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Domingo, 17 de agosto de 2003

PáGINA 3

Lluvia en una ciudad desconocida

POR ARTHUR MILLER
Nada hay más agradable que deambular por ahí en un día lluvioso. París bajo la lluvia, Budapest, Londres. También Leningrado, Estocolmo y Viena. Y Amsterdam, sí, sobre todo Amsterdam. Y Nueva York, bien mirado, y la ciudad de México. Y Dublín, por supuesto. ¡Ah!, indudablemente Dublín, y casi cualquier barrio residencial en esta mañana avanzada, fría pero no gélida. Incluso Moscú. Todo el mundo con la cabeza gacha, reservados y pensando en encontrar refugio; en todas partes, sea cual fuere el lenguaje incomprensible, la misma atención a la lluvia y la grisura, pues los planes que deben modificarse debido a la lluvia son los mismos en todas partes.
Todas las campiñas son idénticas; la hierba corta y mojada siempre hace la misma observación, todo es Holanda, azotada por la lluvia que luego gotea de los aleros en los cobertizos de láminas metálicas que albergan los comercios en el exterior de Maria Enzendorf y Meaux, y en las acerías al norte de Filadelfia, y en las afueras de Ljubliana y Graz, la lluvia permite a esos lugares, a todos ellos, reunirse en un tosco círculo como si fuesen hombres que, con los cuellos de las chaquetas alzados y los zapatos empapados, alrededor de un fuego que arden en un bidón de petróleo, se toleran en silencio. En todas partes esta lluvia lleva a la muchacha al bordillo, al que, tras calcular la anchura del charco, salta y su zueco puntiagudo traza un arco por debajo de ella mientras los pies bajan y le salpican la parte interna del muslo, y la muchacha que en todas partes ha ido a la peluquería cuando el sol brillaba también cruza Mount Street o Knightsbridge o Dorottya Utca detrás del húmedo café de Pest, o baja milagrosamente de un taxi en la calle Gorki, con la cabeza protegida por el gorro de pieles mojado.
Quizá sea porque no puede hacerse nada. Todos deben resignarse, pues el asunto no tiene remedio, y si no hay remedio, no puede manipularse. No es posible tomar medidas en ninguna ciudad, no hay técnicas que valgan, y hay que recibir la lluvia en todas las ciudades, hay que plegarse al acto de recibir algo; es una circunstancia a la que todos han de resignarse y someterse, el emperador Aguacero, suave humillador que feminiza y amansa, que detiene al ladrón en el umbral de su propia puerta, le hace volver sobre sus talones y esperar a que escampe; que obliga al campesino a sentarse, apoyar la espalda y hablar, por una vez, con esa hija de rostro chupado que ha ocupado el lugar de la esposa muerte; impide que el avión despegue; hace que los soldados escriban cartas en vez de atacar; vacía las calles de los barrios pobres, donde las ventanas relucen bajo el polvo de su ciega aflicción hasta que todo brilla, incluso la suciedad y los cubos de la basura.
Entre las cosas que deben protegerse de la lluvia figuran las caras de los payasos muy maquilladas, el rímel, las revistas, el fieltro, las mantas de lana, los niños muy pequeños, el buen heno y las fotografías, las pantuflas, los diplomas, los conferenciantes y los violines, las lecturas poéticas y mucho más, sea cual sea la zona donde uno se encuentre o el idioma que se hable. Cosas y seres a los que la lluvia no daña son las chicas y los chicos desnudos, la hierba, el vidrio, los chanclos y los árboles, las gafas, las máquinas de escribir que no son eléctricas, los automóviles y las embarcaciones, las cacerolas y las cabezas calvas. En todos estos casos, la lluvia es buena o neutral. Y esta división se da en todas las ciudades, tanto si se trata de Beirut como de Nueva York, Gaza o Praga. Dondequiera que llueva, hombres y mujeres van por ahí parpadeando para quitarse las gotas de las pestañas, en todas partes se piensa en refugiarse, en todas partes y en todas las ciudades huele a humedad.
Ahora, al otro lado de mi ventana, llueve sobre los dos jóvenes cerezos de ramas desnudas y sobre el manzano silvestre, sobre las ramas podadas en el suelo y, en lo alto, el cielo gris cargado de lluvia se extiende hacia el este, el Atlántico, Irlanda y Gran Bretaña, Noruega y Holanda, Francia, Alemania y Polonia, todos bajo esta llovizna, los cuellos alzados, el siseo de los neumáticos de taxi en todas las avenidas, el estudiante de laSorbona con la cabeza descubierta que mira por el ventanal empañado del café, en busca de sus amigos en el Boul’Mich o la Tercera Avenida, King’s Road, Dorottya Utca. Lluvia. Grisura. Nada puede hacerse. Es irremediable.


Este texto, de 1974, está tomado de Al correr de los años. Ensayos reunidos (1944-2001), el libro de Arthur Miller que Tusquets Editores distribuye en estos días en Buenos Aires.

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