Domingo, 21 de marzo de 2004 | Hoy
Entonces Francia contraatacó. Y de qué forma: en la mayor embestida
artística de las últimas décadas, el 21 de enero de 2002
se inauguró, en la zona más cara y tradicional de París
(frente al Sena, al lado del Museo de Arte Moderno y enfrente de la Torre Eiffel)
el increíble Palais de Tokyo, cuya concepción es sí misma
es una pura provocación, una declaración de guerra.
El edificio posee una extensa y compleja historia. En 1937, con motivo de la
Exposición Internacional, se realizó un concurso para construir,
en el quai de Tokio, un espacio de exhibición para el arte moderno. El
proyecto se le adjudicó a los arquitectos Aubert, Dondel, Viard y Dastugue,
propulsores de una propuesta absolutamente neoclásica –Le Corbusier,
para dar una pista, fue uno de los rechazados–. Con la guerra y la ocupación
nazi, el arte moderno fue desterrado por completo del lugar. Recién al
final de la contienda, el sitio, de 20.000 metros cuadrados, se repartió
entre el Museo Municipal y el Museo Nacional de Arte Moderno. En 1999, los arquitectos
Anne Lacaton y Jean Philippe Vassal obtuvieron el encargo de examinar qué
podía hacerse con los 8700 metros cuadrados del mudado Museo Nacional.
París, capital del siglo XXI
Así, la Ciudad Luz comenzó a despertarse luego de décadas
de modorra oficial y de aislamiento, con una propuesta dispuesta a cambiar las
reglas del juego muy desde dentro del mismo establishment. Y como no podía
ser de otra manera, las polémicas estallaron de inmediato (cada gesto,
decisión y acción de sus directores provocó, como tradicionalmente
se dice, ríos y más ríos de tinta). Ahora bien: lo cierto
es que, detrás de la gran jugada maestra, articulándola y disparándola,
se encuentra una de las teorías más importantes de la actualidad:
L’ esthétique relationnelle (La estética relacional, Ediciones
Les presses du reel, Dijon, 1998).
Su mentor (y codirector del Palais de Tokyo, junto a Jérôme Sans),
es un teórico y escritor galo de 38 años, Nicolas Bourriaud, que
está de paso por Buenos Aires donde acaba de dar, el pasado jueves, una
conferencia en el Museo de Arte Moderno sobre su amigo, el ya legendario Pierre
Restany (fallecido en mayo del año pasado). El viernes dedicó
su día a dialogar con artistas locales. La editorial Adriana Hidalgo
tiene prevista para este año la publicación de Post-Producción,
último de los trabajos de Bourriaud y el primero en traducirse al castellano,
quien es autor, asimismo, de otros títulos teóricos como Formes
de vie, l’art moderne et l’invention de soi (2003), así como
del libro de ficción L’ ere tertiarie (1997).
Muy elegante y cortés, de un excelente humor y recién llegado
(luego de las fastidiosas e interminables horas de vuelo a través del
Atlántico), Bourriaud conversó con Radarlibros.
¿Por qué el nombre, Palais de Tokyo?
–Conservamos el nombre porque ya estaba escrito en la puerta del edificio.
Es la memoria del sitio. ¿Por qué añadir algo?... La palabra
Tokyo es muy importante. Es un símbolo de la internacionalización
de París. A mí me encantaría poder hacer, por ejemplo,
un Palacio de Singapur en Buenos Aires. También se trataba de subrayar
el encierro de las instituciones de París y el deseo de revertir esta
situación.
¿Cuándo comenzó ese cerramiento de París?
–Cuando sólo hay espacios para consagración y cuando no
hay espacios para descubrir. Nosotros pensamos más en un laboratorio.
En París no existía. Cada ciudad necesita y busca algo diferente.
En París fue encontrar un lugar en el cual la gente se sienta menos intimidada
por la institucióndel arte. Buscar una relación más directa.
En cierta manera, estaba pensando en Gombrowicz, que es un poco precursor de
esta idea. Escapar de la intimación es eternamente estresante. Y resulta
imperativo lograrlo, a riesgo de fosilizar la cultura. No tengo dudas de que
los artistas son la gente que pueden más fácilmente dinamizar
la cultura. Toda obra de arte materializa una relación con el mundo.
Si ves un Mondrian, materializa así, en la forma, la relación
con el mundo que Mondrian tuvo. Y cada cual puede interpretar esa forma como
desee y utilizarla. Otro artista, como observador, proporcionará su propia
visión sobre la obra, prosiguiendo la cadena de relaciones con el mundo.
Una obra de arte es la visualización de una relación con el mundo.
Cuando inauguramos el Palais de Tokyo, hubo críticas que decían
que la propuesta no era correcta para el centro de París, sino que más
bien hubiera sido adecuada para algún barrio más pobre, comenzando
por la arquitectura que propusimos, tan lejos de la de los edificios oficiales.
Por supuesto fue, de nuestra parte, una declaración de guerra. Pero los
comentarios fueron variando en este último año. Sin ir más
lejos, Le Monde dijo entonces algo así como “sus directores, Sans
y Bourriaud, anunciaron que su gestión finalizará en el 2005.
Bueno, lo cierto es que no estuvo tan mal ¿no?”.
¿Cómo funciona el Palais de Tokyo?
–Existen dos formas tremendamente antitéticas de concebir una institución
cultural. Una, fabricar un ambiente cerrado como una bóveda de joyería
para presentar a todo resguardo los objetos y observarlos de lejos como reliquias;
otra, consiste en planificarlo como un mercado abierto donde todo es trasladable
y puedes cambiar las cosas todo el tiempo. Ésa fue la idea principal
del Palais de Tokio: convertir el lugar en un equivalente de la plaza de Djemaa
el-Fna, en Marruecos, sólo que aquí los encuentros se hacen bajo
techo. Es claro que no podemos presentar proyectos artísticos de la manera
en que se hizo durante el último siglo, simplemente porque ahora transitamos
el siglo XXI. La idea del Palais de Tokyo fue ajustar y adecuar la institución
a las personas (tanto a los artistas como a los observadores), de acuerdo a
la vida de una ciudad y, por eso, fue una decisión importantísima
ampliar los horarios hasta medianoche. Estábamos habituados a un gran
contraste entre los horarios de los museos y sus propósitos. Suelen parecerse
más a los de un banco o un correo que a los de un cine o un teatro, y
esto nos parece fuera de tiempo.
Por otra parte, el sitio se va transformando por decisión y necesidad
de los propios artistas. Para dar un ejemplo, las paredes fueron volviéndose
blancas (originalmente no lo eran) a medida que los artistas necesitaron y pidieron
el blanco. Como directores fuimos brindándoles las soluciones formales
y los elementos que ellos necesitaban. El Palais permanece abierto mientras
se montan y desmontan las exhibiciones. Cualquiera puede contemplar eso, si
lo quiere. No hay nada más banal que el trabajo de un curador que diseña
su concepto de arte y pretende ilustrarlo con obras de distintos artistas. Me
gusta actuar absolutamente al revés: obtener una buena teoría
a partir de la obra de los artistas. En ese sentido, el Palais es un work-in-progress.
No está concluido, ni mucho menos. Recién lo estamos comenzando.
¿Cómo fue su relación con Restany?
–La figura de Restany fue la razón por la cual elegí este
trabajo. Cuando, a los 17 años, leí el catálogo sobre Yves
Klein que escribió para el Centro Pompidou fue para mí una maravillosa
revelación. Pero lo conocí mucho después, a fines de los
ochenta, cuando yo tenía, más o menos, 23 años. Sin dudas,
nuestra relación se intensificó mucho en el segundo lustro de
los ‘90, cuando publiqué Esthetique relationnelle, porque fue untexto
que a Pierre le sirvió como una especie de guía y de llave para
poder relacionarse y conectarse con una generación muy joven. Y también
para vincularse de otro modo a sus propios textos, a su propio trabajo. Discutimos
muchísimo. Recuerdo especialmente una especie de homenaje a Restany en
la Fundación Cartier, a la que fui convocado como moderador. Y no bien
Pierre empezó a hablar, en su propio homenaje (imita la voz y los gestos
de Restany) dijo: “En verdad, me gustaría hablar de la estética
relacional” y comenzó a comentar y a ponderar mi libro; ¡fue
totalmente increíble! Habló sólo de eso y fue imposible
disertar sobre su trabajo.
Restany odiaba estar encerrado en su propia leyenda. Habitualmente, se lo recuerda
mucho como el propulsor del Nouveau Realisme en los cincuenta y sesenta pero,
en lo que a mí respecta, me interesan más sus últimas intervenciones,
a partir de su desarrollo del “Humanismo tecnológico”, el
Restany rehuyendo a Nueva York y viajando incansablemente por Corea o Argentina.
En sus últimos tiempos sólo hablábamos de la actualidad
y nunca del pasado.
Arte y sociabilidad
¿Por qué Esthétique relationnelle?
–Nunca pude realmente elegir entre literatura, arte, acción o reflexión.
Lo que hago es tratar de construirme una especie de forma desde donde mezclarlo
todo. Y si bien comencé a publicar muy joven, precozmente diría
–ya que fui corresponsal de la revista Flash Art en Francia, a fines de
los años ochenta– lo cierto es que todo cambió con la edición
de Estética relacional. Siempre necesité ejecución y cavilación,
por partes iguales. Sería muy infeliz si tuviera que elegir, que decidirme
entre una u otra. Estética relacional es un libro que tuvo un éxito
inmediato –para mi sorpresa, fue traducido muy pronto a ocho o diez idiomas,
como al turco y al coreano–, y pienso que será porque se trata
de un texto sobre la sensibilidad común de nuestra época, donde
las relaciones humanas son el problema mayor y el más interesante capital.
Sin dudas, se trata de la última esfera a explorar, la de más
grande intensidad, y la que no está aún del todo mercantilizada,
prisionera del merchandising. Para proponer un ejemplo, advierto con fascinación
cómo ha crecido la comunicación por Internet en la última
década, de qué manera ha transformado, en un movimiento tan hondo,
estos enlaces.
El génesis de Estética relacional ha sido la observación
de un grupo de artistas con los que estuve trabajando y viviendo todo el tiempo,
desde el principio de los años 90, como Andrea Zittel, Rirkrit Tiravanija,
Félix González-Torres, Philippe Parreno, Laurent Moriceau y Angela
Bulloch. Con el tiempo se me impuso intentar encontrar un punto en común
en sus trabajos, una conexión, y entonces muy rápidamente hallé
esta noción de relación: el lugar de encuentro fue que todas y
todos trabajaban dentro de una esfera de intercambio, de interrelación
como material, así como los artistas pop de los años 60 trabajaron
en la esfera de la comunicación. La estética, por otra parte,
es una idea que pone a nuestra humanidad aparte de otras especies animales.
Por cierto, comenzó a volvérseme claro un horizonte formado por
las relaciones entre gente, con varios grados de enlace y complejidad. Un juego
de prácticas artísticas que toman como su punto teórico
y práctico el todo de las relaciones humanas y su contexto social, en
lugar de un espacio independiente y privado. Algunos de estos vínculos
y nexos fueron absolutamente directos, y en otras oportunidades se me presentaron
más sutiles o alambicados pero, en todos los casos, muy estimulantes.
Cualquier obra de arte produce un modelo de sociabilidad que traspone una realidad
y me permite entrar al diálogo. Mi interés, entonces, fue reunir
artistas cuya materia prima ya no fueran sólo los clásicos formatos
artísticos (pintura, escultura, etc.) sino, por asídecirlo, la
cultura; aquellos que operan interconectando películas, ilustraciones
o libros, y que se mueven por un universo de objetos en circulación,
eligiendo, diseñando y ensamblando, navegando y buscando signos, archivando
y remezclando información.
Creo que cada obra es un universo per se. Y no me importa tanto saber a qué
disciplina pertenece o debería pertenecer. Por ejemplo, la gente que
sabe lo que es arte, que puede definir al arte, me interesa mucho. Muchísimo.
Me encanta conocerlos, porque me resultan por completo increíbles. A
mí, particularmente, no me interesa saber si alguien o algo puede ser
arte. Me parece una pregunta absolutamente indigna. No me parece serio. Hablamos
de Duchamp, y no me concierne tanto saber si estuvo más cerca del pensamiento,
de la literatura o de la pintura. ¿Qué sentido tiene? Pasa lo
mismo con Henri Michaux. ¿Fue un escritor, un artista visual, o qué?
Lo cierto es que ha construido una herramienta que le permite explorar algunas
secciones de realidad y no me incumbe con qué herramienta trabaja. El
arte es una herramienta, como también la escritura o el cine lo son.
En su concepción, el arte funciona como caja de herramientas...
–Las personas que dicen que no entienden el arte contemporáneo
pero que sí entienden a Botticelli, bueno, creo que son unos mentirosos.
No es más difícil entender una obra de Mike Kelley que entender
una obra de Botticelli o de Caravaggio. Muy por el contrario: es mucho más
fácil entender a Kelley por el simple hecho de que es nuestro contemporáneo,
que utiliza códigos que nos son afines, que produce en una misma situación
cultural. Habitualmente, el término arte describe la presencia de un
juego de objetos como parte de una narrativa conocida como historia del arte
(prepara genealogías y críticas y discute los problemas que generan
estos objetos). Hoy día, la palabra arte no parece ser más que
un sobrante semántico de esa narrativa que consiste en el producto de
una relación con el mundo, con la ayuda de señales, formas, acciones
y objetos. En las décadas del 60 y 70, los artistas inventaron nuevas
herramientas; pienso que mi generación considera la historia del arte
como una caja de herramientas. El común denominador compartido por todos
los artistas es que muestran algo, y este acto les basta para definirse, ya
sea una representación, una sugerencia o una designación.
Pienso que la realidad, en su complejidad, es un texto que los artistas deben
articular a su modo. Es la misma idea que puedes encontrar en Jacques Lacan
o en forma muy distinta en Althusser, cuando afirma que es la misma realidad
social la que analiza y transforma la realidad social. También lo veo
en la tradición hebraica, que me interesa mucho. El texto vale si está
comentado. Una suerte de cadena en la que el observador intensifica. No advierto
una diferencia esencial entre texto, literatura y arte. Es que estamos programados
para ver solo un arte y a mí me gustaría mucho más tener
la posibilidad de disolver ese aprendizaje.
¿Experimentó alguna vez una tensión entre su trabajo teórico
y su trabajo de ficción?
–Para nada. Jamás una tensión, porque las vivo como dos
tareas paralelas que, simplemente, en algún punto se cruzan para proseguir
luego su paralelismo. Pero siempre existe ese sitio de cruce.
Pero así como para Ud. es fundamental su relación con artistas
visuales, ¿lo es también con escritores?
–Sí, sí, claro. Sin ir más lejos, fui editor junto
con Michel Houellebecq, durante muchos años, de la Revue Perpendiculaire
(1985-2000), aunque abandoné el proyecto en 1998 por razones políticas.
Houellebecq hizo declaraciones que fueron muy reaccionarias, que imposibilitaron
quesiguiera trabajando con él. Por otra parte (y aunque parezca un poco
demagógico que lo diga justo en Buenos Aires, pero es la verdad), mis
dos escritores favoritos son Borges y Gombrowicz. Vuelvo a ellos continuamente.
También a los pensadores de la generación estructuralista y posestructuralista,
cuyas premisas y conceptos siguen creciendo. Hablo de Deleuze, de Serres, y
por sobre todo de Althusser. Me interesan de sobremanera sus últimos
textos sobre el caos, tan diferentes a los que escribió cuando era oficialmente
un pensador comunista.
Volviendo a la tematización de las relaciones humanas y la vuelta a la
realidad, ¿cómo es su relación con el pensamiento de Guy
Debord y los situacionistas?
–Guy Debord me interesa muchísimo. Pero empiezo en el mismo sitio
donde él abandonó la tarea. Porque su decisión fue renegar
del arte. Teóricamente, sus ideas son muy ricas. De hecho, las constatamos
permanentemente; sus síntomas y predicciones siguen cumpliéndose.
También se refirió, en muchas oportunidades, a su fascinación
por Internet, ya no como una metáfora, sino específicamente como
una práctica.
–Exactamente. No me interesan tanto las obras expresamente digitales,
sino la enorme influencia indirecta que la web provoca en las formas de pensar.
Estas influencias tecnológicas en un hacer o un pensar no son nada nuevo.
Comienzan con los impresionistas, con la dimensión que abre la cámara
fotográfica, que fue el inicio del impresionismo. Pintar con el impacto
luminoso es precisamente así, una manera de pensar la imagen que ha nacido
con la fotografía y antes de ella hubiera sido imposible. Hoy mismo nuestro
pensamiento sería diferente si no existiera Internet. Por otra parte,
repito, el arte para la web producido hasta el momento no me parece interesante.
Pero esto puede cambiar. La idea del artista como un tipo de semidiós
que crea el mundo desde una hoja en blanco es algo que simplemente desapareció
de nuestra cultura. Un Dj o un programador artista usa formas preexistentes
para decir lo que necesitan decir. Y se trata de una situación que va
más allá del mundo del arte.
¿Hay una relación entre su propuesta y lo que se llama globalización?
–Sin dudas, el ambiente que estoy describiendo en Estética relacional
nace y crece con la globalización. Porque es hora de formular preguntas
a nivel global. Investigar en obras que también señalen el lado
negativo de las relaciones humanas, la crueldad, una transcripción muy
fuerte de lo que ahora más que nunca es posible con el capitalismo de
un mundo globalizado. Estos síntomas pueden localizarse en un país
u otro. La vida humana, la vida de los obreros, es considerada por las economías
como un dato secundario. Recuperar y fortalecer otro tipo de intercambios fue
fundamental para mí al escribir Estética relacional. La historia
del arte es un registro de las relaciones humanas con el mundo, con los diferentes
mundos, y esto crea micropolíticas e incluso, a veces, microutopías.
Pienso que plantear la posibilidad de un esquema de centro y periferia no es
para nada operacional, para nada eficaz. Porque actualmente, ¿dónde
está el centro? No sabría localizarlo. El centro es una red que
no se puede destruir, exactamente como Internet. Tampoco existe la periferia,
sino que existen lugares centrales en países periféricos, así
como hay periferia en los suburbios de Nueva York.
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