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Domingo, 19 de septiembre de 2004

LOS 12 PRECURSORES DE LA CIENCIA.CAPITULO 7.

Soft Byron

Lord Byron tuvo una hija a la que vio una sola vez antes de abandonarla para siempre. Su madre, odiada con el tarambana del padre, prohibió que la chica tuviera cualquier tipo de contacto con la poesía. Resultado: Ada Byron se convirtió en la primera programadora de software de la historia. Un siglo antes de la primera PC.

Por Leonardo Moledo y Federico Kukso

Los Byron nunca fueron una familia muy normal que digamos. Del árbol genealógico en el que descuella el dandy romántico inglés cuelgan asesinos, aristócratas, ahorcados, libertinos, piratas, conquistadores con mala suerte, desquiciadas con asma, un rengo antiimperialista orfebre de la palabra y apostadoras compulsivas maníacodepresivas. El abuelo-capitán John Byron (1723-1786), por ejemplo, que dio varias vueltas al mundo y no descubrió nada, tuvo un privilegio del que pocos mortales pueden (o quieren) gozar: ir por la vida con dos apodos. Uno de ellos, “Jack maltiempo”, se lo ganó debido a que apenas abandonaba un puerto se despertaban las tormentas; y el otro, “Jack el loco”, se lo endilgó su tripulación por sus repentinos arranques temperamentales como el de maldecir olas y ballenas, y reclamar como suyas las islas Malvinas en 1761. Luego le sigue el hijo cojo, el por todos conocido Lord George Gordon Byron (o Lord Byron a secas –1788-1824–, a pesar de que hubo otros cinco Lords Byron antes que él), y, oculta en medio de todo ese enjambre, una programadora de software, la primera de la historia, aun 130 años antes de que alguien se retorciera inventando esa palabra tan soft.
El 10 de diciembre de 1815 en Picadilly, Londres, Ada Augusta Byron nació sin padre. No porque no haya habido quien pusiera en la mesa lo necesario para que el cóctel genético atinase a despegar sino por la huida estrambótica de Lord Byron, quien disparó como un trueno del lecho de su esposa Anne Elizabeth Milbanke –y de Inglaterra– cinco semanas después de conocer por primera vez el rostro de su única hija legítima. Abandonada y desquiciada, Lady Byron no le perdonó el gesto ni un día de su vida y dispuso, cual Cruella De Vil, que su hija no siguiera los pasos bohemios de su padre: Ada no podía ni debía ser poeta. Y para que el dictum se respetara a rajatabla, la conservadora Milbanke ordenó a sus mayordomos y mucamas que la niña no viera, ni en figuritas, un libro de poesía. Nunca.
Fue una operación quirúrgica, tiránica, decisivamente maternal. La cubrió de enciclopedias de astronomía, latín y matemáticas (pasatiempo preferido de la madre, por el que Lord Byron la burlaba llamándola “princesa de los paralelogramos”), interminables clases de piano, violín y cello que le sacaban ampollas en las manos, bajo la mirada brutal (y musical) de sus tutores particulares y la compañía de vez en cuando de las cartas que recibía de destacados científicos como Michael Faraday, John Herschel, Charles Wheatstone, Sir David Brewster (el inventor del caleidoscopio) y Charles Dickens. Como era de esperar, tanta tortura y sequedad literaria calaron hondo y a los 14 años Ada entraba y salía de hospitales a causa de las frecuentes parálisis histéricas que la perseguían.
La cuestión es que, sin amigos, sin salud y sin poesía, Ada Byron creció resentida pero curiosa por lo que no se le dejaba conocer. El mismo bicho le picó a los 18 años cuando conoció al excéntrico matemático e inventor Charles Babbage (profesor de la Universidad Cambridge) y a su cohorte de máquinas matemáticas construidas y a construir.
Dispuesta a trabajar y a hacerse explotar por Babbage (que conservaba un gótico interés por lo oculto: de chico trató de probar la existencia del diablo y una vez en la facultad formó un club para juntar evidencias fiables sobre la entidad de los fantasmas), la adolescente Ada Byron no hizo otra cosa más que mandarle cartas (algunas un poco subidas de tono) para ganarse su confianza y ofreciéndole en ellas su leal asistencia, ad honorem, por supuesto. Babbage ya estaba harto y para sacársela de encima la mandó a traducir un trabajo que el ingeniero italiano Luigi Manabrea había escrito luego de ir a un seminario en Turín en el que Babbage había mostrado por primera vez los planos de su máquina analítica capaz de sumar, restar, multiplicar y dividir, o en otras palabras, una calculadora analítica digital, precursora de las actuales computadoras. Ada Byron, que para la época ya estaba casada con el aristócrata William King, tenía tres hijos y lucía el título de Condesa de Lovelace gracias a los parientes muertos de su marido, no sólo tradujo todo, sino que le agregó suscomentarios tres veces más extensos que el material original, con los cuales se ganó la devoción de Babbage y, de paso, un trabajo.
Así estuvieron durante 18 años Babbage y Ada Byron: uno proponía, el otro criticaba, gritaba y después lo pensaba mejor, en una era preeléctrica sin televisores ni letreros luminosos. Ada sugirió, por ejemplo, usar tarjetas de manera repetida para “alimentar” a la máquina, predijo que una máquina de ese tipo algún día sería capaz de componer música, producir gráficos, y que podría ser utilizada tanto en el ámbito científico como en la vida cotidiana; diseñó (o sea, escribió con lápiz y papel) varios programas para hacer cálculos matemáticos avanzados con la máquina analítica (genialidad por la que en 1979 el Departamento de Defensa de los Estados Unidos bautizó con su nombre –ADA– un lenguaje de programación); de tanto en tanto publicaba en Taylor’s Scientific Memoir sus ideas firmándolas con sólo sus iniciales “A. A. L.” (Ada Augusta Lovelace), ya que la revista científica –como todas las de la época– no recibía trabajos de mujeres; y, lo más importante, escribió lo que podría llamarse el manual ideológico del aparato luego tomado por Alan Turing (en 1937) y por John von Neumann (en 1946): “La Máquina Analítica no tiene pretensiones de crear nada original. Puede simplemente hacer lo que se le pida que se le ordene que haga. Puede realizar análisis, pero no tiene el poder de anticipar ninguna revelación analítica o alguna verdad. Su objetivo es asistirnos en hacer disponible aquello con lo que ya estamos familiarizados”.
Pero todo se hizo trizas cuando el gobierno les quitó el financiamiento y Ada, cada vez más decrépita y perdida en los dolores que le traía un cáncer de útero, se inclinó por el juego, las carreras de caballos, el empeño de sus joyas, el opio, la morfina, las sanguijuelas (que le aplicaban en las heridas), el brandy y el mesmerismo, una doctrina psicológica en vogue que, ayudada por imanes, imposición de manos y trances hipnóticos, afirmaba que la causa de todos los males corpóreos eran las alteraciones de algo llamado “fluido animal”. Finalmente, sin haber pensado en una máquina que la salvase, Ada Augusta Byron, Condesa de Lovelace, murió a los 36 años el 23 de noviembre de 1852. Como lo había deseado toda su vida, desde entonces se encuentra a menos de un metro de distancia de su padre (en la iglesia de Hucknall Torkard, en Nottinghamshire), quien nunca le confesó su clamor luddita ni le leyó mientras dormía los versos que alguna vez, en algún campo perdido de Grecia, le dedicó: “Es tu rostro como el de mi madre, ¡mi hermosa niña!/ ¡Ada! ¿Unica hija de mi casa y corazón?/ Cuando vi por última vez tus azules ojos jóvenes, sonrieron,/ y después partimos, no como ahora lo hacemos,/ sino con una esperanza./ Despertando con un nuevo comienzo,/ las aguas se elevan junto a mí; y en lo alto/ los vientos alzan sus voces: Me voy,/ ¿a dónde? No lo sé; pero la hora llegará/ cuando las playas, cada vez más lejanas de Albion,/ dejen de afligir o alegrar mis ojos”.

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