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Domingo, 3 de enero de 2016

DESPEDIDAS > LEMMY KILMISTER

RAPIDO Y FURIOSO

A los 70 años, de forma inesperada –se le detectó un cancer intratable que lo mató en días– murió Lemmy Kilmister, cantante de Motörhead y personaje legendario que influenció a generaciones –del punk a Metallica, todo es impensable sin su banda veloz y furiosa– y fue parte fundamental del primer rock fundacional, como plomo de Jimi Hendrix e integrante de Hawkwind. Carismático, mujeriego, excesivo, talentoso y terriblemente simpático, la muerte de Lemmy despertó una oleada de verdadera tristeza, el adiós a un integrante de una especie casi extinguida.

 Por Sergio Marchi

“Somos Motörhead y tocamos rock and roll.” Durante cuarenta años, Lemmy presentó así a su máquina trituradora de sonido; más que una gentileza se trataba de una declaración de principios. A los 70 años, la máquina dijo basta, y Lemmy se murió. “Según parece, todavía soy indestructible”, dijo a mediados de 2015 el hombre que hoy todo el rock llora. No es para menos: ya no los fabrican así.

Sería una pena rendirle tributo al hombre que dijo que bebía una botella de Jack Daniels por día “la necesite o no”, porque sería quedarse con el estereotipo del reviente y pasar por alto a una estrella de rock que supo serlo sin necesidad de escándalo. La leyenda de Lemmy se forjó en vida, no solo por haber llevado una existencia de alta cilindrada o haber hecho de Motörhead la banda más ruidosa de la historia. Lemmy tenía convicciones y mucha inteligencia, combinada con el humor como herramienta asociada a un estilo de vida que mordía la banquina de la autodestrucción, pero que dejó una obra de veintitrés álbumes que influyeron decisivamente sobre otros músicos, que afectaron a no menos de tres o cuatro estilos, y que hicieron felices a treinta millones de seguidores. No es poco.

Sin ir muy lejos, habría que darle una buena escuchada a Bad Magic (“Magia mala”, un título gracioso y lleno de sarcasmo), el disco que Motörhead editó este año. No parece obra de un hombre que camina hacia el ocaso por culpa de sus propios excesos, sino otro disco más de Motörhead, sin nada nuevo, pero tampoco aflojando el tranco. Palo puro y duro de un rock and roll que Lemmy reinventó a su gusto aguardentoso y directo, hace cuarenta años atrás, cuando tenía suficiente rodaje en su osamenta como para que ninguna aseguradora le extendiera una póliza.

Lemmy debe ser el único caso de un rockero expulsado de una banda conocida por su variado consumo de alucinógenos, a raíz de un problema con las drogas. Eso sucedió cuando lo echaron de Hawkwind, grupo pionero del stoner rock, “por un problema con las drogas equivocadas”, de acuerdo a su visión del asunto. Hawkwind había incorporado a Lemmy en 1971, porque se había quedado sin bajista; él era guitarrista pero con tal de sumarse aceptó el bajo y decidió aporrearlo como una guitarra, creando una sonoridad única, audible en “Silver Machine”, el gran éxito de Hawkwind, que Lemmy cantó en 1972, y luego en todo lo que hiciera. Tres años después, a Lemmy lo arrestaron por tenencia de cocaína en la frontera canadiense, y el grupo pagó su fianza, porque no lograron reemplazarlo a tiempo. Luego del show lo echaron: si hubiese consumido las mismas drogas que el resto, eso hubiera sido solamente un gaje del oficio.

Es a partir de eso, que Lemmy sufrió como una traición, que nace Motörhead, nombre que se utiliza para aludir a los motoqueros de cuero, rock y rabia. Por ese 1975, había un guitarrista argentino merodeando los alrededores, que estuvo en los primeros ensayos del nuevo proyecto de Lemmy, que por problemas con sus papeles tuvo que abandonar Inglaterra. Pero Pappo, de él se trata, podía volver a su país natal y reflotar su carrera. Años después, cuando le preguntaron a Lemmy por Pappo dijo no conocerlo, y el Carpo se vengó una noche inolvidable en el hipódromo de La Plata, cuando Riff fue soporte de la banda de Lemmy. Reforzó de tal modo su equipamento que luego del show de su banda, Motörhead sonaba como un mosquito. Juntos no hubieran podido ir a la par.

“Nací en la víspera de Navidad de 1945 como Ian Fraser Kilmister, cinco semanas prematuro, y con un hermoso cabello dorado que, para deleite de mi estrafalaria progenitora, se me cayó a los cinco dias. No tenía cejas, ni uñas, y era de un rojo brillante. Mi recuerdo más temprano es el de estar gritando; a qué o por qué, desconozco. Probablemente una rabieta, o ya había comenzado a ensayar. Siempre fui un niño precoz. A mi padre no le gustaba. Supongo que se puede decir que él y yo no nos llevábamos; se fue a los tres meses”. Así comienza Lemmy a narrar su historia, sin sutilezas ni amortiguación en su autobiografía titulada White Line Fever. El título tiene varias acepciones, porque la “fiebre de la línea blanca” puede aludir tanto a la cocaína como a la fiebre de la ruta; males de los que Lemmy era portador gustoso.

A los doce años, el rock and roll le pegó en el plexo solar y desarrolló la fiebre de la música que lo llevó muy lejos de una infancia sin padre, que sin embargo Lemmy recuerda como muy buena, porque tuvo los mimos de su madre y su abuela en exclusividad. Lejos, en su caso, podía ser ir a Liverpool para ver una banda llamada The Beatles, que tocaba en un sucucho conocido como The Cavern. “Aquello fue pura magia”, recordó Kilmister que siempre defendió a Los Beatles por sobre Los Rolling Stones, ya que conocía sus orígenes y desconfiaba del aparato de comunicación que publicitaba a los Stones como “chicos malos” y ponía a Los Beatles como obedientes angelitos. “Era exactamente al revés”, afirmaba con su mirada de águila.

Pero el andar de Lemmy en el rock surge mucho antes con el primer impacto de Elvis Presley, el aullido feroz de Little Richard, que supo incorporar a su propio estilo en forma de carraspera perpetua, y grupos locales como Johnny Kid & The Pirates. Se integró a varias bandas de poca altitud como The Motown Sect, The Rainmakers y The Rockin’ Vickers, pero su primer gran trabajo fue como plomo de Jimi Hendrix, “el más brillante guitarrista que se haya visto, y que probablemente vaya a verse jamás”. Lo consideraba, además de buen músico, un tipo justo: “Si yo le conseguía diez ácidos, me daba tres y se tomaba los otros siete: juntos”. Estar cerca de Hendrix, también le posibilitó dedicarse a otro hábito: las mujeres. Él las estimó en mil, pero la leyenda siempre duplicó esa cifra donde hubo algunas argentinas.

En 40 años de Motörhead (más The Head Cat, su proyecto rockabilly con Slim Jim Phantom de Stray Cats), Lemmy se fue convirtiendo en ser de inoxidable acero británico que aquí se despide. Para Metallica y Anthrax fue como un Dios; para Ozzy Osbourne, Dave Grohl y Gene Simmons, entre muchos otros, un grande entre grandes. Parecía inmortal, pero le detectaron un cáncer incurable. Pragmático como siempre, celebró sus 70 años en el Rainbow (su segundo hogar), se fue a su casa a meditar con su videojuego preferido. Con el joystick en la mano lo sorprendió el game over.

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