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Domingo, 27 de febrero de 2005

PáGINA 3

¿Cuánto estás dispuesto a pagar por saxo?

Rematan el tubo por donde Charlie Parker vertió su último aliento.

Por Juan Sasturain

Dentro de pocas semanas se cumplirán cincuenta años de la muerte de Charlie Parker, no sólo el más grande saxo alto de la historia sino un genio que tocó lo que nunca nadie antes. Como ninguno después. En diez años escasos de soplar –con Gillespie, con Monk, con Bud Powell de compadres–, Parker convirtió el jazz en otra música de la que encontró cuando empezó a espiarlo a Lester Young en Kansas City. Entre el swing y el be-bop no hay evolución sino ruptura, un salto que los conservadores de siempre –el sordo Ives Panassié desde la teoría– o los revolucionarios históricos –incluido el glorioso Armstrong, desde el podio– consideraron al vacío.

Nada de eso: hubo una revolución que tomó el poder y cambió todo para bien, del jazz y del arte. Y el líder de esa revolución fue alguien sin vocación ni pasta para serlo. Sólo quería tocar algo que sólo él oía. Y pudo, solo, aunque quemara para eso su vida como quien enciende una cañita voladora. Los excesos de Parker –la heroína, el alcohol, la comida, el sexo, todo en dosis desequilibrantes– terminaron con él demasiado pronto. Se sabe: el parte del médico que lo recogió muerto (de risa) en las habitaciones de la baronesa Pannonica en el Hotel Stanhope le calculó entre 50 y 60 años. Tenía 34.

En el caso de Parker, la leyenda y la mitología son tan grandes y poderosas como la realidad sobre la que se asientan, lo imaginado funciona apenas como un suplemento lujoso y en colores. Por eso, las pintadas Bird lives que aparecieron en las paredes del Village neoyorquino en los días siguientes al penoso funeral no mentían, siguen sin mentir. Parker está vivo, su música es indestructible.

Si el errático Bird no cuidó de sí ni supo o pudo cuidar a los que amaba, menos se ocuparía de sus sucesivos instrumentos, armas calientes en sus manos que usaba y soltaba como si hubiera ido demasiado lejos. Perdió y/o empeñó sus saxos con regularidad. El devoto Cortázar se lo hizo dejar a su alter ego perseguidor, Johnny Carter, en el subte, y las fotos del increíble concierto en el Massey Hall de Toronto, en el ‘53, lo muestran tocando con un saxo de plástico blanco que le consiguieron porque quién sabe dónde había dejado el suyo. Claro que nunca faltó quien lo encontrase o se lo empeñara, o lo recuperase. Porque los objetos tienen esa tendencia a quedarse ahí que Ponge supo describir mejor que nadie. El excelente Phil Woods, que admiraba a Charlie y lo seguía al pie cada solo, tocó todo de nuevo; no sólo usó uno de sus saxos post-mortem sino que incluso le usó la última mujer: se casó con Chan Parker, la madre de sus hijos.

Viene al caso el anecdotario porque esta semana pasada, en la helada Nueva York, un saxo alto marca King, fabricado y diseñado expresamente para Parker en los años ‘50, fue subastado en 261.750 dólares por la casa Guernsey’s, especializada en estos menesteres carroñeros. No se dijo quién se llevó a soplar a casa la pieza mayor de un remate de cerca de 450 objetos, restos de naufragio del mundo del jazz. Otras reliquias subastadas fueron un vibráfono de Lionel Hampton, por el que se pagaron 50 mil dólares; una trompeta de Dizzy Gillespie, vendida en 31 mil, y un clarinete de Benny Goodman, que se fue por 25 mil. Un saxo tenor Selmer utilizado por John Coltrane en los ‘60 no salió porque nadie puso medio millón de dólares. En cambio, la partitura original de “A Love Supreme”, sí: se la llevaron por casi 130 mil de los verdes. Mucha plata.

Se cree –o se quiere hacer creer, para más morbo– que el saxo alto de Parker puede ser el que empeñó en Nueva York en enero de 1955, apenas siete semanas antes de morir. Ese sábado, primer día del año, se encontró literalmente en la calle con Bob Reiser –dueño del Open Door, que le dio uno de sus últimos laburos– y después de confesarle que estaba sin saxo, sin mujer y que nunca había pensado que llegaría vivo a 1955, le recitó de memoria y con orgullosa complicidad un estrofa del Rubaiyat de Omar Khayyam, la séptima en la versión del FitzGerald:

“Come, fill the Cup, and in the fire of Spring, Your Winter-garment of repentance fling: the Bird of Time has but a little way to flutter and the Bird is on the Wing”.

Ese Pájaro del tiempo, que aletea fugaz su breve recorrido, no renunciaría jamás al uso de las alas. Hasta quemarlas.

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