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Domingo, 8 de febrero de 2004

ANIVERSARIOS

Un llamado a la Razón

Esta semana se cumplen doscientos años de la muerte de Immanuel Kant. Filósofo entre los filósofos, Hegel se refería a él como
“El Filósofo” (apelativo que sólo comparte con Aristóteles). Pasó su vida sin salir de su Königsberg natal y respetando una rutina obsesiva que hasta permitía poner en hora los relojes de la ciudad. Autor de las tres Críticas (de la Razón Pura, de la Razón Práctica y del Juicio) que cambiaron el pensamiento occidental, este año congresos, celebraciones, publicaciones, libros, revistas, biografías y papers de todo pelaje le rinden homenaje alrededor del mundo. Radar hace lo mismo con el hombre que compartió siglo con Casanova, pero prefirió cortejar a la Razón y a la Libertad.

Por Ariel Magnus

Hace doscientos años murió Immanuel Kant, pero podría haber muerto hace dos mil, hace doscientos mil. Podría no haber muerto nunca, en rigor, pues como dijo de él Heinrich Heine: “Nunca vivió”. Su falta de lo que comúnmente se llama vida es proverbial: nunca conoció el amor, nunca se movió de la ciudad que lo vio nacer y, dentro de ella, nunca se movió de su rutina diaria, tal vez la más salvajemente rígida de las que nos ha quedado memoria. Se despertaba a las 5, almorzaba a las 13, paseaba a las 19, dormía a las 22. Como un reloj. Como los relojes que sus conciudadanos ponían en hora cuando lo veían pasar.

Tanatografía
Heráclito, para quien la vida era fuego y la muerte era “convertirse en agua”, se murió de hidropesía o exceso de líquido en el cuerpo, por lo que sus enemigos, revirtiendo esta macabra coherencia entre teoría y praxis, lo acusaron de haber hecho de su enfermedad una filosofía. Con Heine a la cabeza, similares acusaciones se le pueden hacer a la filosofía de Kant, hiperestructurada como la magra existencia de su creador, seca como sus pasiones, tiesa, muerta. Según Kant, no podemos conocer lo que él llamaba “la cosa en sí”, sino sólo lo que percibimos de ella a través de los sentidos; suponemos que hay un mundo y en ese mundo cosas y entre esas cosas un yo, pero jamás podremos comprobarlo. Visto desde una perspectiva malévolamente autobiográfica: estamos encerrados en nuestras fantasías sensoriales como Kant en su Königsberg natal, y hablar del suelo que pisamos como si existiera más allá de nuestra percepción es como que Kant hable del Westminster Bridge en Londres con la certeza de quien lo visitó (cosa que Kant hacía). Si hubiera trascendido las puertas de su ciudad –tal el prejuicio– no hubiera malgastado su vida negando que esa trascendencia sea posible. Dicho de forma un tanto más directa: al célibe Kant, lo que le faltó fue conocer “la cosa en sí”.

Vidas transversales
Un prejuicio grosero, admitidamente, pero bastante al tono de la época. Al fin y al cabo, estamos en el siglo XVIII, el siglo de Giovanni Giacomo Casanova. Nacidos con un año de diferencia, tanto Casanova (1725-1798) como Kant (1724-1804) vivieron el mundo que culminaría con la Revolución Francesa. Pero ya ahí empiezan las diferencias: mientras que para Kant eso de “vivir” suena algo excesivo (mal que le pese a la infaltable maquinaria conmemorativa por el aniversario de su muerte, que ya produjo tres nuevas biografías de títulos tan atrapantes como prometedores: El mundo de Kant, Immanuel Kant, Kant), en el caso de Casanova casi que le queda corto: 12 tomos ocupan las Memorias de este eclesiástico, soldado, espía, escritor, viajero, diplomático y amante profesional. Kant llevó una vida de planta; su contemporáneo Casanova, en cambio, no paró de moverse: desde Rusia hasta España, fue saltando por el mapa de Europa como una mosca por el mantel, siempre a la busca de medios de subsistencia y siempre en fuga de quienes querían aplastarlo. Se cuenta que Kant dormía solo en un cuarto que nunca calefaccionaba ni ventilaba, sobre una cama llena de bichos y enroscado todas las noches en la misma sábana. Casanova, que dio sus primeros pasos en el amor con dos hermanitas en simultáneo, trató siempre de velar en calurosa compañía, y lo logró en infinitas noches, en infinitos cuartos, entre infinitas sábanas. Kant, que nunca se enfermó, estaba obsesionado por su salud; Casanova, que tuvo su segunda venérea a los meses de sufrir la primera, no. Poco y nada sabemos de la juventud de Immanuel y mucho, tal vez demasiado, de la de Giacomo Giovanni. Los escritos del primero siempre quisieron ser refutados; los de Casanova, imitados. Mientras que a Kant el sabio le creemos todo, a Casanova el libertino tendemos a no creerle nada.

Vidas parale(er)las
Heráclito (por bañarnos otra vez en el mismo río) decía que no se puede entender una cosa sin su opuesto. Y en efecto, ya comienzan nuevamente las similitudes: Casanova conoció el mundo y Kant se quedó haciendo las valijas de ese conocimiento, pero tanto el que vivió para contarlo como el que pensó para enseñarnos lo hicieron por nosotros, sus lectores. El que pensó por nosotros y el que vivió por nosotros coinciden, además, en que nada hay más importante que la libertad, y que esa libertad radica en someterse a las leyes que uno mismo se ha decretado. “El hombre es libre mientras crea que es libre, y yo creo en la libertad de mis acciones”, declara Casanova al principio de sus Memorias; “Ni la filosofía más sutil ni la razón más común podrán desterrar la libertad”, dice Kant en su Metafísica de las costumbres. Para Casanova, el amor es curiosidad; desde Aristóteles, no otra cosa es la filosofía. Aunque nunca llegó a formular una filosofía propia, Casanova amaba estudiar; aunque nunca salió de su circuito, Kant amaba sus paseos. Si Kant el muerto se diluye detrás de su obra monumental, Casanova el vivaracho hace lo propio detrás de su fama; menos que hombres, menos que nombres, ambos son hoy un concepto. Tanto los libros del pensador, enrevesados hasta la ininteligibilidad, o los del vividor, largos hasta la negligencia, suelen no ser leídos, o serlo a través de terceros en versiones resumidas. El balance entre su temática y su estilo es, por su parte, el mismo: donde el tema es obsceno, abundan los sobreentendidos, las ambigüedades, las metáforas, las elipsis; donde el tema es legal, no se deja nada a la imaginación, todo se explicita hasta el último detalle, hasta lo francamente pornográfico.

Kant, G. G.
Casanova razona que las mujeres son como los libros: las de títulos más feos suelen conquistar para siempre al lector que se les anima. Kant decía que su Metafísica de las costumbres tenía un “título atemorizador”, lo que fácilmente se puede hacer valer para los títulos de todos sus libros. Porque mientras que las aventuras de Casanova son a la larga tan repetitivas que se vuelven mecánicas y pierden toda gracia, la lectura de Kant, cuyas eternas oraciones carecen de toda gracia, y cuyo pensar funciona casi como un mecanismo, puede por el contrario convertirse en una aventura. Sus Críticas pueden ser leídas como las memorias eróticas de una vida (mental) asaz intensa: de hecho constituyen un constante acercamiento al objeto, un obsesivo flirteo con la “cosa en sí”, con sus coqueterías y sus negativas. Como el otro con sus mujeres, Kant intimó con la razón; toda su vida la cortejó, y no dejó de ser correspondido. La sedujo hasta el límite de lo pensable, hasta su éxtasis, hasta lo prohibido. Es por eso que pueden pasar doscientos años, dos mil, doscientos mil: Kant seguirá siendo el Casanova de la razón, su amante inmortal.

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