libros

Domingo, 30 de abril de 2006

Un escritor callado

De Alan Hollinghurst (nacido en 1954) puede afirmarse sin exageración que es un escritor único en su medio. Porque es un escritor que sólo aspira a ser conocido por sus libros. Salvo una traducción de la tragedia clásica francesa Bajazet (1672) de Jean Racine, y artículos dispersos sobre tópicos dilectos (la arquitectura victoriana decimonónica, la música erudita; Richard Wagner, Benjamin Britten están entre sus gustos más intensos), sólo publicó cuatro novelas. La primera, La biblioteca de la piscina (1988), es un tour de force narrativo que no se agota en la destreza literaria, en la resolución perfecta de un problema bien planteado. Como en la póstuma Billy Budd, Marinero de Hermann Melville, es un libro sin mujeres pero donde la sexualidad impregna cada página, cada línea. De una madre se escucha una voz lejana por teléfono, y eso es todo. En una escena central del libro, el protagonista asiste con un pariente a la puesta en escena de la ópera Billy Budd. Ese pariente será central para la trama. El protagonista conoció en un baño a un anciano caballero que le pide que redacte su biografía. El biografiado conoció la cárcel por sus gustos sexuales en la década de 1950; y el instigador de las medidas represivas resulta no ser otro que el hoy benévolo pariente del protagonista. Que deberá así elegir entre renunciar a la pensión que le pasa el tío, o renunciar a escribir la novela y la sórdida verdad. La segunda novela, The Folding Star (1994, algo así como La estrella del pastor), fue finalista para el premio Booker. Tiene en su centro la relación entre el profesor inglés Edward Manners y su alumno belga Luc (anagrama de cul), y un misterio en el pasado del pintor simbolista Edgar Orst, que habría vivido hacia 1880. La acción se desarrolla en una ciudad flamenca que se parece a Brujas, con sus canales y construcciones medievales y finiseculares. Con la tercera novela, El hechizo (1998), la más breve y aparentemente más directa, Hollinghurst retorna al escenario londinense: son los años ‘90, John Major ocupa el lugar que dejó Thatcher, las raves y los djs gobiernan, la droga es el éxtasis, los jóvenes son inconstantes y promiscuos, y sólo poco a poco aprendemos a identificar a una figura moral en la urbe demasiado poblada. La cuarta novela es La línea de la belleza. En cada uno de sus libros, donde la trama es intrincada, Hollinghurst escribió cada oración con la expectativa de que encierre una felicidad para el lector, y que la entregue. Hay que decir que lo consigue, pero que esa felicidad se esfuma en las traducciones, aun cuando sean correctas.

A diferencia de todos sus contemporáneos británicos, que son o fueron tapa de Granta y de otras publicaciones que representaron con complacencia la figura de novelistas Britpop, siempre ricos en opiniones contundentes sobre casi todo (la literatura, la política, sus vidas y las de los otros), Hollinghurst es un escritor callado. Tal vez una comparación halagadora, pero merecida, lo acerque al norteamericano James Purdy. Y, cuando se leen sus libros, parece difícil no admitir que estos escritores modestos no son menos éticos o políticos.

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