier novela de los contemporáneos de Fox, como John Updike, Philip Roth y Saul Bellow. Me pareció una genialidad irrebatible. Y, como yo había reconocido mi propio matrimonio conflictivo en el de los Bentwood, como la novela parecía sugerir que el miedo al dolor es más destructivo que el dolor mismo y como yo sentía un gran deseo de creerlo, la releí casi de inmediato. Confiaba en que el libro, en una segunda lectura, pudiera decirme cómo vivir.

No lo hizo. En lugar de eso, se tornó más misterioso –se tornó menos lección y más experiencia–. Comenzaron a emerger densidades metafóricas y temáticas anteriormente invisibles. Mis ojos se posaron, por ejemplo, en una frase que describe la llegada del alba a un salón: “Los objetos, cuyas siluetas comenzaban a perfilarse bajo la luz creciente, poseían un aire de sombría amenaza totémica”. A la luz creciente de mi segunda lectura, vi cómo comenzaban a perfilarse de esa forma los objetos del libro. Los higadillos de pollo, por ejemplo, se presentan en el primer párrafo como una exquisitez y como el plato central de una cena cultivada –como la esencia de la civilización del Viejo Mundo–. (“Tomas materias primas y las transformas –observa el izquierdista Leon mucho más adelante en la novela–. Eso es la civilización.”) Al día siguiente, después de que el gato haya mordido a Sophie y ella y Otto hayan comenzado a contraatacar, los higadillos que han sobrado se convierten en el cebo para la captura y matanza de un animal salvaje. La carne cocinada continúa siendo la esencia de la civilización; pero ¡cuán más violenta parece ser ahora la civilización! O sigamos la comida en otra dirección; veamos a Sophie, angustiada, un sábado por la mañana, en su intento de levantarse la moral gastando dinero en un utensilio de cocina. Va al Bazaar Provençal con la intención de comprarse una sartén para hacer tortillas, un accesorio para un “neblinoso sueño doméstico” de comodidad y refinamiento francés. La escena concluye cuando la vendedora levanta las manos “como si quisiera ahuyentar a una bruja” y Sophie sale huyendo con una compra que es casi cómicamente emblemática de su desesperación: un reloj de arena para medir el tiempo de cocción de los huevos pasados por agua.

Aunque a Sophie le sangra la mano en esta escena, su impulso es negarlo. La tercera vez que leí Personajes desesperados –la había elegido como lectura obligatoria de una clase de ficción que estaba impartiendo– comencé a prestar más atención a estas negaciones. Sophie va emitiéndolas de forma más o menos constante a lo largo de todo el libro: “Está bien. Oh, no es nada. Oh, bueno. No es nada. No me hables de ello. ¡El gato no estaba enfermo! ¡Es un mordisco! ¡Un mordisco nada más! No voy a ir corriendo al hospital por algo tan estúpido como esto. No es nada. Está mucho mejor. No tiene importancia”. Estas reiteradas negaciones reflejan la estructura subyacente de la novela: Sophie huye de un posible refugio a otro y ninguno logra protegerla. Asiste a una fiesta con Otto, sale furtivamente con Charlie una noche, se compra un regalo, busca consuelo en sus viejos amigos, se pone en contacto con la esposa de Charlie, intenta llamar por teléfono a su antiguo amante, accede a ir al hospital, captura al gato, se mete en la cama, intenta leer una novela francesa, huye a su querida casa de campo, piensa en trasladarse a otra época de su vida, piensa en adoptar hijos, destruye una antigua amistad: nada la alivia. Su última esperanza reside en escribir a su madre contándole que la ha mordido un gato, “moviendo los hilos precisos para despertar el desprecio y la hilaridad de aquella anciana”, en convertir su sufrimiento en arte, en otras palabras. Pero Otto arroja su tintero a la pared.

¿De qué está huyendo Sophie? La cuarta vez que leí Personajes desesperados, confiaba en obtener la respuesta. Quería averiguar, finalmente, si es un hecho feliz o terrible que la vida de los Bentwood estalle en la última página del libro. Quería “captar” la última escena. Pero no logré hacerlo. Me consolé con la idea de que la buena ficción se define, en gran medida, por su negativa a ofrecer las respuestas fáciles de las ideologías, las curas de una cultura terapéutica o los sueños con final feliz de los espectáculos de masas. Personajes desesperados quizá no tratara tanto de las respuestas como de la persistencia de las preguntas. Me impactó la semejanza entre Sophie y Hamlet –otro personaje morbosamente introspectivo que recibe un mensaje perturbador y ambiguo, sufre un tormento mientras intenta decidir su significado y se pone por último en manos de una “divinidad” providencial y acepta su destino–. Para Sophie Bentwood, el mensaje ambiguo no proviene de un espectro sino de un mordisco de gato y su sufrimiento no se debe tanto a la incertidumbre como a su falta de disposición para afrontar la verdad. Cerca del final, cuando se dirige a una divinidad y dice: “Dios mío, si tengo la rabia soy como lo que hay fuera de aquí”, no es un momento de revelación. Es un momento de alivio.

***

Un libro que ha estado agotado, aunque sólo sea brevemente, puede ejercer cierta presión en el amor del lector más devoto. De igual forma que un hombre puede lamentar ciertas manías de su esposa que ensombrecen su belleza, o una mujer puede desear que su esposo se ría menos alto de sus propios chistes, yo he sufrido por las pequeñas imperfecciones que pueden predisponer a los potenciales lectores en contra de Personajes desesperados. Estoy pensando en la rigidez e impersonalidad del párrafo que inaugura el libro, en la austeridad de la primera frase, en la chirriane palabra “viandas”. Como enamorado de este libro, ahora aprecio la manera en que la formalidad y el estatismo de este párrafo introducen la frase breve y cortante del diálogo que viene a continuación (“El gato ha vuelto”), pero ¿y si el lector no pasa de la palabra “viandas”? También me pregunto si el nombre de “Otto Bentwood” es quizá difícil de asimilar en una primera lectura. Generalmente, Fox trabaja los nombres de sus personajes con mucha profundidad –el apellido “Russel”, por ejemplo, refleja logradamente la energía incansable y furtiva de Charlie (Otto sospecha que le está “robando” clientes [rustle en inglés; pronunciado como el apellido]) y, de igual forma que al personaje de Charlie le falta sin duda alguna cosa, a su apellido le falta la segunda “l”. Admiro el modo en que el nombre anticuado y vagamente teutónico “Otto” impone una carga sobre el personaje, tanto como lo hace su obsesivo sentido del orden; pero “Bentwood” (‘madera combada’), incluso después de muchas lecturas, continúa resultándome un poco artificial en su intento de sugerir la imagen de un bonsai. Y está además el título del libro. Es acertado, desde luego, y, no obstante, no puede equipararse a El día de la langosta, El gran Gatsby o ¡Absalom, Absalom! Es un título que se puede olvidar o confundir con otros títulos. A veces, deseando que fuera más impactante, me invade la peculiar soledad de una persona hondamente casada.

Con el paso de los años, he continuado entrando y saliendo de Personajes desesperados, buscando consuelo o aliento en pasajes de conocida belleza. Ahora, no obstante, mientras releo el libro en su totalidad, me asombra cuánto en él continúa siendo nuevo y poco conocido para mí. Jamás había prestado atención, por ejemplo, a la anécdota de Otto, hacia el final del libro, sobre Cynthia Kornfeld y su esposo, el artista anarquista. Jamás había advertido cómo remeda el postre de gelatina con monedas de Cynthia Kornfeld la equivalencia que hacen los Bentwood entre la comida, los privilegios y la civilización, ni cómo la idea de las máquinas de escribir rediseñadas para escribir disparates prefigura la imagen final de la novela, ni cómo insiste la anécdota en que Personajes desesperados sea leída en el contexto de un panorama artístico contemporáneo cuyo objetivo es la destrucción del orden y el significado. Y Charlie Russel –¿lo he visto realmente hasta ahora?–. En mis anteriores lecturas, continuaba siendo una especie de villano típico, un renegado, un hombre infame. Ahora me parece casi tan importante para la historia como el gato. Es el único amigo de Otto; su llamada telefónica precipita la crisis final; él aporta la cita de Thoreau que da título a la obra y él pronuncia el veredicto sobre los Bentwood –“La gente como tú, terca, estúpida y tediosamente esclavizada por la introspección mientras los cimientos de sus privilegios se desmoronan bajo sus pies”–, cuya exactitud parece inquietante.

A estas alturas, no obstante, no estoy seguro de querer siquiera descubrir nada nuevo. De igual forma que Sophie y Otto adolecen de un conocimiento mutuo demasiado íntimo, yo adolezco ahora de un conocimiento demasiado íntimo de Personajes desesperados. Mis notas a pie de página y al margen se están desmandando. En mi última lectura, he encontrado y señalado como vital y nuclear una enorme cantidad de imágenes que antes no había marcado referidas al orden y al caos, y a la infancia y a la edad adulta. Como el libro no es largo, y como ahora lo he leído media docena de veces, me estoy acercando al punto en que marcaré todas las frases como vitales y nucleares. Esta extraordinaria riqueza es, naturalmente, un testimonio del talento de Paula Fox. Es difícil hallar en el libro una palabra superflua o arbitraria. Un rigor y una densidad temática de tal magnitud no ocurren por casualidad y, no obstante, es casi imposible que un escritor los logre mientras se relaja lo suficiente para permitir que los personajes cobren vida. Y, sin embargo, aquí está la novela, muy superior a cualquier otra obra de ficción realista norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial.

No obstante, la ironía de esta riqueza reside en que, cuanto mejor comprendo la importancia de cada frase en particular, menos capaz soy de articular a qué gran significado global podrían estar contribuyendo todos estos significados locales. Hay, por último, una especie de horror a un exceso de significado. Es muy semejante, como Melville sugiere en el capítulo “La blancura de la ballena” de Moby Dick, a una ausencia total de significado. Buscar, descifrar y organizar el sentido de la vida puede abrumar hasta el punto de impedir vivirla y, en Personajes desesperados, el lector no es el único abrumado. Los mismos Bentwood son criaturas cultas íntegramente modernas. Su maldición reside en estar excesivamente bien preparados para leerse como textos literarios, repletos de significados que se solapan. En el transcurso de un fin de semana de finales de invierno, el modo en que las palabras más casuales y los incidentes más nimios parecen “portentos” los oprime y termina por abrumarlos. El enorme suspense que el libro desarrolla no es sólo producto del miedo de Sophie, ni de la forma paulatina en que Fox va cerrando todas las posibles vías de escape, ni de la equivalencia que establece la escritora entre una crisis en una asociación conyugal, una crisis en una asociación comercial y una crisis en la vida urbana de Estados Unidos. Más que cualquier otra cosa, es el lento ascenso hasta su punto más alto de una ola de significado literario de un peso aplastante. Sophie invoca consciente y explícitamente la enfermedad de la rabia como una metáfora de su crisis emocional y política, e incluso cuando Otto se desmorona y grita cuán desesperado está, no puede evitar “citar” (en un sentido posmoderno) su anterior conversación con Sophie sobre Thoreau, invocando de esta forma todos los demás temas y diálogos que se han ido hilvanando a lo largo del fin de semana, en particular, la irritación que a Charlie le produce el tema de la “desesperación”. Por muy malo que sea estar desesperados, es incluso peor estarlo y ser asimismo conscientes de las cuestiones vitales de la ley y orden públicos, privilegios e interpretaciones thoreaunianas que van implícitas en nuestra desesperación particular, y sentir que desmoronándonos estamos demostrando a toda una nación de Charlies Russel que tienen razón. Cuando Sophie declara su deseo de contraer la rabia, al igual que cuando Otto arroja el tintero, los dos parecen estar rebelándose contra un sentido insoportable, casi insano, de la importancia que tienen sus palabras y sus pensamientos. No es de extrañar que los últimos actos del libro carezcan de palabras –que Sophie y Otto hayan “dejado de escuchar” las palabras que emite el teléfono, ni que lo que haya escrito con tinta en la pared cuando ellos se vuelven lentamente para leerlo sea una violenta mancha carente de palabras–. En cuanto Fox logra el éxito más asombroso hallando orden en los contratiempos de un fin de semana de finales de invierno, repudia ese orden con el gesto perfecto.

Personajes desesperados es una novela que se rebela contra su propia perfección. Las preguntas que plantea son radicales y desagradables. ¿Qué sentido tiene el significado –en especial el literario– en un mundo moderno que está aquejado de rabia? ¿Por qué molestarse en crear y preservar el orden si la civilización es tan mortífera como la anarquía a la que se opone? ¿Por qué no tener la rabia? ¿Por qué atormentarnos con libros? Releyendo la novela por sexta o séptima vez, siento una ira y una frustración cada vez mayores ante sus misterios, ante las paradojas de la civilización y ante la ineptitud de mi propio cerebro y, entonces, sin saber cómo, termino por captar el final –siento lo que Otto Bentwood siente cuando estampa el tintero contra la pared– y, de repente, vuelvo a estar enamorado otra vez.

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