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Domingo, 4 de junio de 2006

ERNST JüNGER: ESGRAFIADOS

El coleccionista de visiones

Publicado originalmente en 1960, este libro de Jünger recrea su predilección por los fragmentos y las escenas extrañas cultivada a lo largo de su vida.

 Por Sergio Di Nucci

Esgrafiados
Precedido de Carta siciliana al hombre de la luna
Ernst Jünger
Tusquets
214 páginas

Cuando murió a los 103 años en 1998, Ernst Jünger continuaba siendo un autor controvertido, capaz de encender las pasiones más opuestas y las más virulentas. Algunos vieron en este ex oficial del ejército nazi al ideólogo de un radical nacionalismo antidemocrático crecido durante la República de Weimar y al profeta de un vago misticismo profesado en la más calma y provinciana República de Bonn de la posguerra. Otros prefieren enfatizar más bien su dignísima actuación durante el Tercer Reich y se admiran de sus observaciones acerca del ser humano en la “poshistoria”. Su prosa, considerada por unos ejemplo de manierismo epigonal, y hasta de amaneramiento, les parece a otros límpida, fresca, inspirada en una simbología suprema.

Este volumen reúne a Esgrafiados, publicado originariamente en 1960, y a Carta siciliana al hombre de la luna, texto anterior en tres décadas. Esgrafiados es en parte el himno hippie de un escritor sexagenario, donde las bodas de la naturaleza y la dimensión onírica alertan sobre los peligros de la técnica y la mecanización. Escrito en prosa poética, es una reunión de fragmentos. Son cerca de cien, con títulos como “Lo maravilloso y lo extraordinarios” “Peces voladores”, “Lenguaje”, “Bosque y árbol”, “Dinero y poder”, etc. Confieren unidad a una obra que quiere ser única y, a su modo, lo consigue.

Carta siciliana al hombre de la luna resulta también inclasificable. Sus treinta páginas de estilo exaltado evocan, a través de cantos a la imagen de la superficie lunar, una filosofía de la vida y una estética romántica, donde resuenan las ideas del optimista Friedrich Nietzsche, y del pesimista La Rochefoucauld.

Raras veces se le pidió a Jünger que cumpliera la función tradicional del intelectual, aquella que suele vincular con una función más o menos esclarecedora de la realidad. Más bien, quienes defienden su obra resaltan su valor como guía de inspiración, una función parecida a la de un poeta o un mimo. Lo mismo sucede con Martin Heidegger, con Walter Benjamin, con Michel Foucault o Jacques Derrida: porque si se les pidiera lo otro, nunca se podrá justificar en todos ellos sus entusiasmos por los totalitarismos de la época. A Jünger nadie podrá negarle, eso sí, que evitó siempre la buena conciencia. Que siempre es falsa conciencia.

Ernst Jünger había nacido en Heidelberg en 1895. Avido lector de novelas de aventuras, se fugó de su casa a los 16 años para enrolarse en la Legión Extranjera. Voluntario en la Primera Guerra Mundial, unas catorce heridas le ganaron la más alta condecoración alemana al mérito. Finalizada la guerra, mientras se publican sus primeros libros, se dedicó al estudio de las ciencias naturales en Italia. En 1927 se instaló en Berlín, donde fundó un grupo nacionalista, y escribe un poco sobre todo en las revistas. Más tarde, se plegó a la corriente “nacionalbolchevique” de Ernst Niekisch. Con la llegada al poder del nazismo, renunció a su actividad editorial, rechazó todo tipo de colaboraciones y declinó la invitación a ingresar en la Dichterakademie. En la Segunda Guerra Mundial, toma parte en la campaña de Francia (un notable film semidocumental de Edgardo Cozarinsky, La guerra de un solo hombre, ilustra aquellos años). Con la ocupación aliada, con el fin de la guerra, comenzaron las discusiones pro o contra Jünger, y sus libros fueron prohibidos. Desde entonces, nunca quiso tomar parte en la vida política de su país. Sus libros son monumentos extraños, anacrónicos, que los lectores visitan con extrañeza,y por momentos con una admiración difícil, porque no está hecha de comparaciones.

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