Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
Sinónimo de absoluta libertad y revoltijo de alta y baja cultura, al menos en Brasil, las crónicas de Rubem Fonseca han sido finalmente recopiladas por el sello chileno Tajamar. La novela murió es un libro lleno de humor y obsesiones, en el que el escritor brasileño escribe lo que quiere, y siempre lo hace tan bien.
Por Fernando Krapp
Para Joachim Machado de Assis la crónica, como género, surgió cuando dos viejas se pusieron a hablar en la vereda sobre otra persona. Antecedente de la entrada de blog (hoy sanamente en extinción), a medio camino entre el chisme y el relato literario, la ocurrencia y la apreciación personal, el capricho y la opinión, la crónica cultiva dentro de la tradición literaria brasileña una enorme popularidad. No hay escritor brasileño que no la haya transitado: el mencionado Machado de Assis, Carlos Drummond de Andrade, João Ubaldo Ribeiro. Tan importante es que algunos escritores, como Rubem Braga, sólo se dedican a eso. Todo puede ser un buen tema para una crónica, pero lo más importante no es esa libertad temática, sino el fino equilibrio entre estilo y tema. Y claro, con cierta dosis de humor e ironía. Basta pegarle una leída a Revelación de un mundo, de Clarice Lispector, para entender que la crónica como género en Brasil es mucho más híbrida y arbitraria; para los brasileños, “crónica” es otra cosa.
En su vasta obra, que abarca novelas, cuentos (de los mejores escritos en Latinoamérica, y de los que Cuenco del Plata tuvo la bondad de reeditar sus dos primeros volúmenes: Los prisioneros y El collar del perro), guiones cinematográficos, el escritor brasileño Rubem Fonseca también se lanzó a escribir este género tan popular en su país. La editorial chilena Tajamar está haciendo un arduo trabajo de reedición e incluso de traducción (en muchos casos por primera vez) de este autor imprescindible para la literatura brasileña, y que incomprensiblemente (o bien, por la misma desidia y dejadez de no ver qué pasa en la reciente tradición latinoamericana) tuvo una escasa distribución en la Argentina. Quizás el auge que está viviendo la narrativa brasileña de las últimas cinco décadas, gracias a la traducción y a la sorpresiva popularidad que tuvo Clarice Lispector, y al trabajo de editoriales como Adriana Hidalgo y Beatriz Viterbo, hizo que estos escritores importantes, pero olvidados, volvieran a circular.
Tajamar también incluyó en su Colección un volumen de “crónicas” (llamadas en este caso “ensayos”). Ahí, Fonseca escribe fiel al género; sobre lo que quiere. Desde la importancia y el gusto de leer poesía hasta los pormenores de unos días que pasó en la República Oriental de Alemania (RDA) cuando estaba escribiendo su novela Vastas emociones y pensamientos imperfectos como becario. De su preocupación por un poema de García Lorca que lleva su apellido a los diferentes modos de cocinar pochoclos. De su amor por el cine, su vocación como director frustrado, su experiencia como guionista y su paso por distintos sets de filmación a un viaje por Nueva York y su estadía en el bar donde solía tomar Dylan Thomas. De la vitalidad garantizada por la masturbación que evita el cáncer de próstata y mantiene activas a las activistas feministas a la estupidez legalmente legitimada del spam. De la idea de la delgadez unida a la obtención de dinero a la adicción compulsiva de comprar libros y no saber dónde ponerlos. Todo pasa por el tamiz Fonseca. Todo parece mezclarse (al igual que en sus mejores relatos) en un caldo de ebullición donde cultura alta y cultura baja se entrelazan gracias a un uso muy particular del lenguaje y la oralidad, donde la erudición fina y desproporcionada se contamina con la pasión carnavalesca. En su operación, Fonseca invierte la ya clásica lectura borgeana sobre los géneros menores, y lee la literatura alta desde los menores como un tipo de la calle que conoce los códigos. Para darnos una idea, en un mismo párrafo pueden convivir Walt Whitman, Lord Byron, Marlon Brando, Baudrillard, George Orwell, los obesos y los gimnasios.
Hay que tener en cuenta que muchos de estos textos, o crónicas (que Fonseca llama “pensamientos imperfectos”, quizá la mejor definición del género), pertenecen a la etapa tardía del autor, del dos mil para acá, y quizá no tengan esa virulencia, esa energía y ese desparpajo que se perciben en los cuentos de Feliz Año Nuevo o los ya mencionados, pero sí se pueden leer las obsesiones que el autor desliza en su narrativa, y sobre todo su obsesión por el paso del tiempo; sus genealogías buscan tirar harina sobre el hilo invisible que el tiempo teje y desteje mientras genera impactos en las costumbres y las cosas. En muchos casos, su preocupación parece nostálgica (nació en 1925) pero rápidamente el humor destraba la moralina de creer en un pasado perdido ideal, como en la lectura que hace sobre el miedo de los antiguos al mar y cómo derivó en un cáncer de piel por exposición al sol.
Si bien todas las crónicas tienen un anclaje autobiográfico, que permiten leer detalles de la vida de un escritor que no concede entrevistas (como su admirador Thomas Pynchon), en el último texto, el más extenso, Fonseca se permite literaturizar su infancia a través de José, un chico que viaja con su familia a la ciudad de São Sebastian do Rio de Janeiro, después de que su padre quebrara con un negocio en una ciudad de Minas Gerais. En esa mudanza, un chico rico bien leído y educado devenido en un pobre repartidor descubre el quilombo de la ciudad. “La mayor de las creaciones del ser humano es la ciudad. En su centro se puede sentir su pasado y concebir su futuro. Aunque la lectura y la imaginación se disputaran el mismo espacio, y ciertamente el mismo tiempo, en su mente, José percibía ahora que habitaba aquella ciudad rebosante de vida.” Esa tensión entre lectura y experiencia, entre erudición y calle, atraviesa estas crónicas y su vasta narrativa. Fonseca lee y escribe desde el centro mismo del huracán, y rinde su perpleja admiración a los cambios y deformaciones de la sociedad carioca, a la pasión por el movimiento y el culto del cuerpo, al ritmo del carnaval y su rápida declinación, cuando al día siguiente después de los desfiles sólo quedan los borrachos, los restos de plumas y brillantinas, el eco lejano de gemidos sexuales y las risas que claman por la perpetuidad del presente.
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