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Domingo, 8 de febrero de 2004

Música

 Por Mariana Enriquez

Sigo siendo el rey

El DVD Los shows de agosto de 2003 registrados en What We Did Last Summer demuestran –por si quedaba alguna duda– que Robbie Williams sigue siendo la estrella pop más salvaje, honesta y apasionante.

Durante tres días de agosto de 2003, Robbie Williams convocó a 375.000 personas en Knebworth, una localidad rural inglesa. El record de convocatoria llevó al lanzamiento casi en simultáneo del DVD y el CD de los shows históricos. Lo predecible es que fueran fríos y profesionales, como suele suceder cuando se registra la consagración de una estrella. Lo insólito es que el disco y especialmente el DVD What We Did Last Summer (que acaba de editar EMI) son una topadora. Por lo general, es aburrido ver un show en pantalla de TV; sólo los fans son capaces de disfrutarlo. What We Did Last Summer provoca varias sensaciones encontradas: envidia —¡qué ganas de haber estado allí!–, respeto y emoción. El sonido y la imagen son irreprochables, los extras (un minidocumental pre-show, diarios de fans, juegos interactivos para acceder a más material) no sobran, la cámara se mueve con comodidad entre el público y sobre el escenario; todo es un triunfo.
Robbie Williams es el artista pop joven más importante del mundo, a pesar de que Justin Timberlake o Beyonce Knowles puedan hacer mejores canciones. Y lo es porque se permite el error y la desnudez; no necesita montar un espectáculo impecable y aceitado, porque su personalidad avasallante –y desconcertante– le basta para que una multitud caiga rendida a sus pies.
What We Did Last Summer comienza de día, con la explosión de “Let Me Entertain You”, la declaración de principios de Robbie-showman. Es un arranque mediocre, con inserts de animación, más bien convencional. Robbie utiliza las armas que tiene más a mano: pose canchera, arenga, gestos de hombre acostumbrado al gigantismo. Pero de a poco, mientras el público le confirma su devoción incondicional y una entrega a la diversión que es rara de ver –en un concierto suyo o de cualquier otro– la máscara comienza a desdibujarse hasta que se derrumba tras el aplauso cerrado de “Moonson”, que dura varios minutos. La cámara, que toma el rostro de la estrella en primer plano, revela algo inesperado: Robbie Williams está sorprendido. Hicieron falta más de cien mil personas para lograrlo, pero eso sólo viene a demostrar que hace falta muchísimo para descolocar a la bestia pop. “Por primera vez en mi vida no sé qué decir. Nunca he visto algo así en mi vida. Y no creo que Gran Bretaña vuelva a ver algo así en mucho tiempo”, dice Robbie, y es creíble, y tiene razón. Después llega “Come Undone”, una de las canciones más importantes y serias que ha dado el pop en los últimos años, y quizá el carozo que ayuda a comprender al Monstruo Robbie: a diferencia de las otras estrellas pop, Williams jamás le habla a su público como si fuera uno más de ellos. No comparte las desdichas de los mortales, porque no las conoce. Si Britney gime porque su madre es sobreprotectora, Christina Aguilera recurre al empoderamiento, Pink recuerda la separación de sus padres y Justin elige lo impersonal para sus cantos a la sensualidad, Robbie habla desde el vientre de la maquinaria. En “Come Undone” grita: “¡Bienvenidos a mi mundo!” y dice: “Tan rocanrol, tan puta corporativa/ Tan espantoso, tan terriblemente lindo/ Tan bien entrenado, tan animal/ Necesito amor, váyanse a la mierda/ No tengo miedo de morir, solamente no quiero/ Si dejara de mentir los decepcionaría”, y no suena autocompasivo, sino verdadero. Será intuición o genio, pero Robbie comprende que el artificio no es necesariamente mentira.
Cuando se hace de noche, Knebworth se convierte en un lugar hermoso. La gente hace brillar los flashes de sus cámaras fotográficas, y el campo superpoblado parece una autopista filmada a gran velocidad. Robbie lecanta a una pareja “She’s the One”, y es imposible no caer rendido ante su demagogia. La ovación sostenida después de “No Regrets” –un tema enorme— eriza la piel. “No entiendo qué hice para merecer esto”, dice Robbie, y después reconoce que este punto tan alto puede ser el comienzo del declive, pero no le importa, y seguramente es cierto. El gran final, con “Feel” –que lo encuentra llorando, desnudo por completo– y el orgásmico bis de “Angels” –¿la mejor balada de los últimos veinte años?– es sencillamente épico. Todo apesta a victoria del rey megalómano. Que viva.

Americana

El importado Una banda de bar sureña que aspira a sonar como los Dioses. Y lo consigue.

¿Cómo suena una banda que ensaya en un silo de Kentucky? Cuando se trata de My Morning Jacket, como cincuenta años de música norteamericana. Y también con mucho reverb, porque según Jim James, el cantante: “el reverb es lo que convierte a los mortales en dioses. Hace que las cosas suenen gigantescas. La voz suena mejor en una cueva que en una habitación. Para mí, el reverb es la música. No toco ni canto sin reverb y odio usar un micrófono seco: suena muerto”.
El sonido de My Morning Jacket es gigantesco, entonces, y no sólo por el revuelto de influencias, las más claras Neil Young, The Band, los Rolling Stones de Exile on Main Street, Jefferson Airplane, Roy Orbison y el country. Siendo la magnificencia la materia de My Morning Jacket, acecha el monstruo de la pretensión. Pero a los muchachos pelilargos de Kentucky las influencias no los abruman: las toman, las mezclan y nunca suenan como un pastiche sino consistentes y coherentes. Aunque Kings of Leon son los abanderados del rock sureño, My Morning Jacket es el grupo que mejor representa a la América profunda.
It Still Moves, su tercer disco –y el primero para una discográfica– es una de las grandes sorpresas rockeras en un momento más bien penoso para el género. Abre con “Mahgeetah”, lo más parecido a una canción pop que pueden hacer, con ecos de Beach Boys –sólo que dura seis minutos– y continúa con “Dancefloors”, la canción que los mejores Stones –los de la era Mick Taylor– nunca grabaron: “Amanecer, atardecer/ No creo que algo brille más que la piel que me muestras y las llaves que me diste”, canta Jim James, un letrista puro, que evade la tendencia a contar historias y prefiere que las palabras sean inseparables de la melodía, un objetivo mucho más “musical” que el que persiguen buena parte de los cantautores. En seguida aparece la primer canción de verdad deslumbrante: “Golden” es country entre Ryan Adams y Roy Orbison, cansado y nostálgico: “La gente siempre dice/ que los bares son oscuros y solitarios/ pero lo que más me asusta es que hacen desaparecer el tiempo”. “Easy Morning Rebel” apela al sonido Nashville (y a Dylan); “Master Plan” es malévolo blues oscuro del Mississippi y los diez minutos de “I Will Sing You Songs” no suenan grandilocuentes a fuerza de melancolía y un riff inolvidable: “Voy a cantarte canciones sobre cosas importantes/ Dinero, oro y anillos de diamantes/ Sólo pido que no lo hagas durar más de lo que debe”. “Rollin’ Back” y “Just One Thing” citan el pop con cuerdas de Phil Spector y los coros celestiales.
Jim James encontró en el sótano de un bar incendiado, después de un show, una campera que alguien había abandonado con las siglas MMJ en la espalda. Le pareció que podían corresponder a My Morning Jacket, y así bautizó a su grupo, con un gesto de rescate. Gótico sureño, intensidad alcohólica, banda de bar, ecos soñadores; todo eso es MMJ, pero ellos prefieren decir que son sólo rock’n’roll. Explica Jim James: “Lo llamo rocanrol porque puede ser cualquier cosa. Puede ser The Stooges, Roy Orbison, Outkast. Es la única definición que no nos limita”.

Huele a espíritu adolescente

El internacional Lo último del rock pegadizo como chicle: The Raveonettes, un dúo danés que es a las camperas de cuero y la adolescencia lo que ABBA fue a la disco.

Bubblegum, chicle en inglés, se usa también como genérico para canciones pegadizas y dulces, veraniegas, en especial para las melodías pop de los ‘50 y ‘60. Mascar chicle, actitud desafiante y vulgar, es símbolo de la adolescencia rebelde de hace cincuenta años, junto a las camperas de cuero y las grandes motos; la insolencia de escupirlo una vez que la dulzura dejó el caucho, se relaciona con la fugacidad de los años felices y rebeldes.
De ese material está hecho The Raveonettes, un dúo danés que recupera el post-punk noise de los ‘80 (puntualmente Jesus & Mary Chain) y las melodías de Beach Boys y Shangri La’s, todo envuelto en cuero y rebeldía estilizada, algo de parodia y mucho de amor sincero por la actitud rockera adolescente, pero pensada como poster de film clase B, lenguaje de pulp, rockabilly y Buddy Holly. Los escandinavos poseen una cualidad que suele ser irritante: cuando se apropian de un sonido ajeno, no le imprimen autenticidad, pero lo convierten en una fiesta pop de ejecución impecable (pensar en ABBA o Max Martin, el compositor de Britney Spears). Así es Raveonettes: desprejuiciados, Sune Rose Wagner y Sharin Foo viven en su mundo de celuloide –aseguran que lo aprendieron todo sobre el rock norteamericano visitando videoclubes y la biblioteca pública– y rechazan la originalidad.
El disco dura 33 minutos, y a excepción de la última canción (la floja “New York Was Great”), todas los tracks son caramelos agridulces (un poco menos intensos que los caramelos psicóticos de Jesus & Mary Chain), recargados de feedback y con las soñadores voces del dúo (cantan todo juntos). “Remember”, la primera, es la conjunción perfecta: nostalgia de lo que nunca sucedió entre guitarras chirriantes y una melodía dulce e informe como un helado: “Nena, podrás disfrutar este verano/ Cuando camines dentro tuyo/ Y sientas que la luna te traicionó”. En “The Love Gang” lo dicen claramente: “Cadenas, cuero negro y sexo/ no es tan complicado”. “Heartbreak Stroll” es rockabilly sin rigurosidad y el hit “That Great Love Sound” es una de esas canciones veraniegas que deberían ser escuchadas en un auto a toda velocidad recorriendo las calles vacías de una ciudad costera. “Love Can Destroy Everything” es un lamento a la Hank Williams y “Let’s Rave On” sigue a una pareja de delincuentes juveniles hasta Rockaway Beach, escuchando a los Shangri La’s y hablando de cómo van a perder el tiempo, hacer el amor, causar problemas. The Raveonnettes hace música de adolescentes aburridos que usan camperas de cuero, fuman y sueñan con tener aventuras; adolescentes que ya no existen. Si el retro es un camino que el rock actual no puede eludir, que sea éste: joven, divertido, leve, descartable y delicioso como un chicle jugoso. Cierto, el sabor dura poco, pero The Raveonnettes sólo quieren atrapar el placer de hincar el diente en el corazón de caramelo. Y lo consiguen.

Terciopelo azul

El rescate Para romper el chanchito o bajar de Internet: Julie London, el secreto más triste de los años 50.

Julie London tenía una sola escena en The Great Man, una película de 1956 junto a José Ferrer. Interpretaba a una bella cantante rubia y cantaba “Meaning of the Blues”, una canción de Bobby Troup, que poco después sería su esposo: “El azul era sólo el color del mar hasta que mi amante me dejó/ El azul siempre me hacía pensar en el verano, cielos de verano sin nubes, frescos y cálidos/ Pero ahora el azul que veo es como el las nubes que están a punto de explotar antes de la tormenta/ Azul era el color de sus ojos cuando dijo adiós”, decía en esa canción, que está en el disco About the Blues. Había nacido como Julie Peck en 1926, hija de padres dedicados al vaudeville; en 1941 fue descubierta por un cazatalentos cuando trabajaba como ascensorista en Los Angeles y debutó en cine en 1944 con Nabonga. Nunca hizo una carrera importante, siempre fue una actriz secundaria, pero como cantante, ahora que empieza a ser redescubierta, era dueña de un estilo intimista, misterioso y evocador; junto a su belleza provocativa y rubia, era una auténtica bomba sexual sofisticada, eternamente fumadora. “Los hombres se derretían ante las tapas de sus discos”, escribe James Gavin, biógrafo de Chet Baker, “donde aparecía tirada sobre una cama, posando en un callejón como una cortesana vestida de cera, o sentada en una silla al revés, con las piernas formando una V”. Julie London era demasiado tímida, y tenía que emborracharse para sobrevivir a las grabaciones, que con frecuencia se llevaban a cabo en el living de su casa. “No tengo voz”, decía. “Sólo soy una estilista. Una cantante de verdad tendría que saber hacer cosas como sostener las notas y controlar la respiración”. Era verdad, pero con esa pequeña voz, Julie podía crear climas íntimos y transformarse en un ícono.
About the Blues, su álbum de 1957 que acaba de reeditarse, es una banda de sonido noir, el tipo de canciones que podría cantarle Lauren Bacall a Humphrey Bogart. En “Basin Street Blues” de Spencer Williams parece que estuviera cantando al oído: “¿Me acompañarías al Mississippi?/ Tomaremos el bote hacia la tierra de los sueños/ Por el río hasta New Orleans”. Lánguido y mundano, About the Blues es el disco ideal para las madrugadas oscuras; cada canción es un pequeño milagro oscuro, pero “A Nightingale Can Sing The Blues” y “Shadow Woman” son un poco mejores; inmediatamente, parecen transportar a una habitación llena de humo, donde la melancolía en tacos altos, la mujer más hermosa del mundo, canta en un olvidado bar de mala muerte.
London hizo muchos discos, más de treinta entre 1955 y 1969, los más famosos Julie is Her Name (que tenía su primer hit, “Cry Me A River”), Latin in a Satin Mood y All Through the Night, una colección de canciones de Cole Porter. Dejó de grabar en 1969, y aunque actuaba para TV en la novela Emergency, vivía bastante recluida; cuando dejó la serie, apenas volvió a dar entrevistas. Prefería que la gente la recordara como la diva que posaba en la tapa de Life. Misteriosa y lejana, como un fantasma de Hollywood.

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