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Domingo, 19 de septiembre de 2004

PLáSTICA

Los andamios del mundo

Abismales, vertiginosos, austeros y a la vez monumentales: así son los dibujos en carbonilla con que Pablo Siquier –el envío argentino a la Bienal de San Pablo– consigue rasgar las paredes como si fueran cortinas para mostrarnos el enclenque andamiaje sobre el que se sostiene el mundo.

 Por María Gainza

Es curioso: el hombre invierte más tiempo, dinero y angustias en averiguar lo que se agita por sobre su cabeza que en investigar qué se caldea por debajo de sus pies. Es curioso y por demás elocuente pensar que le atraen más las alturas, que prefiere despegar por los aires en una latita presurizada a internarse hacia el centro del planeta. Y dice mucho sobre la naturaleza humana: sobre nuestro miedo tribal al infierno, sobre cuán reacios a la introspección somos, sobre cómo, a veces, nuestro andar por la tierra se siente pesado como el de un buzo con botas de plomo. Es así, conocemos mejor el espacio exterior que la pelota de 12.756 kilómetros de diámetro de roca, magma, hierro y níquel sobre la que hacemos equilibrio todos los días. Y sin embargo hay una forma (fuera de la novela de Julio Verne y los sismógrafos) de echar un vistazo a lo que yace ahí abajo. Están los dibujos en carbonilla de Pablo Siquier: porque frente a ellos uno tiene la sensación de que un buen día, mientras estábamos parados sobre la delgada corteza terrestre, alguien corrió la alfombra. Y entonces, por debajo, aparecieron los andamios que sostenían todo este circo. Y claro, con razón, ahora se entiende por qué durante tantos años hemos pisado este mundo con la impresión de estar caminando sobre una tambaleante obra en construcción.

I
Pablo Siquier repetirá una y otra vez durante la entrevista que no le interesan los efectos, que no quiere dejarse llevar por los juegos maquiavélicos y narcisistas de la perspectiva, que no le interesa lo liviano. “Estaré pasando por mi etapa existencial”, resume y es un alivio ver cómo un artista que maneja tal nivel de densidad en su obra puede tomarse a sí mismo a la ligera. Los dibujos en carbonillas sobre pared son su último trabajo presentado el año pasado en una muestra en la galería Ruth Benzacar y fueron elegidos ahora por el curador Marcelo Pacheco como el envío argentino a la 26ª Bienal de San Pablo que inaugura el próximo 25 de septiembre. Construcciones colosales, claustrofóbicas, que entrecruzan vigas, tirantes y nervaduras con la firmeza de una cesta de mimbre gigantesca o una cúpula de Brunelleschi. Y donde, sobre un andamio, podríamos encontrar a Kafka y Buzzatti tomando notas. Tienen algo de armazones compactos, como cimbras de una construcción ciclópea, frente a las que algunos dicen sentirse, de golpe, como tumbados en el piso mirando los techos de viejas catedrales europeas. Es una explicación, pero puede haber otras. ¿Acaso estas arquitecturas no generan la impresión de que alguien ha arrancado el empapelado de la pared y por debajo se ha revelado la estructura, la matriz del mundo? Y es ésa, la tirante desnudez, la que vuelve a Siquier un cirujano que abre fachadas para revelar un interior que, al quedar expuesto, se vuelve tenebroso exterior.
Es difícil pensar en la obra de Siquier sin que la idea de cárcel de la mente se nos instale. Después de todo, el agobiante enjambre de vigas, en su infinito poder de resonancia, recuerda al mismo tiempo los andamios que sostienen el mundo y un paisaje de la conciencia que se dibuja sobre la pared como el gráfico de un sistema complejísimo de redes neuronales o un asfixiante modelo mental: ¿y quién sería tan necio de no querer dar una vuelta por su celda, por los infinitos recovecos, pasillos y entretejidos de ese espacio mental? Porque, en definitiva, esos dibujos deshabitados que revelan la estructura, que levantan capas como buscando un centro, no distan mucho de un viaje hacia el interior de nosotros mismos.
Para la Bienal de San Pablo, las arquitecturas de Siquier se volverán aún más monumentales –de unos 5 x 10 metros, mientras en Benzacar fueron de unos 3 x 7–, la intensidad del negro aumentará con el uso de un fijador -y así su dramatismo– y los trazos serán más densos y rápidos –como si al acelerar la velocidad de realización se pudiera aumentar también la tensión entre un lejos preciso y un cerca desenfocado–. Quizá, lo queSiquier intenta ajustar con estos nuevos retoques es esa cualidad oscilante entre monumentalidad y pequeñez que ahora cobra la fuerza de una existencia abismal. Y ahí, parados frente a ellas, las construcciones se nos vienen encima, angustiándonos como el agua que sube a un barco.
Y además está el dibujo, que tiene esa facilidad -.mucho más que la pintura– de transmitir la vibración del cuerpo, como si pudiera atrapar un momento previo donde el pensamiento aún no termina de alcanzar su forma definitiva. Ocurre que las carbonillas elegidas por Siquier otorgan al conjunto un aire extraño: tienen algo roñoso, una suciedad vinculada quizás a esa noción de refinamiento que los japoneses llaman “desgaste” y los chinos, el “lustre de las manos”. Y su mayor encanto: con el tiempo, estos dibujos que se nos aparecen resistentes como buques de guerra, se irán borrando, poco a poco, hasta desaparecer, y con ellos, como escribe Pacheco, “cierta vitalidad física se apagará”. Porque hay algo en la carbonilla, en los trazos desprolijos que deja al pasar por la pared, que le permite evocar los efectos del tiempo. No se sabe hace cuánto están ahí ni cuánto más soportarán pero frente a estos dibujos la vida se siente antigua como una ruina de Piranesi.

II
Siquier, que entiende sus pinturas como páginas a ser leídas y no simplemente como imágenes agradables a los ojos, llegó a las carbonillas después de algunas etapas estrictas como corsés. Él mismo se las impuso, trabajando en ciclos y regido por constantes que, a la larga, le permitieron diseñar sistemas de representación básicos sobre los que elaborar variantes. Cada etapa como una forma de reflexión. Allá por finales de los ‘80 Siquier creó pinturas de ornamentos como joyas suspendidas sobre paisajes o sobre fondos con reminiscencias medievales; más tarde comenzó a trabajar en su etapa de grises: fondos neutros, con una simetría vertical absoluta y un interés por rescatar en primer plano elementos de la arquitectura. De allí surgirá una de sus claves, y que es lo que él mismo denomina “metástasis estilística” o bien, procesadora de estilos: una hibridez o sincretismo de repertorios formales tomados de la arquitectura racionalista de Buenos Aires, el arte concreto argentino, el op art y la arquitectura fachista de Speer, que se encastran con la idea de impureza y que lo vinculan a la forma en que América se apropió de estilos europeos; en un tercer momento, la etapa de los blancos y negros, donde con un máximo contraste y utilizando un plano cenital de lo que podrían ser estadios, laberintos o Escalectrics, las sombras duras y negras como noches de campo sin luna dibujan la silueta de formas que ya no están. Es el momento en que el trabajo de Siquier adquiere resonancias espectrales y empieza a tensionarse: porque es impresionante ver cómo una forma tan concreta, tan poco vaporosa, puede sugerir algo de una cualidad tan fantasmal. Es en las incursiones en la instalación –producción un poco más marginal del artista vinculada a músicos ambientales como Steve Reich y Brian Eno.- donde mejor se entiende por dónde va su búsqueda: hace un tiempo, en el Museo de Arte Moderno, Siquier presentó tres cabinas como de teléfono pintadas por dentro con millones de puntitos de colores: uno debía entrar, cerrar la puerta y, por un instante –o tanto como le dieran los nervios–, permanecer rodeado por la sensación de pintura. Ese interés por crear una textura visual y una situación sensible no está lejos de lo que ocurre ahora en sus carbonillas, cuando esa impresión hipnótica, monstruosa y a la vez táctil se insinúa.
Pero para ver gran parte de este recorrido habrá que esperar al año que viene -.al 3 de junio de 2005 para ser precisos–, cuando Pablo Siquier lleve sus trabajos al Palacio Velázquez de Madrid (sala de exposiciones para artistas contemporáneos del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía), donde tendrá lugar una muestra -.probablemente clave– de su obra.Curada por Ivo Mezquita, allí se presentarán algunos murales en vinilo y en carbonilla, una instalación en poliestireno y una selección de sus cuadros.
Al final, uno vuelve a esas arquitecturas y recuerda cuando allá por 1953 Willem de Kooning le regaló, un poco a regañadientes, un dibujo a Robert Rauschenberg, quien, visionario, lo borroneó todo y más tarde lo exhibió bajo el título Erased de Kooning, sosteniendo que por más empeño que uno pusiera en eliminar el dibujo, éste seguiría estando ahí. Tenía razón. Como escondiendo una presencia fantasmal, después de la muestra de Siquier el año pasado en Ruth Benzacar las paredes de la galería ya nunca volvieron a ser lo que eran: un pedazo de hoja en blanco. Mucho tiempo después, los dibujos en carbonilla seguían físicamente ahí, con una violencia contenida que respiraba por detrás del revoque.

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