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Domingo, 6 de julio de 2014

LA PALABRA DEDICADA

Con una historia personal arrasada por la historia reciente, Alberto Valera construyó una poética que, además de ser militante, se internó en forma notable en los salvatajes de la vida cotidiana.

 Por Juan Pablo Bertazza

Hay casos en que la poesía, más que cualquier otra forma literaria, parece ser más un medio que un fin. Es lo que sucede, por ejemplo, con la obra del sociólogo y militante Alberto Valera, que nació en La Plata el 9 de diciembre de 1952, atravesado por un dolor público y un desgarro privado. Lo público tenía que ver con la conmoción generalizada por la muerte de Eva Perón, y lo privado con la tremenda circunstancia de que su madre, Guillermina Lía Laterrade, tuvo que ver nacer a su hijo sin la presencia y compañía de su esposo Baldomero, que a la sazón era preso político.

El dolor y el desgarro se iban a expandir: durante los años de la Triple A, la casa familiar de Valera sufrió diversos atentados y el propio Alberto fue amenazado de muerte dos veces en la calle. Pero todo podía empeorar aún más: ya el mismo y fatídico 24 de marzo de 1976 secuestraron durante diez días a su mamá en la Comisaría 9ª de La Plata –luego sería declarada ciudadana ilustre de esa ciudad–, mientras que, en noviembre de ese mismo año, se llevarían a su padre, que salía de su estudio de abogado y continúa desaparecido.

Con lo que le quedaría de fuerza y de margen de acción, Alberto Valera decide entonces, en abril de 1977, exiliarse en Barcelona, donde entra en contacto con otros argentinos y se aboca a realizar, desde ahí, una defensa de los derechos humanos hasta su regreso al país, con la vuelta de la democracia en 1983.

Durante su exilio –subsistió trabajando como vendedor ambulante y empezó la carrera de Derecho en la Universidad Central de Barcelona– escribió diversas notas en publicaciones internacionales exigiendo la aparición y juicio legal a su padre, denunciando la dictadura y al, por entonces, ministro de Economía Martínez de Hoz. Pero todavía quedaba un golpe más: en enero de 1978 su hermana Patricia fue secuestrada y desaparecida en Mar del Plata.

Semejantes dolores le granjearían a Alberto serios problemas de salud. Como sucedió con muchas otras personas, la lectura y la literatura fueron una especie de dique de contención ante el abismo. Otro bálsamo fue su unión con Bety Muller, con quien se casó en 1993. En este contexto, la obra poética de Alberto Valera no es sólo literatura, no es sólo poesía. Es, sobre todas las cosas, un medio, una terapéutica, una alternativa que tienen aquellos a quienes les fue arrancada la voz para hacer uso de la palabra, para nombrar lo inefable. Por eso mismo, quizá, todos sus libros tienen en común extensas dedicatorias y largas listas de agradecimientos –a su esposa y compañera– pero también a diversas agrupaciones de derechos humanos y, por supuesto, a Madres y Abuelas.

En sus últimos dos libros, Valera parece llevar a un punto candente las ideas cardinales que orientan toda su obra: lo cotidiano que se mezcla con lo insondable, la actualidad que convive con lo más trascendente. Betty al mañanas, que cuenta con ilustración de tapa a cargo de Rocambole, es una larga carta poética y fragmentada dirigida a su mujer –a tal punto que el autor firma con su nombre algunos de los poemas–: “la tibieza de aquellos días/ en que éramos novios/ vive todavía/ en mí/ incluso en medio de este frío invierno/ cuando ya es de noche/ y pienso en vos./ Creo que siempre te llevaré,/ estarás digo/ dentro mío/ fortaleciéndome/ en medio del dolor”.

Pero en medio de esas declaraciones de pura intimidad, también hay espacio para pasar revista (o, mejor dicho, diario) a ciertos temas de la actualidad, no sin esgrimir la ironía: “El divorcio y el matrimonio entre iguales es demencial,/ y vos con un plebiscito lo tenés que modificar./ A Grassi hay que beatificar, y Laguna volverá./ Creer o reventar”. Esa intervención en las noticias también puede tener formato de extraño haiku: “¿Ser antiimperialista/caUSA/ cáncer?”.

En Mis queridos amigos, que cuenta con nota de prólogo de Chicha Mariani, el canal de expresión es similar, aunque ahora no está dirigido exclusivamente a su mujer Betty, sino a todos los compañeros que pasaron, o no pudieron pasar, la peor noche de la historia argentina.

Uno de los mejores poemas es el que Valera le dedica a Rodolfo Walsh: “El peón llegó a la octava/ casilla y pidió dama/ los muchachos alentaban en silencio/ con un jaque le dio vuelta/ a la batalla del tablero/ y la nueva pieza hizo delicias/ los pibes lo miraban con envidia/ no había duda/ era el mejor de aquel Club/ y de los nuestros”.

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