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Domingo, 21 de octubre de 2012

Algo está salado en Dinamarca

Carsten Jensen dudaba de sus dotes como novelista hasta que se topó con su propia historia, la de su familia y la de Marstal, el pequeño pueblo de Dinamarca de donde proviene. Entonces, entre marineros, vecinos y familiares, de regreso a su casa natal y junto al mar, escribió Nosotros, los ahogados, un verdadero éxito en su país y en Europa, recientemente traducido al castellano. De paso por Buenos Aires, Jensen cuenta las verdaderas peripecias que debió sufrir en la travesía literaria hacia su novela, y confiesa que, aunque no debiera decirlo, navegar lo aburre soberanamente.

 Por Juan Pablo Bertazza

El mar es esquizofrénico. Está escindido: tiene dos caras, dos modos de ser. Una parte es dócil, habitable y real; la otra inexplorada, inexpugnable, imaginaria. No hay recetas para definir lo que es una buena historia pero, en general, las buenas historias son tan esquizofrénicas como el mar. Arrastran una historia de origen –su génesis– tan atractiva como aquello que relatan, y en esa otra historia muchas veces desconocida late su profundidad, su condición de existencia. Con la llegada a nuestro país del escritor danés Carsten Jensen, el mar devolvió la historia detrás de Nosotros, los ahogados, libro que obtuvo el premio más importante de las letras danesas, el Dankse Banks Litteraturpris, además de haber vendido 150.000 ejemplares sólo en Dinamarca. Un clásico flamante de 700 páginas que parece injertado de otro tiempo, de otra época, una épica del mar sobre el nacimiento de la Dinamarca moderna y de Marstal, el pueblo natal del autor, a partir de innumerables guerras y aventuras de varias generaciones de marineros daneses, sucedidas entre los años 1848 y 1945. En vivo y en directo, Jensen también parece escindido: en él conviven la reflexión sensible del escritor con la ansiedad utilitaria del hombre práctico. Y su libro casi, casi, tiene también dos autores: por un lado Jensen (hijo del capitán de un buque de carga) y, por el otro, los múltiples marineros de su pueblo natal, quienes nutrieron estas páginas con sus propias historias.

¿Eras consciente a medida que escribías Nosotros, los ahogados, que estabas creando una especie de ballena literaria?

–No, fue como dejar una semilla en el suelo y ver cómo crecía. De hecho, no sabía que iba a hacer una novela cuando empecé a escribirla. Había hecho antes novelas y la verdad es que no estaba muy conforme con el resultado, a tal punto que pensé en dedicarme sólo al ensayo. Pero conversando con los marineros en la biblioteca pública del pueblito, y en el pequeño museo del faro, un museo excéntrico y casero, entendí que tanto material sólo podía caber en una novela. Cuando me mudé, encontré gente que hacía años que no veía o que directamente no conocía pero ellos sí sabían de mí y de mi familia. Era difícil explicarles que volvía para escribir una novela. Entonces hicimos un pacto: nos juntábamos una vez por semana, yo les leía partes de lo que iba escribiendo y ellos me contaban historias; yo les daba un libro para el pueblo y ellos me contaban su experiencia. De algún modo, como las historias marinas de pueblo son orales, y siempre van y vienen, siento que al haberlas puesto por escrito las fijé, le di una historia al pueblo.

¿Cómo resultó ese intercambio? ¿Qué reacción tuvieron ellos cuando finalmente leyeron el libro?

–Sentían que era de ellos, a tal punto que me querían imponer personajes –mi abuelo era muy interesante y tiene que estar en tu libro, me decían–. Yo era una empresa y ellos los accionistas, hasta que me tuve que poner firme: “Estas son sus historias pero es mi libro, yo soy el capitán de este barco y es el capitán el que toma las decisiones”. Para presentarlo hicimos una gran fiesta, alquilamos un lugar, comimos y tomamos, habló el alcalde y cantó el coro de marineros. Pasó algo raro: el pueblo tiene 3000 habitantes y su única librería vendió 1200 libros o sea que cada familia compró, al menos, un ejemplar. Todos se buscaban y se encontraban en la novela aunque yo no los hubiera puesto. Un anciano, por ejemplo, me vino a agradecer que lo haya agregado como personaje, yo no le quería decir que él no estaba. Entonces respondió a mi silencio con una frase hermosa: “Igual importa poco que yo esté porque en este libro estamos todos”.

¿Cuál fue la reacción de tu papá en quien en cierta forma está basada la novela? ¿La leyó?

–Mi padre tenía poca paciencia y la verdad es que éramos muy distintos, él era un hombre de mar y yo de chico ya me interesaba en los libros. El me quería enseñar cosas de los barcos y yo quería leer, entonces el se ponía nervioso y me decía ¿a quién saliste así? La idea de este libro era hacer un respetuoso homenaje tanto a la vida como al mundo de mi padre. Pero apenas empecé la investigación, él falleció.

Perdón, o sea que ni siquiera se enteró de que lo estabas escribiendo.

–No, pero así como pasó eso, también hubo aspectos positivos. Cuando hice la investigación fui varias veces al cementerio del pueblo y me llamaba la atención no ver las tumbas de los marineros. Claro, habían muerto en el mar, que se convertía así en una metáfora de la vida conteniendo la muerte, y sobre todo en un símbolo de lo impredecible. En nuestra cultura la despedida a los muertos es un ritual fundamental, pero al no tener tumbas, la muerte de esos marineros se convertía en un agujero en la historia. Por eso la novela tiene algo reparador, poder contar sus historias de alguna forma les dio un lugar, su despedida. La muerte abrupta de estos marineros los había transformado en frases cortadas, interrumpidas, incompletas. Contando esta historia pude completar la frase, completar el sentido.

¿Cuál es la relación entre los hombres de mar y la religión?

–Tenía la idea de que los marineros eran muy religiosos pero me terminé convenciendo de que no lo son en absoluto, salvo los pescadores de la costa en el mar del Norte, que es uno de los mares más bravos y peligrosos. Ellos son enormemente religiosos y creen en un dios implacable, cruel, a quien deben pedirle tanto perdón como protección. Los propios hombres de mar aseguran que todo marinero religioso es mal marinero porque en realidad no confía en sí mismo.

¿De qué disfrutás más? ¿De escribir o de navegar?

–Estuve muchísimo en alta mar, de chico y también de adolescente, con mi padre pero también solo. Sin embargo, tengo una terrible y vergonzante confesión para hacer: me resulta tremendamente aburrido y monótono navegar, no lo soporto, me parece un horror.

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Imagen: Catalina Bartolome
 
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