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Jueves, 27 de junio de 2002

Una vida mejor

POR MALCOLM MACLAREN

Veinticinco años atrás, en la fábrica de discos de la CBS, en Inglaterra, los trabajadores salvaron algunos discos de contrabando al ocultarlos en sus abrigos. Eran copias del nuevo simple de los Sex Pistols, “God Save the Queen”. Apenas una semana después de fichar a los Pistols, A & M había rescindido el contrato e intentó destruir todos los discos. Entonces mi oficina se llenó de llamadas no solicitadas que ofrecían vender copias ilícitas de “God Save the Queen” al extorsivo precio de 20 libras la unidad. Yo estaba algo reacio, naturalmente, pero después de pensarlo un poco compré varias cajas. Unas pocas semanas después, fiché al grupo para el sello Virgin, de Richard Branson. La excitación de los empleados de Virgin era tal que querían conspirar conmigo y crear una celebración alternativa al Jubileo de plata de la Reina, alquilando nuestro propio barco para seguir a su flotilla a través del Támesis.
Los Sex Pistols tenían prohibido tocar en tierra firme, y se prohibió que su canción “God Save the Queen” fuera tocada en el aire. Así que sólo quedaba el agua. Uno de los recuerdos más delirantes que tengo es el de ver a multitudes de punk rockers sacudiendo los puentes de Londres, colgándose de los postes de luz, gritando alegremente, tirando botellas y envases vacíos de yogur al barco mientras sonaba su canción favorita a través del Támesis: Dios salve a la Reina/ ella no es un ser humano/ te convirtió en un tarado/ una potencial bomba-H/ Dios salve a la Reina/ de verdad, maaaaaan! Fue un momento rabioso, caótico, cacofónico, estimulante, inspirado. El boleto a un carnaval para una vida mejor.
Nos topamos con la Prefectura. El barco fue conducido de vuelta a Charing Cross. Yo estaba entre los muchos arrestados: desembarcamos y pasamos la noche en prisión. Por alguna razón, nunca vi a Richard Branson. Parecía haber desaparecido. Frente al juez, sentí que algo verdaderamente había cambiado. Todo su aire de engreída importancia me hizo reír. Me querían hacer sentir un criminal, que pidiera piedad y, es más, me dijo, si volvía a interponerme en su camino, por una ofensa similar, no dudaría en mandarme a una de las Prisiones de Su Majestad, donde permanecería encerrado por no menos que tres meses.
Ese mismo fatídico día conocido como el Jubileo de plata, la prensa se enamoró de los Sex Pistols, del dinero que podrían hacer. Ese día, el Daily Mirror puso nuestro retrato de la Reina –una versión modificada de la famosa fotografía de Cecil Beaton, con un alfiler de gancho atravesado en la nariz– en la tapa. El retrato oficial estaba relegado a la página 3. La prensa prefirió el nuestro.
La cultura pop había cambiado. La revolución musical del punk rock estaba abierta a todos. Las viejas estrellas fueron destronadas y se escondieron en sus casas de campo. Fue un fenómeno hacelo-vos-mismo. Por un momento todos eran artistas. La cultura había sido desmitificada. Sus viejos recursos, alguna vez controlados y considerados importantes por la industria, ya no servían para nada. Fue una explosión contra la mercantilización y las marcas pop que pretendían tener el control de la cultura. Los fans del punk rock no necesitaban comprar nada: sólo tenían que ser. Esta fue la más aterradora de las ideas para la industria del disco. Simplemente había perdido el control.
Esa semana del Jubileo de plata fue casi imposible comprar el disco. No se podía adquirir en la mayoría de las grandes tiendas. No se lo podía escuchar por radio, excepto en raras ocasiones en la sección de noticias. Se prohibió hasta la publicidad del disco. Los canales de TV se negaron a aceptar nuestros avisos caseros. El Transporte de Londres rechazó nuestros posters en el subte. Así y todo, el disco estaba sin ninguna duda en el puesto número 1.
El día después del Jubileo de plata, la nueva generación puso su ojo crítico sobre todo lo que saliera en la prensa. El Jubileo de plata fue un punto de inflexión, un momento cuyo impacto aún hoy se siente. Porque abrió la puerta a todos los ciudadanos relegados: los jóvenes, losmarginales. Todos ellos reclamaron la cultura para sí. Todo parecía posible después de eso. Esta generación de punk rockers respondió a la irresistible urgencia de elegir entre amor y creación. Eligieron creación. En vez de casarse y sentar cabeza en un empleo respetable, optaron por la aventura, la provocación y, con eso, cambiar la vida. Florecieron todas las mentes independientes. Nacieron compañías de cine independiente, sellos discográficos independientes, compañías de TV independiente. La publicidad cambió para adaptarse a la nueva onda: “menos es más”, “lo chico es cool”.
Lo anti-fashion se había convertido en la última maravilla, y todos sus diseñadores eran los nuevos poseedores de la varita mágica de la madrina de Cenicienta. Con mi socio de entonces estábamos aterrados de cómo nuestras ideas anti-fashion (los pantalones sado, la remera de “God Save the Queen”, las polleras de goma) crearon todo un nuevo sentimiento; la ropa ya no se creaba para vender. Lucir espantosamente fuera de moda se convirtió en una idea, una declaración de principios y no un producto. Una herramienta útil para abrir el debate. Esto alimentó el deseo de no volver a la normalidad nunca más. ¿La pasión desemboca en la moda? ¿O es que la moda desemboca en la pasión?
Las mismas remeras de “God Save the Queen” que se vendían en Sex, mi local en King’s Road de Chelsea, se venden hoy en los comercios de Beverly Hills. Veinticinco años después aparecen fotografiadas en las paredes de Kate Moss y Lauren Hutton, fotografiadas en Vogue. Podría decirse que esto es la antítesis para lo que originalmente fueron creadas. Ahora parecen destinadas a promover la marca, la familia real, la “Firma”, la Reina.
Johnny Rotten, el cantante de los Sex Pistols, dijo recientemente que él se había conectado con el palacio para ver si podía tocar para la Reina en su fiesta de Jubileo de oro, que él nunca había estado “a favor” ni “en contra” de la monarquía y que mientras tuviéramos un sistema monárquico debería “funcionar correctamente”. También está mi antigua socia Vivenne Westwood, que ha aceptado, entre otras cosas, una distinción de la Reina, y ahora piensa que la monarquía es grandiosa. Esto me confunde. No entiendo cómo sus miradas pueden haber cambiado tanto. Yo todavía siento muchas de las cosas que sentía en 1977. Hay dos palabras que pueden resumir los opuestos de nuestra cultura de hoy. Una es “autenticidad” y la otra es “karaoke”. Karaoke es hacer mímica sobre palabras de otro. Es una vida de apoderado, sin los estorbos causados por el caótico proceso de creatividad. Y de no hacerse responsable a partir del momento en que la actuación termina. Siento que vivimos en un mundo de karaoke. Se puede decir que Tony Blair es nuestro primer Primer Ministro karaoke.
Hay, sin embargo, un contrapunto a todo esto, un deseo incuestionable, una sed por lo auténtico. ¿Qué es? ¿Dónde lo podemos encontrar? Yo lo encontré aquel día de Jubileo de plata en el Támesis: esos punk rockers extendiéndose en los puentes de Londres, esas remeras de “God Save the Queen”, esa primera plana del Daily Mirror, esa risa histérica frente al juez después de una noche en prisión... Todo eso era parte de una actitud que expresaba algo que sería mejor describirlo como real, algo que era auténtico.

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