libros

Domingo, 9 de octubre de 2011

Públicos y privados

 Por Rodrigo Fresán

Hace unos años, de visita en el museo de la Martello Tower, en las afueras de Dublín, John Banville y yo nos asomamos a una de las vitrinas para contemplar dos perfectamente preservados ejemplares de Time –del 29 de enero de 1934 y del 8 de mayo de 1939– con el rostro de James Joyce en su portada. “¿Te acuerdas cuando los escritores salían en las tapas de revistas?”, fue el lacónico comentario de Banville. Y enseguida agregó: “Se entiende que me refiero a escritores escritores y no a productos de moda, ¿verdad?”.

El año pasado, con motivo de la publicación de Libertad, Jonathan Franzen (Chicago, 1959) habitó ese sitio alguna vez ocupado por el autor de Ulises acompañado de titular inequívoco: Gran novelista americano. Y todo aquel que alguna vez haya trabajado en un semanario de actualidad sabe cómo es la cosa: se enarbola a un escritor cuando poco y nada trascendente sucedió en los últimos siete días y, de paso, se sofistica un poco la línea editorial. Pero aun así –de acuerdo con la mirada de Banville– lo de Franzen es excepcional y, de algún modo, se las arregla para hacer comulgar lo mejor de ambos mundos. Libertad es un buen producto (el inteligente reciclaje de uno de los motivos clásicos de la literatura de USA para una nueva generación: el estado de la familia con el Estado de la Unión como telón de fondo de un escenario donde ya actuaron magistralmente John Cheever, John Updike y Richard Ford entre muchos otros) firmado por un “escritor joven” talentoso en fina sintonía con el zeitgeist, que no sólo había triunfado con su también familiar libro anterior, Las correcciones, sino que además se las había arreglado para dejar alguna huella en la siempre vaga memoria popular. Por un lado, Franzen había firmado un polémico ensayo en Harper’s sobre la decadencia de la inteligencia narrativa estadounidense; por otro, despreció la para él frívola bendición del muy influyente book club de Oprah Winfrey. Desde entonces, Franzen mide sus manifestaciones cuidándose, siempre, de decir algo (además de predicar sus obsesiones ornitológicas) cuando le piden que diga lo que sea.

Lo suyo no es gran cosa si se lo compara con las pasadas manifestaciones e intervenciones en la no-ficción en nuestras vidas de titanes de la ficción como Dickens (acaso el primero escritor público), Twain, Tolstoi, Zola, Hugo o Mann; todos ellos comprometidos con causas perdidas o triunfantes convencidos de que la pluma podía ser más afilada que la espada. Hoy por hoy, sería absurdo reclamarle a un escritor semejante responsabilidad y tarea y parece alcanzar y sobrar con la divulgación diet, el pintoresquismo generacional, el chamanismo new-age o la diatriba pasajera para trascender como pensador comprometido. La novela como género y especie ha dejado de ser el principal vehículo de ideas; y es más probable encontrar el rostro de un rocker mesiánico, una fashonista freak, un economista oracular o la efímeramente nueva encarnación de artefacto digital-cibernético portátil en las fachadas de publicaciones que se dedican a informar sobre el estado –bueno o malo o pésimo– de las cosas.

Y, aun así, los escritores de tanto en tanto siguen asomando la cabeza y yo fui el primero en celebrar la coincidencia cósmica y justicia poética de la noticia del fallecimiento de J. D. Salinger interrumpiendo la presentación/ transmisión en directo de la CNN del último iPad a cargo de Steve Jobs. Salinger, claro, fue –aunque no le haya gustado– portada de Time en 1961. Y ha pasado a la historia como ejemplar paradigma de lo que sucede –pensar en Hemingway como persona devorada por su propio personaje– en un país donde ser localmente famoso equivale a ser celebridad planetaria. Su deseo realizado de invisibilidad lo convirtió en fantasma omnipresente sentando base o ejemplo para otros a quienes las luces de neón les producen migrañas: Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Denis Johnson y Philip Roth –como J. M. Coetzee, Pascal Quignard, Henry Roth, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Milan Kundera, Julián Gracq, Haruki Murakami y Michel Houllebecq– son o fueron, con mayor o menor dedicación, virtuales artistas del perfil bajo o el frente esquivo. Por opción propia o por, sencillamente, ser fóbicos a cámaras y grabadoras y sillas en rectangulares mesas redondas de festival. En el fondo, el misterio poco misterioso pasa por una opción personal y por la certeza de que las lentes y los flashes sí acaban robándote el alma y degradando la obra a un segundo plano. Durante años, en Argentina, pocos sentían necesidad de leer a Borges porque por ahí andaba Borges, todo el tiempo, haciendo de Borges en radios y televisores. Y, mejor, no olvidar lo que les sucedió a Fitzgerald y a Kerouac y a Capote, irreparablemente erosionados por los vientos de la leyenda de sus propias vidas. De todo eso, cabe pensar, huyó Salinger cuando sus fans comenzaron a cercarlo para comunicarle que habían conocido a Seymour Glass en un bar o habían ido al colegio con Holden Caulfield.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que nadie pensaba en tomar decisiones semejantes: Emily Dickinson y Nathanael Hawthorne eran tímidos consumados; las hermanas Brontë comenzaron enmascaradas bajo alias masculinos; Jane Austen empezó firmando con el eufemístico By a Lady por condicionamiento social; y tuvo que pasar un tiempo para que algunos se preguntaron qué había sido de Ambrose Bierce y quién había sido Bruno Traven.

Ninguno de ellos, seguro (los curiosos pueden visitar esta galería de productivos y de productos en http://www.time.com/time/archive /collections/0,21428,c_writers,00.shtml donde no figura ningún escritor en idioma español; recuerdo, en cambio, portadas de Newsweek con fotos de Gabriel García Márquez y Alberto Fuguet) aparecería hoy en Time del mismo modo en que, hasta donde sé, ningún escritor fue alguna vez Persona del Año para esta revista.

Y a no olvidarlo nunca, la vida pasa y la obra, si hay suerte, permanece: J. K. Rowling nunca posó para la portada de Time pero sí aparecieron allí un dibujo con el rostro engafado del niño hechicero el 20 de septiembre de 1999 y un puñado de niños disfrazados de Harry Potter el 23 de junio del 2003.

Y es que –más allá del extremo y comercial ejemplo anterior; Molly Bloom no fue cover girl para que cada uno pueda imaginarla como mejor le parezca– de eso se trata y eso es lo que en realidad importa a la hora de la verdad: la creación de la criatura propia y su influjo sobre los que se crían con ella y crecen y creen en ella. Y, como advirtió Henry James, seguir trabajando en la oscuridad. El resto es vanidad de vanidades, polvo en el viento, ruido y furia, quince minutos de fama, penúltimo modelo y –-y sí dije sí quiero Sí– que pase el que sigue.

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