libros

Domingo, 29 de junio de 2008

Dos minutos

Con la historia de una imaginaria banda argentina, Juan Terranova conectó la brevedad del punk a una forma literaria breve.

 Por Mauro Libertella


Mi nombre es Rufus
Juan Terranova

Interzona
136 páginas

Como en una rara paradoja, el punk es quizás uno de los movimientos más breves de la ya concisa historia del rock, y al mismo tiempo es de los que han suscitado más cantidad de escritos y revisiones de diversa índole. Breve en su propuesta musical (el imaginario de la canción que dura dos minutos) y breve también en su apogeo histórico, pues fue muy corto el tiempo en el que el punk pareció dominarlo todo. Su año quedó como una insignia: el ’77. Sin embargo, en la Argentina la estridencia política y musical del punk se dilató un poco, y estalló recién en la década del ’80, para mezclarse en los noventa con el grunge y otros sonidos. En Argentina, el punk se convirtió entonces en un monstruo raro, de destellos radicales que cristalizaban sin retórica ni metáforas el humor de la época. Con ese material trabajó Juan Terranova para componer Mi nombre es Rufus, relato del ascenso y caída de Birmania, una banda punk argentina.

Si pensamos al punk como una práctica de lo conciso, Terranova entendió bien que la forma breve era un recurso adecuado, incluso natural, para narrar esa sensibilidad. El libro está armado con un puñado infinito de capitulitos, viñetas, esquirlas que de a poco pero implacablemente van edificando un relato, una cuerda narrativa que los anuda. Esa acumulación de frases cortas y directas produce una doble experiencia literaria: por un lado, le quita a la novela la obligación terca de la narración lineal, del causa y efecto. De esa manera, y como ha hecho con admirable conciencia formal Mario Bellatin, la proliferación de párrafos autónomos le confiere al relato la posibilidad de jugar con imágenes, con golpes emocionales, escapándole a la lógica más esclavizante de la narrativa pura. Y por el otro lado, da la sensación de que en Mi nombre es Rufus no se narra nada. Es un efecto raro. La acción está, los personajes están. Pero lo que subsiste, cuando en la lectura se ensamblan todos esos pedacitos, es más bien un imaginario, un estado de situación. Eso hace que la novela no se pueda contar sino en su faceta formal, o condensándola en la siguiente frase: “es la historia de una banda punk argentina”. Un resumen que es cierto, pero que poco dice.

Otra cuestión importante en Mi nombre es Rufus es el uso casi patológico de la información. Estos son algunos ejemplos: “Desintegration es de 1989. Wish, de 1992”; “En el 94 se mató Cobain”; “En 1991 apareció El álbum negro de Metallica. El tema de difusión era ‘Enter Sadman’”. Este despliegue informativo puede pensarse de varias maneras. Por un lado, es un anclaje temporal, y su fin último quizá sea el de desplegar un abanico de referencias generacionales, de consumos culturales compartidos. Por el otro, amparándonos en aquella frase de Walter Benjamin que dice que “la información ha reemplazado al relato”, podríamos arriesgar que el dato es, en última instancia, el relato. En la información, en la fecha, en el disco que salió en ese año, hay una forma posible del relato, y esa forma es la que explora Mi nombre es Rufus. Desde luego, el gesto se puede interpretar de muchos modos, y no faltará quien catapulte al libro como una “novela-wikipedia”. Pero la fuerza del texto no está en los datos concretos, sino en el narrador silencioso y discreto que los enhebra, en esa forma elusiva pero palpable de hacer literatura con trocitos.

Mi nombre es Rufus se lee de un tirón. Se puede llegar a creer incluso que se trata en realidad de una especie de protonovela. Esos papelitos, esas líneas sueltas aquí y allá, serían las anotaciones que arman el esqueleto de un libro futuro. En esa inminencia, que se mantiene con tenacidad de la primera a la última página, Terranova hace literatura de ese choque entre violencia y sensibilidad que han tramado las bandas más gloriosas del reinado punk.

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