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Domingo, 27 de julio de 2003

PáGINA 3

La intrusa

Por Angela Pradelli

Pocas experiencias tienen una relación tan directa con la escritura literaria como realizar el Censo Nacional de las Personas. Yo lo sabía y por eso me anoté en el último, el que se hizo el año pasado en el mes de octubre. Lo hice en Turdera, tierra que Borges caminaba cuando veraneaba en Adrogué, recorriendo sus calles y sus almacenes de ramos generales buscando historias. Censé una manzana completa y, apenas unos días después del censo, una noche, haciendo zapping, encontré en uno de los canales altos, una película en la que su protagonista es un censista que recorre un barrio de Nueva York. En una de las primeras casas que le toca censar, lo atiende una muchacha rubia y delgada que le ofrece algo fresco antes de que él empiece con las preguntas. Son preguntas simples como las de cualquier censo que la muchacha podría responder sólo con un puñado de palabras. Sin embargo, mientras contesta, la rubia va contándole, a través de cada una de las respuestas, toda su vida. Conflictos de la adolescencia sin resolver, la relación con los padres, episodios de la niñez, traumas, sueños, deseos, etc., etc. Antes de que el censista se despida, ella le pregunta si le pagan bien por ese trabajo y él le contesta que no. Sorprendida, la muchacha quiere saber por qué no se busca otro trabajo. No, le contesta él, es que yo soy escritor, escribo novelas. Lo mejor para un escritor es hacer un censo. Y se va dando saltos por una vereda ancha, feliz con su libreta llena de datos que terminaran probablemente formando parte de algún capítulo de su próximo libro.
Y sí, es tal cual la escena de la película: cuando se realiza un censo nacional, detrás de cada puerta, uno se encuentra con personajes exquisitos, sórdidos, débiles, arrogantes, tímidos, mentirosos. Cuando se entra a una casa y se empieza a preguntar, aparecen diálogos, conflictos narrativos y finales que hasta los grandes novelistas desearían para sus libros. Es que, como la muchacha de la película, son pocos los que se limitan a contestar las preguntas de la planilla. En general, al responder, casi todos cuentan una historia, al menos una versión de la historia, aunque ese relato molestaría, muchas veces, a los protagonistas de las anécdotas encerradas en las respuestas que dan.
Justamente, en Turdera, por ejemplo, no son pocos los que siguen enojados o molestos con la versión que Borges dio de los hermanos Iberra. Pendencieros, truhanes, malvivientes, ladrones. Los descendientes de los Iberra no quieren escuchar ni hablar de Borges porque afirman que ensució el apellido contando historias falsas. Algunos de los que conocieron a los Iberra se empeñan en destacar que eran buena gente pero, al mismo tiempo, no niegan otros cargos. No eran ladrones, afirman algunos, pero se llevaban lo que se les cruzaba por el camino si les gustaba. Y sí, dicen otros, andaban armados porque los Iberra eran gente que sabía defenderse de los peligros. Todavía hay quien recuerda a una de las maestras de los Iberra describiendo a sus alumnos de este modo: Buenos chicos, pero yo los revisaba antes de empezar la clase y siempre les encontraba un cuchillito o una navaja pequeña escondida entre la ropa. Lo cierto es que en Turdera todavía siguen contándose las historias que seguramente también escuchó Borges en sus recorridos. En otro cuento –”La intrusa”–, Borges cuenta otra historia de hermanos, los Nielsen, enamorados también ellos de la misma mujer. En el final del cuento, y después de no poder resolver el conflicto de otra manera, deciden matarla y sacársela de encima. Hay quien dice que Borges cambió el verdadero final de la historia, en la que, uno de los hermanos, como los Iberra, mata al otro para quedarse con ella.
Una mañana fui caminando hasta donde se levantaba el rancho de los Iberra, frente al Puente Viejo que cruza las vías del ferrocarril a la altura del camino de Las Tropas. Cerca de allí hay un quiosco que atiende una sobrina de los Iberra que se niega a hablar de la historia y no quiere ni escuchar el nombre de Borges. Estuve unos segundos ahí. Uno no puede dejar de imaginar esa escena en donde un hermano, durante una partida decartas, saca su revólver, apoya el gatillo sobre la mesa –algunos insisten en que escondió el revólver bajo la mesa y disparó mientras el hermano elegía qué carta tirar para ganar la partida– y lo mata. Después de unos segundos, un hombre que dijo haber nacido en Turdera se me acercó. Era un hombre grande y de hablar pausado, de esos que se regodean contando historias del lugar y uno, escuchándolos. Quiere que le diga la verdad, me preguntó. Los hermanitos se amasijaron. Los Nielsen y los Iberra. Esa es la verdad. Y por qué Borges le habrá cambiado el final –se refería a “La intrusa”, claro. Era una mañana clara y una brisa fresca nos daba en la cara. Habíamos caminado hasta el puente que cruza las vías del ferrocarril y parados allí, frente al lote en donde se alzaba en otro tiempo el rancho de los Iberra. No sé, me dijo, tal vez el hombre no se animó a contar que los Nielsen también se amasijaron. Quién sabe. Igual no importa, me dijo, lo principal es contarlo bien.

Angela Pradelli es la autora de la novela Turdera, que Emecé distribuye por estos días.

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