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Domingo, 22 de diciembre de 2002

El francotirador

Por Claudio Zeiger
Mientras Juan José Sebreli estaba en plena producción de su libro sobre las ideas políticas argentinas (más precisamente: una crítica de las ideas en boga desde las décadas finales del siglo XIX hasta el último ciclo democrático), este país-enigma que periódicamente es recorrido por una sombra terrible llamada Crisis estalló literalmente en pedazos. Y con el estallido, fue como si se acabaran las ideas y las explicaciones. O mejor dicho, la importancia de las ideas y las explicaciones. Las apelaciones a cualquier forma de futuro o destino parecían inciertas e ineficaces. Se acentuaba la sensación de que nada podía rescatarse, de que todo estaba podrido hasta los cimientos. El lamento, la queja amarga y la protesta ganaban el terreno del debate. ¿Debatir qué y para qué? Quizás, desde aquel diciembre de 2001 a éste no hayan variado demasiado las cosas más allá de ciertos índices económicos o de un lento retorno de la política tradicional de partidos; lo cierto es que entre los libros que celebran o analizan aquel estallido del 20 de diciembre, Crítica de las ideas políticas argentinas aparece con un gesto más original y solitario frente a los rasgados de vestidura o las explicaciones inmediatistas que suelen arreciar en las mesas redondas mediáticas.
Con un tono calmo, puntilloso y didáctico, Sebreli repasa ideas, libros, figuras políticas e intelectuales de dos siglos divididos en grandes bloques ideológicos: la República conservadora, liberalismo; radicalismo; los nacionalismos; peronismo; militarismo; izquierdas y finalmente “la difícil democracia”. El desfile, obviamente, es vertiginoso. De Sarmiento a Yrigoyen, de Perón y Evita al Che Guevara; desde los más ignotos nacionalistas a Montoneros, desde un marginal de la izquierda como Héctor Raurich a Alfonsín, entre muchos otros. A cada uno pone bajo una lupa crítica y más bien amarga aunque rescata muchos elementos positivos allí donde el lector quizás menos lo espere.
Contra lo que podría pensarse por su tradición de ensayista argentino, muy pocas veces Sebreli recurre en este libro a la ironía o a las chicanas (una de las pocas veces es cuando dice parafraseando a Borges que “los radicales son incorregibles”) y muchas veces tiene definiciones brillantes, precisas, como cuando afirma, con respecto a la vigencia o no de la izquierda marxista, que mientras haya por lo menos dos posiciones, una de ellas estará a la izquierda de la otra. Por lo demás, suele mostrarse implacable con los lugares comunes de las ideologías, el papel aceptado y naturalizado de ciertos líderes (es particularmente virulento con el mito del radicalismo como partido de las clases medias en ascenso y la figura positiva de Yrigoyen, a quien ve como un líder mesiánico) y alcanza momentos muy destacables al hacer los retratos de Sarmiento como el gran modernizador y el Che Guevara como aventurero.
Sebreli plantea las dos caras del “enigma argentino” que suele ser mirado de un solo lado: al interrogante de por qué fracasó una de las naciones que a comienzos del siglo XX era de las más ricas del mundo, le agrega el no menos enigmático de cómo fue posible que llegara al cenit un país que hasta bien avanzado el siglo XIX era pobre y retrasado en su economía y altamente precario en su organización política. Con esta idea avanza en la perspectiva de que sólo dos grandes crisis antecedieron a la actual: 1930, el inicio de la crisis política y 1950, el de la económica. Antecedentes de “los años 2001-2002, la conjunción de ambas en su clímax”.
¿Termina Sebreli dando una explicación, una respuesta a los que busquen desentrañar, acorde con el subtítulo de este libro, “los orígenes de la crisis”? ¿Tiene algún halo de optimismo para un panorama que, abonado por la lectura angustiante de la suma de errores del pasado, se presenta como la peor crisis, justamente por la perversa fusión entre desbarajuste económico y político? Escribe Sebreli en el prólogo de la obra: “No es la desesperación apocalíptica, los lamentos impotentes por nuestro catastrófico destino, el clima predominante de esta obra, sino antes bien la reflexión racional que intenta clarificar el caótico proceso de cambioy mostrar la posibilidad de una orientación distinta y mejor que la dada hasta ahora, sin caer por eso en el ensueño utópico de una sociedad ideal”.
Pero el otro gran interrogante que plantea Crítica de las ideas políticas argentinas no tiene tanto que ver con sus respuestas explícitas al tema de la crisis, sino con algunos planteos implícitos y, entre ellos, el verdadero papel de las ideas en relación con la política, su real posibilidad de influir, de encarnarse, sobre todo cuando se extiende la fuerte impresión de que la irracionalidad ha ganado a la política y que la realidad se ha fragmentado de tal forma que ya ninguna idea –salvadora o mínimamente sensata– parece hacerle mella. En este sentido, Sebreli se declara equidistante con respecto a la sobrevaloración de la influencia de las ideas en la política como a su total desprecio.
Autor de numerosos libros casi siempre polémicos, hombre de dos mundos (escribió en Contorno y Sur a la vez), Juan José Sebreli repasa en esta entrevista no sólo las ideas de los otros sino también las propias. Se jacta de haber sido de los primeros y escasos existencialistas argentinos y como si esto fuera poco, un existencialista peronista, aunque su adhesión al peronismo fue sumamente fugaz. Con los años llegó a la conclusión de que un intelectual no debe militar en política, lo que no necesariamente debe alejarlo de ella. Y aún hoy se define de izquierda, reivindica el análisis marxista de la historia (“mientras haya dos posiciones, una será de izquierda”) y presenta más de una veta de heterodoxia que lo vuelven uno de los ensayistas argentinos más atractivos, rodeado de cierta aura de maldito y que, a pesar de haber accedido a los medios masivos, sigue manteniendo un particular aire de familia con los grupos políticos marginales y los intelectuales que anduvieron por los costados, como Oscar Masotta o Carlos Correas, este último a cuya memoria dedicó Sebreli el libro.

Intelectuales y política
¿Hasta qué punto se puede decir que las ideas influyen realmente en la política?
–Lo digo en el libro: los políticos son hombres de acción, pragmáticos, realistas, que no subordinan su acción a ideas abstractas. Pero no se puede realizar ningún tipo de acción política si no se justifica y explica mediante una idea. Ni siquiera los más pragmáticos dejan de basarse en alguna ideología. En general utilizan las ideas como armas de combate, y a los ideólogos e intelectuales para justificar decisiones tomadas de antemano. Esa ha sido en general la actitud del político respecto de los intelectuales. Yo creo que la tarea del intelectual y la del político son incompatibles; esto no es reivindicar como prioritaria la tarea de uno u otro, son las dos imprescindibles pero autónomas. Es difícil que se dé el intelectual y el político en la misma persona. Dicho en términos weberianos, se podría decir que el político se debe regir por una moral de la responsabilidad, y el intelectual por una moral de la convicción. Ambas son válidas, pero lo que no se puede hacer es mezclarlas. El intelectual debe tratar de decir siempre toda la verdad. El político no puede decir siempre toda la verdad. El intelectual es el hombre del matiz, de la ambigüedad, del gris, porque la realidad también lo es. El político no puede darse ese lujo, debe ver la realidad en blanco y negro. El político es maniqueo: no puede darse el gusto de criticarse a sí mismo mientras está actuando, o de ver los aciertos del adversario. No es que el intelectual no deba ocuparse de la política, lo que no debe hacer es militar en un partido. En ese sentido, yo me adscribo todavía a la posición hoy al parecer tan obsoleta del compromiso sartreano. Sartre sostuvo esta teoría antes de convertirse en un compañero de ruta del stalinismo; el compromiso era el de la época de la inmediata posguerra, y él decía entonces estar por encima del socialismo y el capitalismo, criticando a unos y a otros por igual. Y él decía entonces que elintelectual no debe hablar en nombre de un partido, de un clase o de un grupo sino en nombre propio.
¿Cuando en su libro plantea la necesidad de hacer un ejercicio de autocrítica, está pensando en los intelectuales o en los políticos?
–Yo me dirijo a todos, a los lectores. Hay lectores intelectuales, y hay algunos políticos que leen: Chacho Alvarez, Terragno, López Murphy y algún otro leen. El político puede hacer autocrítica cuando no está en el poder. En su casa puede leer y cambiar una postura, pero lo va a hacer en silencio. Creo que se puede influir en los políticos a través de los intelectuales. ¿Cuánto han influido Sorel o Nietzsche en Mussolini, que era un intelectual un poco superficial pero que manejaba algo de Marx? También Hitler conocía a Schopenhauer y a Nietzsche, no los habrá leído directamente pero sí a través de obras de divulgación. Y sabía a quién elegir: no eligió a Kant ni a Hegel. Parece que los dictadores son más intelectuales que los políticos demócratas, porque Roosevelt no leía más que novelas de aventuras.

SANTA EVITA
En su caso personal, ¿se planteó desde temprano esa decisión de no militar en política para preservar al intelectual?
–Yo fui llegando a esta posición a través del tiempo, y no era algo que tuviera claro a los 18 o 20 años. Y también hay rasgos de carácter que llevan a una persona a ser político o intelectual. El político va a ser una persona de acción, y el intelectual tiene que acostumbrarse a estar encerrado y solitario muchas horas. Estos factores individuales influyen. Me moví siempre en los márgenes de los partidos buscando algo nuevo. Nunca me entusiasmaron los partidos tradicionales, aunque tuve algunos contactos muy fugaces. Buscaba cosas raras, círculos de izquierda que ni siquiera eran trotskistas, estaban hasta en los márgenes del trotskismo, como el caso de Héctor Raurich. En esa época todos esos círculos eran atractivos, y me fascinaba la busca de la política marginal. En el breve período en que apoyé al peronismo desde la izquierda, a fines de los cincuenta y en el posperonismo, era un peronismo totalmente imaginario, hecho a la medida de un intelectual. Ni siquiera estaba basado en la lectura de Arturo Jauretche o Scalabrini Ortiz, sino en la de Merleau-Ponty. Está claro en el número que sacó Contorno inmediatamente después de la caída de Perón: allí escribí un artículo que se llama “Aventura y revolución peronista”, y está en el prólogo de Los deseos imaginarios del peronismo. A mí lo que me fascinaba eran las masas en la calle. Yo tenía esa posición en aquella época junto a Carlos Correas y Oscar Masotta, convertidos en personajes de culto después de su muerte. Defendíamos lo que podría llamarse un existencialismo peronista, una posición solitaria, por cierto. No nos interesaba para nada el aspecto nacionalista y militarista de Perón. Acentuábamos las contradicciones más que la unidad entre los sindicatos y la Iglesia o el Ejército y, aunque estuviéramos equivocados, cuestionábamos todo lo que justamente fue la base de la izquierda peronista de los setenta. Y después estaba la figura de Evita. Nuestra visión, en cierto modo, coincidía con la de los antiperonistas. Ella era la prostituta que se vengaba de la sociedad. Salvo que lo invertíamos: para nosotros eso era lo positivo de Evita.

¿Sigue reivindicando hoy ese aspecto plebeyo?
–Lo que pasa es que yo entonces desconocía que el peronismo oficial negaba esa visión. Si la hubieran sostenido, lo habría reivindicado, pero la versión oficial era una Evita señora de caridad, dama de beneficencia. O, en los últimos años, la santa de los textos escolares. No aparece jamás el aspecto subversivo. Y no hablo de reivindicar una prostituta, ni siquiera aparece la idea de una Evita feminista. El capítulo dedicado a la mujer en La razón de mi vida sostiene una concepción tradicionalista de la mujer, totalmente subordinada al hombre. Nosotros nos quedamos entonces con los elementos de una novela muy atractiva que se tejía alrededor de Evita, y en la que también entraba el humor camp, que era un poco el que sosteníamos en nuestro pequeño grupo con Masotta y Correas y que Susan Sontag luego llamaría así. Pero era una sensibilidad camp, estábamos fascinados por figuras populares que tomábamos con ironía tierna, no era una ironía cruel. Evita tenía un elemento estético, conformaba una especie de melodrama, mezclado con el mundo de las estrellas del cine y el espectáculo. Sigo reivindicando la primera imagen de Evita, la rebelde primitiva, porque ella se ha hecho famosa en el mundo por esa imagen, y no por el peronismo. Y además el mundo cambió: hoy el pasado turbio de Evita sería lo más común y corriente. Cualquier chica universitaria de clase alta ha tenido más relaciones extramatrimoniales que las que pudo tener Evita, y las damas de la alta sociedad se vuelven locas por ser modelos.

EL TIRO DEL FINAL
Usted cuenta que estaba escribiendo el libro cuando estalla la crisis del 20 de diciembre. ¿Le estalló el libro en las manos?
–Sí. El final lo rehice varias veces. El libro pudo haber salido unos cuantos meses antes, según estaba programado, y lo fui demorando porque cambiaba y reescribía. No digo que fuera un final feliz el que estaba programado, pero sí un poco más optimista. Yo pensaba que el ciclo democrático abierto en 1983 iba a seguir, con sus idas y venidas, bajas y altas, mal encaminado, arrastrado con muletas pero iba a seguir. No imaginaba un final tan brusco. Igualmente no se puede escribir sobre ciclos que estén del todo cerrados, se torna muy difícil para un analista serio, y se corre el riesgo de caer en la futurología, a lo que soy totalmente adverso. Se puede hablar del alfonsinismo y del menemismo porque son dos ciclos cerrados aunque ellos sigan influyendo. Igualmente me siento más seguro cuanto más antiguo es el acontecimiento. Me siento muy seguro de lo que he dicho hasta el peronismo, y quizás en el futuro modifique algo acerca de lo que escribí sobre los últimos acontecimientos.
En el capítulo dedicado a la izquierda, se muestra particularmente enojado con los progresistas, a los que les marca serias falencias políticas. ¿Es como cuando uno se enoja con los parientes más cercanos?
–Es que no me voy a poner a discutir con un fascista porque directamente no hay diálogo. No me voy a poner a discutir con la gente que sigue a Rico. Pero sí puedo hacerlo con los progresistas, porque son los que están más cerca. Para considerar un interlocutor válido hay que tener por lo menos algún punto de consenso. Estamos de acuerdo con los progresistas en que hay que luchar por los derechos humanos, pero les reprocho que olviden la violación de los derechos humanos en Cuba. Pero no puedo discutir derechos humanos con quienes directamente los niegan. El problema central del progresismo, a mi entender, es la incomprensión del pensamiento político, la caída en la moral de la convicción y la negación de la responsabilidad. Es la confusión de la política y la moral, que no deben ser opuestas pero tampoco pueden confundirse.
Por ejemplo, en estos últimos años se centró todo en el tema de la corrupción, como sucedió con el primer Chacho Alvarez. De todos modos, en el libro señalo cómo él fue haciendo la evolución de un intransigente idealismo moral a un realismo político. Para mí es una evolución positiva. Él hace ese cambio después de su primer triunfo electoral. Es un cambio político. Por primera vez admitió que el peronismo histórico fue autoritario y que eso no se podía reivindicar. Y el cambio económico que fue aceptar la Ley de Convertibilidad. Pudo equivocarse o no, pero esos hechos revelan a un realista político donde antes estaba el idealismo moral que lo llevó a ser el ídolo de los progres.
¿Y ahora cuál es el ídolo?: Lilita Carrió. Pero en la medida que se acerque a las instancias de poder, seguramente dará muestras de un mayorrealismo, o si no correrá el riesgo de quedarse en una política de tipo testimonial. La evolución actual de Lula es paradigmática en este sentido, y es una buena lección para las ilusiones progresistas.

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