Domingo, 17 de agosto de 2003 | Hoy
Un mundo de sensaciones
Solaris, de Steven Soderbergh: todas las sensaciones del tedio en una remake
de Tarkovski.
“ Hay películas que trascienden su momento en el tiempo, su momento
en el mercado. Este es un film de ciencia ficción con ideas”, dice
James Cameron, productor de Solaris, la última película de Steven
Soderbergh. Realizada a un costo de más de 45 millones de dólares,
Solaris fue todo un fracaso comercial. A dicho fracaso debe referirse Cameron
al hablar de trascendencia en el mercado. En cuanto a su trascendencia en el
tiempo, tal vez su concepción de “ciencia ficción con ideas”
sea una un tanto cuadrada y pretenciosa, que desdeña al cine de ciencia
ficción con acción, es decir, el tipo que él mismo (Terminator,
Alien) supo cultivar. Soderbergh habría rechazado una primera oferta
de la Fox para hacer “una de género” contestando que no estaba
interesado en el cine de prepotencia tecno-futurista (es decir: “cómo
serán las cosas en x años”). Como resultado de la confabulación
entre ambas posturas, Solaris no aprovecha su potencial para la espectacularidad
hollywoodense ni aporta nada sustancial a la precedente y reverenciada versión
cinematográfica.
La historia, transpuesta de la novela de Stanislaw Lem (Polonia, 1921), publicada
por primera vez en 1961 y filmada por Andrei Tarkovski en 1972, no deja de ser
atrapante. Atrapado se ve el protagonista, el Dr. Kelvin (George Clooney), en
la nebulosa “solarística”, ese océano cósmico
y ¿pensante? que rodea al planeta Solaris, en cuya exploración
parece haberse perdido toda la tripulación de una estación espacial.
Lo que encuentra Kelvin a su arribo es que no todos han muerto, pero los sobrevivientes
parecen aterrados o al borde de la locura. Cada uno ha recibido una visita personal:
la de Kelvin es su esposa, muerta tiempo atrás (Natasha McElhone, en
clave más terrorífica que la Natalya Bondarchuk de la versión
rusa). Le dicen que Solaris corporiza algunos de los componentes psicológicos
de sus huéspedes, pero Kelvin se resiste a eliminarla.
Si Lem, como él mismo declaró, nunca sintió simpatía
alguna hacia la versión de Tarkovski (en especial hacia “su visión
negativa del cosmos”), hoy asegura algo similar acerca de su remake. Probablemente
desaprueba la decisión de Soderbergh –responsable también
del guión y de la fotografía– de hacer foco en la conflictiva
relación de Kelvin con su esposa en la Tierra a través de numerosos
flashbacks. Por su parte, el director de Traffic dijo también que su
versión puede ser vista como una especie de cruce entre Último
tango en París y 2001, tal vez ignorando que, así como Lem despreciaba
la película de Tarkovski, éste detestaba la de Kubrick.
Cantando bajo la lluvia
Un musical con agua, cucarachas y gente encerrada.
E l agua, otra vez el agua, siempre el agua. En The Hole (El agujero), cuarto
largo del taiwanés Tsai Ming-liang, llueve todo el tiempo, sin respiro.
Como si El río (título de su tercer film) se hubiera evaporado
y ahora se volcara completo sobre ese fragmento descascarado, depresivo, del
complejo habitacional al que se halla confinada la narración de El agujero.
Concebida originalmente como parte de una serie de films sobre el fin de siglo
financiada por un grupo de productores franceses, El agujero es la película
“futurista” de Tsai Ming-liang. Terminada en 1998, su argumento
se instala en los últimos siete días del año 1999, en una
zona de Taiwan declarada oficialmente en cuarentena debido a una extraña
enfermedad conocida como “la fiebre de Taiwan”. Sus protagonistas
–dos vecinos, un hombre y una mujer jóvenes, que viven solos–
están discreta e involuntariamente comunicados por un agujero en el piso
de él (que es el techo de ella). Una vez más, como en todas sus
películas (desde Rebeldes del Dios Neón), Tsai Ming-liang encapsula
a sus personajes en sí mismos, los aísla y los condena a una existencia
solitaria, aun en aquellos momentos en que cohabitan un mismo espacio (o incluso
tiene sexo) con alguien más. En El agujero, la única esperanza
de contacto entre “él” y “ella” (que no tienen
nombre en el film) parece ser ese hueco por el cual se espían cada tanto.
La salvación llegará a través de ese agujero, o no llegará,
y la espera se hace infinita, excepto en esos momentos en que ella delira divertidos
números musicales basados en las canciones de la cantante china Grace
Chang, al mejor estilo del Hollywood de los años cincuenta. Estas escenas
aisladas tienen lugar en el mismo complejo edilicio, aunque principalmente –señala
su director– en sus escaleras y ascensores, en sus vías de escape.
“La mayor esperanza de mis personajes es que haya alguien que les extienda
una mano o les ofrezca un vaso de agua”, dice Ming-liang. Se dijo que
en El agujero el director reincide en sus obsesiones de siempre: el aislamiento
físico y afectivo; la alienación; el pesimismo irreductible sobre
“un futuro que viene cargado de sospecha y tragedia”; el agua (“que
significa un montón de cosas: los seres humanos son como plantas. No
pueden vivir sin agua, se secan. Cuanta más agua ven en mis películas,
mayor es la necesidad de los personajes de llenar un hueco en sus vidas. Si
son personas sin amor ni amigos, se los verá tomando mucha agua. A veces,
el agua crece y se transforma en una molestia”). Y se ha dicho que sus
personajes se mueven, dentro de sus estrecheces espaciales, como cucarachas:
“Las cucarachas son muy comunes en esta comunidad”, argumenta Tsai,
preocupado por la degradación ambiental producida por la urbanización
más reciente del sudeste asiático, “porque el ambiente y
la manera en que la gente cocina conspiran para atraerlas. Están por
todas partes, así que hay muchas en mis películas. Algunas veces
ni siquiera las pongo deliberadamente sino que simplemente se aparecen por el
set”.
Muñeca desencadenada
Una de terror doblemente peculiar: es buena y sus protagonistas son una
revelación.
“ Si no encontrás un amigo... hacete uno”, fueron las palabras
que May escuchó de su madre en su infancia y grabó a fuego, mientras
recibía también el obsequio de una muñeca de estilo antiguo,
de esas cuya expresión hoy puede resultar perturbadora. Unos años
más tarde –ella ya tiene unos veinte y vive sola en el mismo y
poco animado pueblo en el que se crió–, con cierta conciencia del
lugar discreto, casi marginal que parece haberle tocado en el mundo, May no
olvida. Tiene un trabajo en la veterinaria local, que parece abastecerla de
suficientes emociones macabras (entre las cirugías frecuentes a mascotas
y anécdotas ocasionales de animales mutilados). Allí, su principal
compañía es otra chica tal vez tan real como ella, pero de un
carácter menos oscuro y más sociable. No está muy claro
qué es lo que termina de desencadenar al Frankenstein en potencia que
vive dentro de May, más allá del ímpetu del que se arma
cuando consigue llamar la atención de un chico del pueblo –quien
comparte cierto espíritu dark con ella y hasta se digna a mostrarle un
cortometraje de producción propia, una única escena de canibalismo
romántico– y su eventual rechazo.
Estrenada en el Festival de Sundance un año y medio atrás, La
cara del horror (título local de May) no fue considerada por su distribuidora
norteamericana como apta para un estreno comercial en su país, donde
finalmente tuvo una salida muy limitada este año. Se trata de la primera
película de un director sub-30 llamado Lucky McKee, quien antes había
codirigido un video llamado All Cheerleaders Die (“Todas las porristas
mueren”), y si bien parece llevar adherido cierto tufillo a “cine
independiente norteamericano”, tampoco le faltaron comparaciones con el
cine de Dario Argento. No del todo exactas, a decir verdad, ya que, a diferencia
de lo que ocurre con el maese del giallo –y por más que siempre
supo rodearse de actrices más que apropiadas–, las posibilidades
dramáticas de La cara del horror reposan en gran medida en la personalidad
de su actriz protagónica, una chica de la generación de McKee
llamada Angela Bettis, con cierta predisposición para el género,
que le imprime a su personaje un cierto aire a Carrie, aunque algo menos retraída
y sin poderes telepáticos. (En el breve currículum de Bettis se
cuenta, de hecho, el protagónico de una reciente remake televisiva de
esa novela de Stephen King). También resulta toda una revelación
la interpretación de Anna Faris, hasta ahora conocida por esas absurdas
parodias del cine de terror de la era Scream que son Una película de
miedo y su secuela, y cuyo personaje, sexualmente atraído por May, dará
lugar al momento más inquietante (y uno discretamente sangriento) de
toda la película.
Sexo, verdades y video
Paul Schrader exhuma la vida de uno de los pioneros del porno en video.
F ue en los veinte, en los años del jazz, explica Paul Schrader, que
la iglesia calvinista decretó la prohibición de los llamados “divertimentos
mundanos”: salidas al cine, a bailar, los juegos de cartas, fumar, etcétera.
“No sólo para un film en particular –afirma–; toda
la industria del cine estaba vista como corrupta.” Bajo esas reglas, Schrader
fue educado en la comunidad estrictamente protestante de Grand Rapids, Michigan,
y no vio películas hasta alcanzar la mayoría de edad. Lo cual
tuvo sus ventajas, asegura Schrader (hoy, a los 57 años), cuando ingresó
a la escuela de cine de la Universidad de California, donde el mundo “fuertemente
intelectual del calvinismo” influiría en su guión de Taxi
Driver (1976), la primera de sus colaboraciones con Martin Scorsese. En 1980
dirigía su segunda película, ¿Dónde está
mi hija? (Hardcore), acerca de un empresario protestante, habitante de Grand
Rapids, que descubre que su hija adolescente, desaparecida durante un viaje
con un grupo de la comunidad, no fue secuestrada sino que ha hallado su vía
de escape personal en la industria californiana del porno.
En Auto Focus (2002), Schrader vuelve a poner el foco sobre la pornografía,
pero esta vez reescribiendo un argumento ajeno: el libro de Robert Graysmith
The Murder of Bob Crane. Crane era un actor y animador radial que tuvo su momento
de gloria con Hogan’s Heroes, una sitcom ambientada en un campo de concentración
que se emitió entre 1965 y 1971. Convencido de llevar una vida ejemplar
(de ciudadano modelo, con matrimonio modelo y una relación modelar incluso
con un religioso local), esta vida fue dejándolo atrás a partir
de su “asociación” con John Carpenter, un técnico,
experto y traficante de la “novedosa” tecnología del video.
Una sociedad en la que Crane (Greg Kinnear) conseguía las chicas y Carpenter
(Willem Dafoe) aportaba la tecnología para el registro casero de sus
aventuras sexuales. Crane es el tipo de personaje autodestructivo favorito de
Schrader: “Está fuera de control, pero no se da cuenta; tiene este
mantra acerca del sexo, de la monogamia, y mientras tanto le crece una cola
en la espalda”. Sin pontificar sobre el asunto, Schrader aclara: “No
creo que la pornografía deba ser prohibida, pero sí que termina
teniendo un enorme potencial para deshumanizar a la gente: objetiviza la sexualidad”.
“A Schrader le encanta la perversión, pero la sexualidad fue siempre
para él una especie de fracaso”, habría dicho del guionista
de Taxi Driver y Toro salvaje John Milius, su antiguo productor y colaborador.
Desde esa perspectiva, Auto Focus, como ¿Dónde está mi
hija?, estaría lidiando con algunos demonios de la industria y otros
más bien personales del cineasta protestante cuya próxima película
no es otra que la precuela de El exorcista.
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