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Domingo, 22 de diciembre de 2002

CARTA DE BARCELONA: KOSMOPOLIS 2002

Mirando las estrellas

El destino de Europa se parece cada vez más al parque temático: los megaeventos culturales se multiplican de ciudad en ciudad. Ayer Berlín, hoy Barcelona, mañana alguna otra ciudad reivindicará para sí la temporaria etiqueta de capital de las letras del mundo. En todas partes, claro, se habla de la Argentina. Radarlibros analiza el fenómeno.

POR RODRIGO FRESAN
Kosmópolis 2002 (alguien alguna vez explicará el misterio del recurrente uso de la letra K para los eventos culturales) se celebró entre el 11 y el 15 de este diciembre en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. La premisa era tan sencilla como ambiciosa: más de cien creadores de las más diversas estéticas –actores, músicos, críticos, ensayistas y escritores de ficción– se reunieron para, según los organizadores, “no reivindicar ninguna vanguardia, pero sí dar forma a una fiesta para agitar los géneros, navegar en lenguas, revisar mitos, tradiciones e identidades”. Y se sabe que estas aglomeraciones de apellidos ilustres acaban causando los mareos e indigestiones del todos juntos en un mismo lugar y al mismo tiempo. Por una vez el efecto no fue el del shock indigesto de tanto de golpe o esas ocasionales y argentinas histerias de famélico consumo cultural. O, para continuar con la metáfora astral que dio nombre al asunto, mirar un cielo poblado de estrellas sin sentir el vértigo de lo infinito y mejor, ya que estamos, preocuparnos por esta o aquella galaxia o nebulosa.

EN PERSONA
Dentro del misterio de la letra K y del misterio de que, por fin, un festival cultural cumpla su palabra e intenciones, hay un misterio insondable y es el de multitudes de personas yendo a ver en persona a aquel que han conocido de un modo mucho más íntimo: en las páginas de un libro. Esta necesidad de ver al que se lee ha generado –hubo un tiempo en que no era así, en que era imposible saber cómo era el autor de Madame Bovary o de Emma– una raza de escritor público que continúa escribiendo su obra en público porque el público –algunos de ellos, lectores– así se lo pide. Tal vez sea un resabio de algún incrédulo reflejo infantil: mirar para creer.
De este tipo de escritor hubo unos cuantos en Kosmópolis 2002: ahí estuvieron Carlos Fuentes reflexionando sobre el tema del exilio, una tropilla de escritores de viaje (entre los que estaban Pankaj Mishra, Cees Nooteboom y Colin Thubron) trazando el mapa del hombre nómade, Ryszard Kapuscinski desbordando las instalaciones con su crónica oral sobre las guerras en la segunda mitad del siglo XX, Bryce Echenique aferrado a un vaso con vodka, enhebrando su propia leyenda y susurrando anécdotas desopilantes. Jean-Claude Carrière proponiendo la mentira como una de las bellas artes y, a la hora del futurismo presente, el cyberpunk William Gibson y el clásico Brian Aldiss teorizando sobre el veloz envejecimiento del futuro como tema y, acaso, subliminalmente preocupados por la resurrección de Philip K. Dick como Mesías Distópico y gran meta-aniquilador del género.
Pero tal vez el verdadero encanto de Kosmópolis haya estado en las intervenciones menos glamorosas y más secretas. Había que hacer malabarismos para poder compaginar voces y auditorios del CCCB: una conversación con Juan José Saer sobre los problemas de la creación literaria, Alberto Manguel proponiendo un atlas de lugares imaginarios en la literatura panamericana, Rodrigo Rey Rosa teorizando sobre el paisaje escrito en una sala en las alturas del centro desde la que se abarcaba el horizonte total de Barcelona, Juan Villoro descubriendo nutritivas partículas ficticias en la realidad, y –un sábado a las once de la mañana, en la atmósfera mortecina de una sala subterránea– Roberto Bolaño leyendo un texto feroz y sin anestesia (un periodista local me comentó que jamás había oído a nadie que se atreviera a hablar así en público) en el que traza el plano de la literatura argentina ubicando a Hernández, Bioy, Arlt, Cortázar, Soriano, Lamborghini, Piglia y Aira en diferentes habitaciones para terminar con un categórico “hay que volver a leer a Borges”.

EL FANTASMA MAS SOLIDO
Borges funcionó un poco como el santo patrono y figura tutelar de Kosmópolis. Una frase suya: “Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad, el deseo de haber sido muchos”. Ponencias de Martín Arias, Edgardo Cozarinsky y Pere Gimferrer invocaron sus facetas de profesor, su adicción al cine, su influencia sobre España. Toda una muestra (“Cosmópolis: Borges y Buenos Aires”) ocupa un piso completo del CCCB de donde se escapa su figura y la voz de uno de los escritores más “públicos” y “en vivo” que jamás se escribiera a sí mismo. Espectáculos infantiles, clubes de lectura, narraciones orales, grupos musicales, poetas en llamas, proyecciones de documentales sobre los kosmopolitas Paul Auster, Gertrude Stein, Leonard Cohen y Paul Bowles (entre otros). Un final a toda orquesta con Joaquín Sabina leyendo sus sonetos best-seller y el patriarca del vallenato Rafael Escalona –tan lejos de Juanes y de Shakira– cerraron la puerta hasta el 2004 cuando, prometen, Kosmópolis volverá. Mientras tanto, y hasta entonces, el recuento ha sido optimista: llegaron 140 escritores y artistas de 20 países repartidos en 70 actos, y se vendieron 5011 entradas y, al caer la noche del domingo, todo volvía a la normalidad: el Barça perdía otra vez, los noticieros seguían la trayectoria de la marea negra en Galicia y el entusiasta concursante argentino en la versión ibérica de “Gran Hermano” continuaba provocando una enorme e injusta vergüenza a todos los que para bien o para mal nacimos en esa ciudad donde no nos une el amor sino el espanto. Por suerte, después de todo y de todos, con K o con C, nos queda Borges.

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