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Domingo, 31 de mayo de 2015

MATCH POINT

Personajes Por fin se distribuye en Argentina Open, las memorias de Andre Agassi, el tenista rebelde y genial que fue Nº 1 casi a su pesar. El libro conmovió al mundo del deporte por sus confesiones, desde las más leves, como que aquella recordada melena rubia era un postizo, hasta las más pesadas, como que en 1997 consumió metanfetaminas y le mintió a la ATP para no ser sancionado. Pero, sobre todo, impresiona el tono reflexivo y levemente amargo de este libro –escrito junto con el ganador del Pulitzer J. R. Moehringer– en el que Agassi confiesa que siempre odió el tenis y que, sin embargo, cuando dejó de jugarlo, a los 36 años, sintió que se le terminaba la vida.

 Por Cecilia Boullosa

No pienses Andre, no pienses.

En el desierto de Las Vegas, un hombre construye una cancha de tenis. en el fondo de la casa a la que se acaba de mudar con su familia. Son los años setenta. Y el rectángulo de cemento pintado de verde, de 10,9 por 23,7 metros se convertirá desde entonces en el patio de juegos y también en la cárcel de su hijo menor, el elegido entre sus cuatro hijos, para ser una leyenda del tenis. Antes de que cumpla los tres le regala su primera raqueta. Todavía no tiene siete cuando lo obliga a pasar toda la mañana –y algunas tardes– devolviendo las pelotas que una máquina, a la que llaman el Dragón, le escupe en la cara a 180 kilómetros por hora. 2500 pelotas por día. 17.500 a la semana. Casi 1 millón por año. Un niño que devuelva 1 millón de pelotas al año será invencible, le dice el hombre a su hijo. Y cada vez que el niño –pelo castaño, corte taza, ojos redondos y asustados– no acierta una o se distrae, el hombre le grita la misma frase: “No pienses, Andre, no pienses. Solo pégale más fuerte”.

Antes de construir una cancha de tenis en su porción de desierto, el padre fue boxeador y tuvo otro nombre. Nació en Irán como Emmanuel Agassian pero en los setenta ya es Mike Agassi y trabaja en el hotel más monumental del Strip, el MGM Grand Hotel Casino. Peleador, gritón, lleva un arma en la guantera y un hacha en el baúl, sal y pimienta en los bolsillos, por si tiene que cegar de improviso a alguien. Aficionado al tenis, en sus ratos libres también es un maestro encordador, el encargado de tensar las raquetas de los jugadores. Cuando nace su cuarto hijo –el elegido para ser una leyenda de ese deporte–, decide ponerle el nombre de sus jefes: Andre Kirk Agassi. Y cuando éste ya tiene 8 años y empieza a competir en torneos nacionales le dice que al rival hay que “meterle una ampolla en la mente”. “Mi padre –cuenta el hijo en su autobiografía– me convierte en un boxeador con raqueta de tenis.”

Si la mayoría de los tenistas pulen su saque, Mike prepara a su hijo para ser un maestro del contragolpe y atacar la fortaleza de sus rivales. Para meter ampollas en la mente. Cuando Andre Agassi publicó Open en 2009, tres años después de retirarse del tenis, The New York Times lo definió como las memorias de un deportista menos deportivas de la historia. Tal vez sea porque, ya en la primera de las 471 páginas que componen el libro que acaba de llegar a Argentina editado por Duomo, Agassi se ocupa de dejar en claro que siempre detestó el tenis de “una manera secreta y oscura”. Y luego, en un tono intimista, por momentos humorístico y casi siempre poco autocomplaciente (Agassi trabajó el material con el ganador del Pulitzer J. R. Moehringer), suelta una retahíla de confesiones que conmovió al mundo del deporte. Desde las más frívolas, como que esa caballera ochentosa, leonina, que fue su sello durante los primeros años de su carrera era en realidad, en parte, un postizo. Hasta otras más polémicas como sus arrebatos piromaníacos para lidiar con el estrés durante los torneos, sus ataques de celos durante su breve matrimonio con Brooke Shields o el hecho de haber consumido metanfetamina en la temporada de 1997 y luego haberles mentido a las autoridades de la ATP para zafar de una sanción por doping.

LA IMAGEN ES TODO

“Un peinado y buen drive”, dijo el checo Ivan Lendl de Agassi luego de enfrentarlo por primera vez. Agassi tiene 19 años, todavía no ganó nada grande –ningún Grand Slam, para eso todavía faltarán tres años– pero es el tenista que más autógrafos firma. Hombres y mujeres imitan su (falsa) cresta, Nike le paga miles de dólares para que use su ropa, maneja un Corvette blanco, profana los verdes campos de Wimbledon, donde el blanco en la vestimenta es regla, usando ¡shorts de jean! con calzas color hot lava abajo. En la Copa Davis de 1992 en Hawai sale a jugar contra Martín Jaite con unos lentes Oakland rojos para ocultar los ojos resacosos tras una noche de copas con John McEnroe y su mujer de entonces, Tatum O’Neal. En esas está cuando Canon contrata al tenista más rebelde de su tiempo para que publicite su nueva cámara Canon Rebel. El comercial, disponible en YouTube, es una sucesión de escenas kitsch –Agassi delante de una postal de casinos, Agassi con una malla fucsia en el borde de una pileta, Agassi sacándose la remera, Agassi manejando un jeep– que terminan con Agassi declarando a la cámara con pose de galán: “La imagen es todo”. De un día para el otro, la frase se transforma en un eco que lo persigue y lo condena. En Open, cuenta que los periodistas identifican el eslogan con su naturaleza interior, con su esencia. “Esa gente considera que ese eslogan pegadizo y ridículo es una confesión, algo así como detener a Marlon Brando por alguna frase que haya pronunciado en El Padrino.”

La frase corona el cierre de cada Grand Slam en el que el Agassi nuevamente no resulta campeón. Antes de pasar de promesa a leyenda, tendrá que ver triunfar primero a todos los de su generación: Jim Courier, quien después de derrotarlo se cambiaba las zapatillas y salía a correr para demostrar que no había quemado suficientes calorías. El rapidísimo Michael Chang, que agradecía sus victorias apuntando el cielo. Y, por supuesto, el tímido y algo anodino Pete Sampras que, con su prodigioso saque, se convertiría en su némesis y su bestia negra. La contraparte con la que interpretó el Nadal-Federer de su época (disputaron 34 partidos y Sampras se llevó 20 victorias). El saque más temido contra el contragolpe más efectivo.

“Lo mejor que me pasó es haber perdido el pelo”, declara Agassi, como un Sansón a la inversa. En Roland Garros de 1990 reza para que el endeble postizo que lleva puesto para abultar su cabellera no termine aterrizando sobre el polvo de ladrillo luego de algún saque o salto. Finalmente Brooke Shields lo convence de que se pele. “El pelo parece algo tan trivial... pero ha sido crucial para mi imagen pública, y para la imagen que tengo de mí mismo. Y todo era un fraude. Ahora el fraude reposa en el suelo de la cocina de Brooke, en montoncitos. Me siento bien libre de él. Me siento auténtico. Me siento liberado. Y se nota en mi juego.”

BELLEZA Y SOLEDAD

Para David Foster Wallace el tenis era, entre todos, el deporte más bello, y el más exigente. Autor de Roger Federer como experiencia religiosa, fue durante su adolescencia jugador amateur en su Philo (Illinois) natal y participó en torneos del oeste americano. Cuando habla de belleza, Foster Wallace se refiere a una “belleza cinética” relacionada con las condiciones que se necesitan para ser un jugador de elite: control sobre el cuerpo, coordinación mano-ojo, rapidez, velocidad frenética, resistencia, y “esa extraña mezcla de cautela y abandono que llamamos valor”. Para rozar la perfección, se debe jugar en una dimensión donde pesa más el instinto que la lógica. Y eso sólo se puede lograr repitiendo hasta hacer carne, no pensando. Devolviendo un millón de pelotas por año a un Dragón.

Además de ser el deporte más bello y uno que, en sus mejores momentos, se juega en un estado más allá del pensamiento, Agassi lo describe en Open como el más solitario. “En el tenis estás en una isla. De todos los deportes que practican hombres y mujeres, el tenis es el más parecido a una reclusión de aislamiento que, inevitablemente propicia la conversación con uno mismo.” Sólo los boxeadores podrían entender la soledad de los tenistas. Y ni siquiera tanto, porque los primeros al menos pueden tocarse con el rival o tienen permitido hablar con sus entrenadores durante la contienda.

“El tenis es un pugilismo sin contacto. Es violento, es mano a mano y el resultado es tan simple como el de cualquier cuadrilátero: o matas o te matan.”

SEGUNDO ACTO

Es 1997. Agassi coquetea con la metanfetamina, fracasa en su matrimonio con Brooke Shields –“las charlas más animadas que tenemos son sobre COSAS”– y se deja, finalmente, seducir por la derrota: termina en el puesto 141 del ranking ATP. A los 27 años, habiendo ganado Wimbledon ’92, US Open ’94 y el Abierto de Australia ’95 (además de varios torneos ATP y el oro olímpico en Atlanta), la prensa deportiva lo da por acabado. Pero en menos de dos años Agassi se reinventará, y esa reinvención está considerada uno de los mejores segundos actos de la historia del tenis. “Soy uno de los afortunados en la vida que tuvo una segunda oportunidad –dijo en una entrevista para Tennis Channel–. La gente me vio ir desde el puesto 141 al número 1, me vio escalar el Everest, pero no sabían que estaba en el fondo mismo del Gran Cañón. Creo que este libro lleva al lector a través de ese viaje.”

Luego de zafar de una suspensión a través de una mentira, Agassi inicia su camino de redención. Se anota en torneos de promesas donde los premios son de 3500 dólares. Y en 1999, en su mejor forma, llega a Roland Garros, el último Grand Slam que le resta ganar para reunir la baraja completa. Y triunfa. Y Steffi Graf, otra tenista sin infancia, entrenada desde niña por su padre para ser una leyenda, triunfa entre las mujeres. En ese momento, son las dos únicas personas en el mundo y en la historia en haber ganado los cuatro Grand Slam y un oro olímpico –Graff, la gran bestia del tenis, además los ganó durante el mismo año, 1988–. “Ustedes dos están destinados a casarse”, le dice su entrenador Brad Gilbert en el Concorde de regreso de París a Nueva York.

La segunda cita es en una playa de San Diego. A Steffi le encanta el mar. Agassi se olvida su malla porque es un chico del desierto. Ella lo desafía a jugar una carrera en la arena. “Ella sonríe. Y sale disparada. Yo la sigo. Me siento como si llevara toda la vida persiguiéndola, y ahora me veo persiguiéndola literalmente. Al principio hago esfuerzos por mantener su ritmo, pero hacia el final reduzco la distancia. Aun así, ella llega dos cuerpos por delante de mí. Se vuelve y sus risas me llegan como jirones de viento. Nunca me había alegrado tanto de perder.”

Durante toda su carrera, desde sus primeros peloteos contra el Dragón en el fondo de su casa, ante la mirada de su padre Mike, Agassi había gritado un furioso, interminable, a veces agónico qué mal que la estoy pasando. Pero siempre hacia adentro. El tenista del peinado y el drive sólo se animaba a confesar que odiaba el tenis a unas pocas personas. A su preparador físico, Gil Reyes. A sus amigos, Perry y JP. A su primera novia, Wendi. A Brooke. La respuesta de todos, invariablemente, era un “Bueno, pero en realidad no lo odias tanto”. Cuando se lo cuenta a Steffi, durante esa cita en la playa de San Diego, ella se da vuelta y lo mira con un gesto en el que Agassi se reconoce. Y que sólo puede significar una cosa: “Claro. ¿No lo odiamos todos?”.

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