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Domingo, 31 de marzo de 2002

PáGINA 3

LA GUERRA Y LA GLORIA

POR JOSÉ PABLO FEINMANN
La guerra de Malvinas dejó una enorme cantidad de muertos en el territorio helado que se fue a reconquistar. Esos muertos fueron víctimas, pero no del ejército hiperprofesional británico que fácilmente los masacró, sino de una junta militar que los envió a morir como parte de un plan macabro para mantenerse en el poder. El plan era macabro porque esa junta buscaba tiempo para diluir los crímenes que había cometido durante su gestión, marcada por el desprecio por la vida y por la enajenación del patrimonio nacional, al que postularon defender en Malvinas. Hay una terrible incongruencia entre ese poder militar que lleva la deuda externa a 45 mil millones de dólares (por medio de Martínez de Hoz y su equipo, todos muy dedicados a la defensa de la “soberanía nacional”) y los generales que invaden Malvinas para recuperar un pedazo de territorio y, junto con él, el orgullo de la nación.
Hay una dolorosa paradoja que los ex combatientes de Malvinas deben sobrellevar: sufrieron y murieron (no por la soberanía y la gloria de la patria, como quisieron hacerlo y como reconfortaría creer que lo hicieron) sino como parte de un proyecto antidemocrático, bélico-político, que buscó limpiar con una “guerra limpia” los horrores de una “guerra sucia”. Esto no le quita dignidad a ninguno de los caídos. Al contrario: los queremos más por haber caído como víctimas de la debacle de un régimen tenebroso. Muchos argentinos quieren y abrazan a los argentinos de Malvinas porque –consideran– son los “otros desaparecidos”, las “otras” víctimas de la dictadura. Quienes murieron en esa guerra no murieron por la causa justa; murieron como parte del plan de una junta macabra. Esto no quita honor ni jerarquía al padecimiento de los caídos, pero les quita gloria. Cosa que los vuelve más entrañables, más queribles para muchos de nosotros, que no sólo abominamos de la guerra sino, muy especialmente, de la junta genocida que la impulsó. Insistamos en esto: Malvinas, para Galtieri y los suyos, fue el intento de borrar las atrocidades de la guerra sucia con los laureles triunfales de una guerra limpia. La guerra limpia se transformó en otra guerra sucia, ante todo porque al frente de la guerra limpia estuvieron quienes habían hecho la sucia. Al frente de niños que apenas sabían manejar un fusil se puso a criminales como Alfredo Astiz, que se rindió (con sus “temibles” lagartos, quienes supuestamente eran tan temibles que barrerían a los ingleses) sin batallar, cobardemente. Y se castigó a los chicos de la guerra, se los dejó morir, ser masacrados por los profesionales soldados británicos.
Luego, ellos volvieron. Fue un regreso sin gloria. Los años pasaron y algunos intentan reivindicar una guerra que tuvo el fin pérfido de afianzar un régimen de crueldad y atrocidades sin nombre. Otros asumen la verdad y eligen un camino extremo, que puede y debe ser evitado: el del suicidio. La dura verdad que hay que sobrellevar es la de este país, es la que todos compartimos: no hay gloria en la que podamos ampararnos. Los militantes de los años 70 (los que han quedado vivos y cobijan el recuerdo de los que no están, de los que han desaparecido) sobrellevan como pueden la burla de sus sueños en las conductas desdeñables de quienes fueron sus conductores. Es tan doloroso admitir que se fue parte de los proyectos de Galimberti o Firmenich como admitir que se fue parte de los proyectos de Galtieri. Y esto no es los dos demonios. Porque hay una gran diferencia: la izquierda peronista (que aceptó esa conducción aberrante) es el deterioro de un proyecto de justicia social, comunitario y generoso; Malvinas no es el deterioro de nada, es un proyecto que nació perverso y terminó perverso. Pero en el final sus protagonistas están igualmente desolados: no hay gloria.
Quienes lucharon en España por la República podrán contar hasta el último de sus días la gesta que los incluyó, igual los militantes antinazis, los resistentes italianos o franceses, los combatientes de laCuba revolucionaria o los que estuvieron junto a Salvador Allende. No tenemos esa suerte. Nuestros sueños fueron embarrados por símbolos infames como Galimberti en Punta del Este, casándose en medio del esplendor hueco de los Born o nacieron embarrados por la verborragia etílica de Galtieri en el balcón de la Rosada: “Les presentaremos batalla”. Quienes presentaron batalla fueron soldados niños o casi niños, que luego tuvieron que vivir sin tener detrás una gloria que merecían, pero que la historia y la verdad les negaba.
Les espera otra gloria: la de aprender a vivir sin gloria. La de saber que la gloria –cuando se la espera de la guerra– no suele venir, ya que aquello que la guerra entrega es el horror y la muerte. La gloria de saber que los queremos, no porque hayan peleado una “guerra justa”, sino porque fueron víctimas –como muchos otros, como muchos honestos militantes de la izquierda de los 70, que terminaron por ser llamados “perejiles”–; la gloria de saber que los llevamos en nuestro corazón porque son argentinos, porque son parte de un país con más muertos y víctimas que gloria. Al compartir ese destino y desentrañar sus causas para no repetirlo, estamos junto a ellos.

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