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Domingo, 12 de octubre de 2003

Dos fragmentos de Moncada

Por Jorge Di Paola y Roberto Jacoby

I
el andar tambaleante del argentino llamó la atención de un oficial norteamericano de la DEA, en su primera misión, a quien le pareció reconocer a alguien visto anteriormente en las carpetas de entrenamiento y más recientemente en los álbumes de buscados. Después de intercambiar llamadas con su base, para pedir instrucciones, comenzó a seguirlos discretamente, aunque no tanto como para no ser visto a su vez por quienes tenían su fotografía en sus respectivas carpetas.
De ese modo se formó una curiosa caravana, inadvertida en la multitud. La gente de Igor había apostado una de sus mujeres y un hombre, que tenían controlado al oficial de la DEA. La protección a la pareja de recién llegados, a su vez, se puso detrás de los otros. Pero tampoco ellos sabían que los ojos de la CIA se habían posado en el anormal congestionamiento de la comunidad de inteligencia del gran hall, que siempre estaba bajo la mirada del FBI, monitoreado por su parte por las misteriosas agencias fuera de la dirección del Ejecutivo, y varios cuadros de la CEE y de la ex KGB percibieron el fenómeno inesperado del desplazamiento sigiloso de los grupos de tareas. Todos se movían como si fueran invisibles.
Moncada había bajado un poco la guardia porque debía mantener derecho a Dardo, que cada vez cantaba en voz más alta los versos de New York, New York, para regocijo de los viajeros eufóricos que iniciaban sus vacaciones.
Ella tuvo alguna dificultad para encontrar el auto de alquiler y estaba preocupada, porque conducir en las grandes ciudades era uno de sus trabajos meramente teóricos; nunca lo había hecho en terreno real. Y por eso prefería que manejara él, a pesar de su estado de evidente ebriedad, porque sabía que era un avezado volante urbano capaz de deslizarse en el tránsito más intenso.
Ese fue el primer error de Moncada. Dardo arrancó bruscamente y se deslizó por una avenida a la manera argentina, culebreando entre los demás automóviles en lugar de mantener su carril y adelantarse por la izquierda.
El dispositivo de tránsito norteamericano es una de las máquinas más aceitadas de la vigilancia policial y se disparó casi instantáneamente al ver el desplazamiento errático del automóvil.
Cuatro patrulleros comenzaron a seguir a la pareja. Este acontecimiento tuvo, sin embargo una ventaja. Al escuchar las sirenas, todos los espías, que formaban una considerable fila, atrás de ellos, o atrás unos de otros, bajaron la velocidad y se pusieron disciplinadamente en pos de los patrulleros y a una distancia prudente.
Cuando el helicóptero de la policía apareció, seguido por uno casi igual de los reporteros de un canal de noticias, fueron demorándose y espaciándose entre ellos. Todos querían disimular el seguimiento mutuo.
Los patrulleros avanzaron a poca distancia del automóvil guiado por el argentino, sin sobrepasarlo, por espacio de varios kilómetros, como con cierta cautela, en apariencia sin intención de intervenir, por el momento.
Y cuando por fin Dardo y Moncada pararon junto al cordón, resignados a ser detenidos, todas las agencias habían desplazado prudentemente a sus efectivos lejos de la acción, aunque seguían observándola a una cierta distancia.

los dos helicópteros que estaban tratando de acercarse lo más posible al automóvil detenido tocaron sus aspas entre sí en un choque vertiginoso que produjo un enorme estruendo. Los pilotos hicieron un gran esfuerzo para controlar el descenso, sin éxito. Los helicópteros cayeron instantáneamente, transformados en una bola de fuego. En ese momento Dardo arrancó de nuevo e inició un alejamiento preventivo, sólo tratando de evitar ser alcanzado por las aeronaves que se precipitaron sobre la autopista y estallaron a pocos metros de ellos, destruyendo a su vez una cierta cantidad de automóviles que no pudieron alejarse a tiempo del incendio y las explosiones.
La mayoría de los perseguidores y los patrulleros de la policía se encontraban al alcance de la detonación final de los helicópteros y resultaron el blanco preferido de sus restos flamígeros.
El fuego, implacable, destruyó a policías y espías. Dardo y Moncada escaparon milagrosamente al cruento desastre. Continuaron viaje por el césped que bordeaba el camino; mientras tanto se consumían y se carbonizaban los vehículos y sus tripulantes.
Pocos instantes después la autopista quedó asombrosamente silenciosa y vacía. Las cenizas aún volaban, brillaban tenuemente las brasas del metal y las maderas en las matas aún verdes. Todavía ardían pequeñas e infatigables llamas.
Atrás del automóvil de alquiler, el fuego y el humo parecían evolucionar como si estuvieran contenidos por una caja de cristal.
El camino estaba despejado y Dardo continuó viaje hacia su apartamento, conservando su carril y a baja velocidad. Muchos patrulleros sibilantes se dirigían por la mano contraria hacia el lugar del siniestro. Los canales de TV, que sumaban sus móviles terrestres y aéreos, estaban de acuerdo ya en considerar aquel episodio como el más espeluznante que hubiera ocurrido en las autopistas de la ciudad en toda su historia.

II
el gran problema del socialismo había sido no considerar al deseo como una fuerza más poderosa que la necesidad. A cada cual según su deseo era la perversa divisa de la derecha. El realismo estaba llevando al socialismo a la tumba. Había personas, familias enteras, que se subían a una balsa precaria armada sobre una goma trasera de tractor y se lanzaban al mar y a los tiburones apenas para tener televisión color de alta definición con programas tan terribles como los que se veían borrosos en aparatos anticuados.
La educación igualitaria y para todos no había alcanzado a cambiar el corazón de los isleños; los niños una vez crecidos no se guiaban nunca más por la razón que les había permitido sacar buenas notas en la escuela. Los malditos adolescentes querían cosas por completo irrazonables y costaba enormes esfuerzos repartir los bienes equitativamente porque los chicos querían el más grande y el que pareciera más lindo para ellos; en general los demás no les importaban demasiado, y los prójimos en general, salvo en casos de incendio o inundación, podían irse al demonio sin que les preocupara en absoluto.

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