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Domingo, 11 de mayo de 2003

RESEñA

El insobornable

Yo: otro (Crónica del cambio)
Imre Kertész

Trad. Adan Kovacsics
El Acantilado
Barcelona, 2002
143 págs.

Por Juan Forn
En 1991, luego del derrumbe de las repúblicas socialistas soviéticas, el húngaro Imre Kertész llega a Leipzig a dar una conferencia. Leipzig ya no es parte de la RDA sino de la Alemania unificada, y Kertész ya no es un paria sino una personalidad cuyo testimonio era indispensable para la cicatrización de las heridas de Europa central. ¿Pero qué clase de testimonio?, se pregunta ese hombre que ha sobrevivido a Auschwitz primero y a cuarenta años de dictadura kadarista después. Según Kertész, su única dote superior es “no obedecer a la única tentación de mi país: la eterna tentación de los cantos de sirena que invitan al suicidio psíquico, intelectual y finalmente físico”. Pero se niega a reconocer una sola gota de heroísmo en su empecinada supervivencia: “Mi inocente repugnancia al régimen sólo se trataba de una náusea platónica; nunca participé en la oposición; mi repugnancia hacia ese movimiento rivalizaba con la que sentía por el régimen. Viví como un perro, atado a mis herejías solitarias, y como mucho ladraba de vez en cuando a la luna”.
¿Qué ha cambiado para Kertész con el cambio de régimen? Básicamente dos cosas: ahora puede hacer uso de la libertad de circular (no sólo de salir sino también de volver a entrar en su país) y aquellos nocturnos ladridos solitarios a la luna ahora puede proferirlos a la luz del día y ante distintos auditorios que devoran cada una de sus palabras. Pero el temor a ser malinterpretado, a perder su soledad, lo lleva a reproducir el exilio interior en su nueva forma de vida. Las impersonales habitaciones donde se aloja (en Munich, Tel Aviv, Viena, Verona, Avignon o Leipzig) reproducen la austera ajenidad de aquel ínfimo estudio subalquilado que fue su guarida en la Budapest kadarista; en cada una de ellas repite la rutina de aquellos años: volcar a la lengua materna (que es, para él, “la lengua de los asesinos” y, al mismo tiempo, su única posesión cierta) a los pocos autores que le son elocuentes: traduciéndolos (Wittgenstein, Bernhard, Kafka) o reflexionando sobre ellos (Beckett, Cioran, Camus). Sólo le queda el pensamiento como venganza “y cuidarse, sobre todo, de volverse ingenioso cuando ya no tiene nada que decir”. Porque “desde Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de Auschwitz”. Ésa es la materia que conforma este libro de Kertész, acaso el más opresivo pero también el más conmovedor de toda su obra, titulado Yo: otro (Crónica del cambio).
Diez años antes de recibir el Nobel, los libros de Kertész ya se abrían paso en todos los idiomas europeos, a partir de un equívoco: la coincidencia temporal de haber descripto en uno de ellos (Diario de la galera) los cambios de una ínfima forma de vida (la suya) con los de una forma de vida más amplia (la de su país, Hungría). Pero en lugar de aceptar el rol que le proponían los bienpensantes y cantar loas al ecumenismo del “nuevo” mundo posterior a la caída del Muro, Kertész no sólo se niega a olvidar sino que también rehúsa que abran las puertas de su celda. Esa celda que describirá de distintas maneras, en los sucesivos puntos del itinerario que recorre este libro. En Tel Aviv, por ejemplo, cuando declara: “Soy un judío distinto. ¿De qué tipo? De ningún tipo. Hace tiempo que no busco ni mi hogar, ni mi identidad. Soy distinto de ellos (los judíos de Israel). Soy distinto de los otros (los judíos que no viven en Israel). Soy distinto de mí mismo”. O en Budapest, cuando le reprochanhaber perdido profundidad, y él responde: “¿Mi situación de esclavitud y el infantilismo de la dictadura me conferían profundidad?”. O en Berlín, cuando declara que lo que le asombra de la unificación alemana es que, en el fondo, no la quieran. O en Avignon, cuando el coche alquilado con patente alemana en que lo pasean se introduce inadvertidamente por una calle peatonal, y una francesa “con la voz distorsionada por el odio” le grita Weg von hier! (¡Largo de aquí!), a lo que Kertész comenta “qué ironía que una germanófoba francesa me manifieste su escarnio, y no por judío sino por alemán”. O, por último, en el aeropuerto de Frankfurt, cuando es detenido en un trasbordo, y le registran todo su equipaje y es luego escoltado hasta el avión por oficiales de seguridad para asegurarse de que abandone el país, y la discriminación no se debe en este caso al hecho de ser judío sino de ser húngaro.
Sólo en las últimas páginas, cuando ha dejado sobradamente en claro su visión del mundo, Kertész, hasta entonces inmune al soborno de los buenos sentimientos, se permite una última y casi inadmisible confesión, al comentar la frase de Wittgenstein: “Basta un solo día para vivir los horrores del infierno”. “Yo los viví en media hora”, agrega. Y procede a describir el momento en que un médico joven y rubio les comunicó a él y a A, su esposa, la irrefutable sentencia, luego de analizar las radiografías craneanas de A. Kertész vuelve tambaleándose a su casa “a buscar todos aquellos objetos que necesita un ser humano en su último viaje por la tierra: camisón, cepillo de dientes, pantuflas”. “Nunca sabré cómo viví ese horror, nunca sabré nada esencial sobre mi propia persona. Quizás un día me daré cuenta de que esa muerte fue el inicio de la mía”, dice refiriéndose a A, la mujer que conoció al volver de los campos, a los veinticuatro años, cuando ella tenía treinta y tres y venía también de un campo de internamiento, pero no de los nazis sino del kasarismo, que había exterminado a su familia y le había requisado todos los bienes, “por un crimen místico que ella nunca había cometido”. La relación entre Kertész y A era de las que se forjan en la solidaridad carcelaria: “esa interdependencia dispuesta a soportar toda prueba y carente de todo futuro”. Duró, sin embargo, treinta y ocho años. Hasta que también de eso fue despojado. Aun así, Kertész se mantiene en pie. Y es capaz de cerrar este libro implacable con las siguientes palabras: “Más adelante me recuperaré de este derrumbe y obedeceré a la insistente llamada que, desde la niebla gris, me invita a vivir nuevamente, sin saber ni entender nada. Da igual, pues quien dé ese paso ya no seré yo sino otro”.

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